Polillas y un viaje reminiscente

Polillas y un viaje reminiscente

Por: Escritor Amargo

Las bruscas sacudidas del trolebús me arrancaron sin contemplación o delicadeza del liviano sueño sin sueños de los que viajan en noches oscuras y lluviosas; un respingo y un entrecejo fruncidos en mi rostro, completan el ajuar de quien ahora apoya la frente en el cristal frío y se pierde en divagaciones, si acaso en reflexiones… o quizá en serias contemplaciones de la vida, del destino, la fortuna y el hartazgo de la existencia.

Los aromas se entremezclaban, el olor acre del tabaco en mi ropa, el café tibio en vasos de cartón y el detestable almizcle tan propio del transporte público y la gente sin rostro que se agazapa en los rincones, evitando la vista de cualquiera, embebidos en su propia miseria.

Contemplé con los ojos muertos aun bajo el abrazo de la somnolencia, el despertar de la noche en la ciudad; a través de la ventana mugrosa, luces amarillas con halos naranja mortecino se encendían con desidia, atrayendo un millar de polillas blancas y diminutas, insignificantes, estúpidas… extasiadas con el destello que habría de perderlas y acabar con sus efímeras vidas.

El paisaje cambia rítmicamente entre las casas sencillas, los comercios pululantes de gente, los parques; parques desde los que llega el suave rumor de la risa de los niños. La brisa se hace cada vez más fría y las calles empedradas comenzaban a cubrirse de esa bruma impía del calor que se esconde para devorar las gotas de lluvia y exhalar el icor de su inmundicia en una nube blanca y rastrera.

Llego finalmente a mi destino, lo recuerdo bien… ¿Cómo olvidarlo?, si era esa infeliz estación 37, lugar en el que sigue danzando en el eco de la remembranza, con una mezcla de nostalgia, tristeza y rabia, la visita de ese padre ausente que nunca llegó, de ese personaje que empezó a desdibujarse de mi mente poco a poco, con cada llegada ruidosa y monótona del trolebús, cada semana, mes y año…


Había llegado a mi destino, ahora tendría que caminar por alrededor de quince minutos cuesta abajo, por calles que cada vez se hacían más y más anacrónicas, con sus tejados de estilo holandés, revueltos con terrazas a medio construir y las burdas insinuaciones de algunos edificios ya deshechos por el paso del tiempo, y la mampostería otrora hermosa, hoy reducida casi a polvo, hogar de un moho grisáceo e indiferente.

Un paseo lleno de silencio, a través de una alameda de faroles rotos y oxidados, de ventanas tapiadas, rejas rotas, de puertas desvaídas por la inclemente caricia del sol, el helado beso de la lluvia y los duros rasguños del viento. Casas miserables, inmundas, envilecidas por las criaturas que las habitan, si acaso algún ser fuera capaz de vivir en semejantes condiciones.

Estoy cerca, tal vez una calle más y un giro a la derecha; allí debería estar, una casa de fachada desgastada, puerta café y un jardín ahora ocupado por hordas de yerbajos blasfemos, como el lugar en su conjunto. Ahí era, la llave se columpiaba en mis manos, mientras con la vista perdida, no me decidía a abrir y entrar, sentía la respiración pesada y arrítmica; los latidos dolían, las imágenes eran confusas, el aire pesaba mucho, mi boca se sentía como un desierto, recordaba nuevamente las sacudidas del trolebús , las recordaba con cada espasmo que empezaba a recorrer mi cuerpo, frágil y delgado; no había notado cuánto peso había perdido en las últimas semanas, o tal vez meses… el tiempo… el tiempo me era extraño y ajeno.

Sentía el peso de todas mis extremidades, de mi ropa. El agotamiento llegaba de golpe, pronto abriría la puerta, la razón del viaje, la lista de pendientes resueltos. Finalmente, se abre de golpe y entro de una zancada, me resulta premuroso el impulso de entrar y terminar con todo antes de perder el sentido.

