renacer - escritor amargo

Renacer


Por: Escritor Amargo

Se levantó muy temprano esa mañana, preparó café y lo guardó en un termo. Bebió en silencio lo que quedaba mientras terminaba de alistarse y despejaba la mente de las últimas brumas del sueño, sintiendo el frío de la madrugada. Tomó su mochila y guardó algunas cosas; luego, salió en silencio de la casa y se encaminó hacia el bosque.

Sus pasos resonaban en las calles solitarias. El paseo era muy tranquilo, las aves tocaban una hermosa sinfonía y revoloteaban libres e inocentes de cualquier cosa. Simplemente eran, simplemente fluían.

Comenzaba ya a oírse algo de rumor en las casas, que despertaban perezosas. La claridad iba apoderándose lentamente de todo rincón de la tierra bajo sus pies dorados, y la humedad del ambiente se hacía palpable con cada segundo que aumentaba la temperatura.

Siguió caminando, presuroso, cruzando un barrio tras otro, desde los más comerciales hasta los más miserables, y finalmente fue alejándose de todo y salió del pueblo. El camino a seguir aún era largo; serían unos cinco kilómetros hasta el sendero deseado, pero estaba dispuesto y no había nada que pudiera quebrar su determinación.

Llegó finalmente al sendero y, acompañado por los cantos de aves silvestres y los ladridos de los perros, comenzó el ascenso a un lugar oculto, anhelado por su corazón y siempre presente en un lugar muy especial del pabellón de los recuerdos.

Era cierto, los viajes épicos o grandes aventuras no siempre inician con una espectacular fanfarria, con un atardecer majestuoso o una medianoche de ensueño. A veces, simplemente, sucedía un día cualquiera, en cualquier momento y sin ceremoniosidad alguna.

El viaje comenzó con la evocación de imágenes, al principio difusas, como los últimos rastros de niebla que quedan atrapados en la maleza. Imágenes que, a cada segundo, cobraban más nitidez y fuerza. Luego, sonidos: ecos de conversaciones pasadas que yacían dormidos en algún pasillo de la memoria. Y ya con la compañía dispuesta, prosiguió su peregrinaje al lugar anhelado.

Caminó sin prisa, haciendo largo el camino. Lo hizo evocando instantes pasados, de aquellos años de juventud, en que las risas y las charlas profundas se mezclaban con los impulsos de artista, en los que tomaban fotografías, hacían dibujos y bebían café… compartían la vida, el intercambio de vida.

Habían sido sus cómplices, sus amigos, sus entrañables compañeros de viaje; pero ahora, eran solo sombras, brumas evocadas desde muy profundo en la mente para realizar este viaje. Habían estado en contacto por años, décadas… y luego, uno a uno, fueron partiendo más allá del velo que oculta los misterios del otro lado, de la muerte. Fueron cayendo presas de la enfermedad o del tiempo; pero él, él había sido bendecido —o maldecido, según su parecer en ocasiones— con una longevidad prodigiosa.

Era el último de aquel grupo soñador de jóvenes adultos, que se habían hecho viejos sin darse cuenta y habían separado sus rumbos abruptamente, presas de las condiciones de la vida, del destino, el trabajo o simplemente el anhelo de encontrar estabilidad y éxito en otra parte.

En fin, eso no importaba. Realmente estaba disfrutando de la caminata, dejándose ir en los flirteos de las ninfas de la remembranza, que duermen en las aguas cantarinas de los arroyuelos que rodean el lugar. Estaba disfrutando de la compañía y los ecos de las risas y las historias de sus fantasmales compañeros.

Hacía cuenta de todo, de absolutamente todo lo acontecido en su vida… sus logros, sus aciertos y desaciertos; su accidentado crecer, sin guía u orientación; la experiencia obtenida en las malas jugadas del azar, y luego, cómo había madurado tanto y abrazaba la experiencia de vivir sin temor alguno, decidiendo sin afanes y observando todo con la cautela propia de aquellos que se han visto víctimas del desacierto.

Había encontrado a su alma gemela, a su verdadero y más grande amor, y habían tenido la bendición de la fortuna, que les permitió compartir durante muchos años una vida tranquila, reposada, una vejez sin temores. Vaya, cuánto tiempo había pasado… era demasiado como para asimilarlo, pero así era.

Seguía caminando, recordando, llenando sus pulmones con el aire puro del bosque, llenando su cuerpo de la suave humedad de prehistóricos helechos. Estaba cerca, lo sabía… pronto podría descansar y beber un poco de café. El rumor de la quebrada se hacía más fuerte a cada paso, se hacía atronador, pero muy agradable para alguien que se encontraba harto de la vida en sociedad y del bullicio del pueblo.

Finalmente, estaba allí: el viejo dique de concreto, dominado completamente por el musgo y las orquídeas, un lugar de ensueño para culminar un viaje, un trozo robado al edén para ser escondido aquí, lejos de la vista de criaturas indignas de tal paraje.

Tomó asiento sobre una roca cubierta de musgo y hojarasca y empezó a quitarse los zapatos sin prisa. Respiró profundo el frío aire del bosque, con los ojos cerrados, disfrutando cada segundo y cada sensación. Abrió los ojos y decidió que era momento de tomar un café. Lo bebió con solemnidad, agradecido por el aroma, la calidez, la gama de sabores y la reconfortante sensación por su cuerpo mustio y cansado.

Terminó su bebida y procedió a despojarse del resto de su ropa. Ya desnudo, vulnerable y tranquilo, encaminó sus pasos hacia el agua de la quebrada. Podía sentir las gotas que salpicaban en sus pies, durante la carrera presurosa que algún día las llevará al mar. Sumergió los pies y, luego, con algo de esfuerzo y cuidado, dejó que el agua cubriera el resto de su humanidad ya frágil y marchita.

Se sumergió por completo. Ahora, con los ojos cerrados, flotaba en calma, como quizá lo hacen los cuerpos celestes en el espacio. Contenía la respiración y, más allá del rugido feroz del agua, empezaba a percatarse de los latidos de su corazón: lo débiles que eran, lo tristes que se sentían, lo solitario de su cansado andar.

Pero no importaba, estaba bien, al igual que lo había estado cada cosa en su vida, en su historia… y luego, tras unos segundos que le parecieron años, salió a la superficie y llenó sus pulmones con el gratificante y puro aire del bosque.

Abrió los ojos a un mundo nuevo, vio todo como nunca antes lo había hecho, podía apreciar la belleza que había en todo lo que estaba a su alrededor. Sonrió como no lo había hecho en años, con sinceridad y regocijo. Salió del agua y dejó que la brisa helada del bosque lo secara. Su caricia era placentera y penetraba en cada fibra y músculo adolorido de su cuerpo.

Todo se sentía nuevo, agradable, extraño. Se vistió en silencio y emprendió su camino de regreso, pero… ya no era el mismo que había llegado hace un rato. Era diferente, nuevo, como todo a su alrededor. Era un ser en paz, alguien que regresaba a casa a esperar, con una sonrisa, a que —ya renacido por el arcano del agua— el dulce abrazo del sueño lo lleve a viejos senderos, conocidos y añorados, que se hacen nuevos a los ojos que se abren al cerrarse el telón.

Add a Comment

Your email address will not be published. Required fields are marked *