«Voy a seguir cantando hasta que se gaste la voz»
(DAVID MORA)
Por: Olugna
Las memorias del extenso territorio que atraviesa desde Alabama, en Estados Unidos, hasta Terranova, en Canadá, fueron retratadas a través de letras sencillas que supieron narrar la cotidianidad de sus habitantes. Amores y rompimientos, creencias e insurrecciones, nuevas vidas y muertes fueron el insumo de canciones nacidas en la ruralidad, bajo los sonidos acústicos y artesanales de las cuerdas difíciles de banjos, mandolinas, violines, contrabajos y guitarras. Los Apalaches, cadena montañosa que supera los 2.400 kilómetros y recorre 14 estados, encontraron en el bluegrass —primo menor y humilde del country— una bitácora de existencia, una banda sonora que no necesitó de estudios sofisticados para inmortalizarse.

Sus canciones lentas y esquivas a las estridencias evocan el campo, la montaña, la austeridad. Su historia se remonta a la década de los cuarenta —20 años después del nacimiento del country— y se mantiene vigente. Para algunos, quizás sea más sencillo ubicarlo en el diverso catálogo del folk. Sin embargo, el bluegrass —y su esencia campirana— tiene mucho para contarnos y nosotros mucho por escuchar. Bill Monroe, su fundador, puede sentirse orgulloso de ser el precursor de una identidad musical que se niega a abandonar sus raíces.
Quechuas, aymaras, muiscas y una extensa lista de pueblos indígenas y comunidades modernas que han convivido con el paisaje inhóspito de una gran montaña que recorre más de 7.400 kilómetros, también encontraron en la música otra forma de mantener viva la memoria de sus vivencias. El folk, para ellos, cobija otra serie de identidades que comparten algunos instrumentos del bluegrass. Su sonido, desde su propia perspectiva, también supo dibujar el arraigo de los pueblos que nacieron y evolucionaron bajo la esencia de la cordillera de los Andes.
Distante en apariencia y separado por miles de kilómetros, el folk de ambas cadenas montañosas guarda similitudes. Al final, aunque suenen diferente, tanto el bluegrass como los ritmos tradicionales de Latinoamérica respetan sus raíces, y su horizonte es el mismo: mantener intacta esa memoria que ha resistido a la historia violenta.

En ese tramado invisible, un artista colombiano, bajo la esencia del sonido identitario de los Apalaches con los matices propios de la tradición de los Andes, nos presenta tres canciones: tres relatos que nos ponen de frente a su creación musical y nos invitan a recorrer las montañas. David Mora y sus guitarras difíciles —como él mismo define su sonido— cruzan fronteras y rompen los límites que dividen los ritmos tradicionales arraigados en sus respectivos territorios.
Desde Medellín, el cantautor, en ‘Mi historia’, ‘Cuánto te quiero’ y ‘Olvido y tiempo’, agradece a la vida, retrata el amor e interpreta el duelo. Los acordes de sus guitarras y otras cuerdas evocan la música campirana de Estados Unidos, pero no lo alejan de su territorio. Al final, todo el continente se mantiene unido por la tierra. Y a ella pertenecemos.

En ‘Mi historia’, David agradece a quienes han acompañado su camino. Lo hace a su estilo, uno que puede parecer ajeno si se mira con los ojos de quien migra, pero que resulta cercano cuando se reconoce que acá también hay arpas, tiples, cuatros, mandolinas y guitarras que dibujan el paisaje de los llanos o los campos boyacenses. Es una canción artesanal y cotidiana: campanas de hotel, cucharas, washboards y una guitarra con resonador. No hay pretensión de espectáculo; hay voluntad de continuar.
—«Voy a seguir cantando hasta que se gaste la voz»—, nos promete David Mora. Es su forma de agradecer a quienes han estado y a nosotros por acercarnos por primera vez a su creación musical.
‘Cuánto te quiero’ nace desde el silencio emocional de los afectos no expresados. La conversación con su esposa, transformada en composición, toma cuerpo con los códigos del bluegrass clásico. Guitarra, mandolina, banjo, contrabajo y violín se entrelazan con naturalidad. La técnica es exigente. Pero el interés no está en mostrarla sino en decir algo que costaba. Es una canción que se desenvuelve en la ternura que nace del reconocimiento.
Y ‘Olvido y tiempo’ es, quizás, la más cruda por el lugar desde el que fue escrita: el desamor de un amigo que se transforma en letra, y la respuesta de David con una guitarra de cuerdas de nylon. Bolero, blues y un fraseo contenido se combinan para sostener una emoción que no busca consuelo. Él la llama «guitarra difícil», no desde lo técnico, sino desde lo emocional. Una complejidad que no aparece en la partitura, pero se escucha en cada nota que se retiene más de lo necesario.
En su tercer disco —aún sin nombre— David Mora explora el big band, el country rock, la guabina bebop y el blues. Más allá de las características del género que elige, está la honestidad.
Su apuesta, está claro, no se aloja en la tendencia, sino en el oficio hacedor del arte, de la música: escribir, tocar, compartir y volver a empezar.
Sobre Olugna
Cada crónica es un ritual. Quizás suene demasiado romántico, pero así es. Así soy yo, complejo y trascendental; sensitivo y melancólico, pero entregado a una labor que, después de algunos años, me ha abierto la posibilidad de vivir de mis dos grandes pasiones: la escritura y la música. A la primera me acerqué como creador, a la segunda –con un talento negado para ejecutarla– como espectador.