Contengo la respiración por un instante que se me antojó eterno, y cierro los ojos con fuerza, para evitar a toda costa enfrentar a lo que sea que esté ahí, aunque, muy en el fondo sé que tendré que abrir los ojos tarde o temprano, y que no podré contener la respiración por siempre.

Es el momento, es por lo que viajé durante tantas horas, y días, meses… es confuso, pero es el momento; exhalo largo y pausado, y comienzo a respirar con calma, empiezo a relajar el cuerpo y a abrir los ojos muy lentamente; la estancia está casi en penumbra, debo esperar unos instantes a que mis ojos se acostumbren.

Las formas son más claras, hay unos cuantos muebles viejos, o sus restos, consumidos por el paso del tiempo, el polvo y la humedad; doy inicio a una rápida inspección del lugar, sé que vine a buscar algo, pero no recuerdo qué es. Me duele la cabeza, no logro recordar nada.

El espacio es enorme, las columnas de piedra y madera dan la impresión de extenderse hasta cimas infinitas; es molesto el mareo que se hace presente. Busco dentro de mi desgastada gabardina, sin atisbo de prisa, el estuche con los cigarros y mi viejo encendedor de petróleo.

Enciendo un cigarro con el ánimo de disipar por completo los nervios y calmar el creciente dolor de cabeza, mantengo el encendedor en alto, con la esperanza de arrojar algo de luz y hacer más sencilla la búsqueda.

Finalmente, al fondo, junto a las ruinas de una chimenea hay un sillón que se niega a sucumbir totalmente a la putrefacción del entorno, me acerco muy lentamente, mientras doy caladas largas y profundas al cigarro, dejando estelas y nubes de humo blanco y gris; la distancia con ese sillón de color indefinible se hacía más y más corta.

Llego junto a ese bulto cuasi informe para encontrarme con más polillas, alzando el vuelo perezoso, acerco con resquemor el encendedor con su llama amarilla al lugar del que vienen las polillas, hay un ovillo con lo que parece un viejo traje sastre, roído y podrido como todo alrededor; lo acerco más y me fijo en su contenido… algo que me deja helado, de los pies a la cabeza… un montón de huesos, huesos ennegrecidos, presa de la corrupción del abandono. No puedo apartar la vista, el cigarro resbala de mis dedos y se precipita con violencia al piso cubierto de polvo y escoria.

Todo empieza a perderse en un resplandor blanco intenso, todo se revela, todo cobra sentido y libera a la mente brumosa que ha sido presa de la indiferencia y la noche sin respuestas. Fue un día lluvioso y gris que, perdido en el aburrimiento y mi muy marcado estilo de vida asceta, me dejé llevar de la mano de la tentación y me perdí en ríos de vino, para luego caer inconsciente en el sillón y tan relajado, que no tuve tiempo de darme cuenta que mi corazón se había detenido.

Al pasar la tormenta, con los últimos rayos de sol colándose por la ventana, me levanté, sin percatarme que dejaba mi cuerpo atrás, tomé mi viejo maletín de cuero, mi sombrero de ala corta, el estuche con los cigarros y el encendedor, y salí con rumbo desconocido, salí y todo se hizo confuso, todo fue reducido a un sentimiento: buscar; y me perdí en calles que sabía por algún motivo, había recorrido en algún momento de la vida; seguí saltando entre trenes y trolebuses, tranvías y algunos carruajes, de esos que se niegan a ser presa del paso inclemente del tiempo. Me perdí en un viaje sin prisas o rumbos fijos, recogiendo sin saberlo cada uno de mis pasos; ahora, recogidos, entiendo que todo el tiempo me estuve buscando a mí; me dejo ir en calma para ser uno por última vez con lo que fuera mi cuerpo. Me dejo ir en un suspiro, me dejo ir en reminiscencias, en el haz de luz fantasmal y enfermiza de la luna que logra colarse por una ventana rota, me dejo ir en las alas perezosas de una polilla, para despertar, tal vez, en otra vida o no.

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