Narbonne - Françoise Garriga

Narbonne a los ojos de Françoise Garriga: crónica de una vida que sigue latiendo


Por: Andrea Castro


Entre las causalidades de la vida, las diosidencias o citas pactadas implícitamente por el destino, he tenido la oportunidad de vivir unas pequeñas vacaciones en una ciudad llamada Narbonne, situada en el sur de Francia en el canal de la Robine, conocida por su estación balnearia Narbonne-Plage y su catedral gótica Saint Just et Saint Pasteur del siglo XIII, además de su museo de arqueología y arte ubicado en el palacio de arzobispos y el museo Horreum Romain, donde se encuentran los laberintos subterráneos de la época cuando la villa era puerto de los romanos; historias fantásticas cuentan aquellos muros, sin duda, un lugar interesante para aquellos amantes de la historia y la cultura.


Recorrer sus pequeñas callejuelas no solo me transportó a épocas antiguas, también pude deleitarme con los diferentes olores culinarios que paseaban por el aire despertando un deseo atrevido y confuso de probar entre una pizza o la tarte au chèvre de Géraldine o quizás l’épaule d’agneau confite, y como estos, variados platos para entretener el paladar.


Siguiendo aquel instinto gourmet, llegué a Les Halles de Narbonne, que no es nada más y nada menos que lo que nosotros llamamos la plaza de mercado, imponente lugar que mezcla el acero y el vidrio en su estructura, al mejor estilo de Victor Baltard, abierto al público desde enero de 1901, y desde aquel entonces es el centro de interés para comerciantes locales, residentes y turistas, que pueden disfrutar sin duda alguna de las delicias de la región, donde destacan los productos locales, frescos y de calidad, como por ejemplo el restaurante de Chez Bébelle. Allí pude degustar una de las mejores grilladas del sector, sin olvidar, por supuesto, las diferentes actividades temáticas de diversión para todo tipo de público.

Luego de este interesante descubrimiento culinario, y a muy pocos pasos, está el canal de la Robine, en el cual se puede dar un paseo en un pequeño barco eléctrico en un recorrido de 30 minutos aproximadamente. Este canal atraviesa la ville ofreciendo una vista a las fachadas históricas y urbanas de la ciudad, paseo que se puede hacer tanto en bicicleta como a pie; todo depende de qué tan motivado esté el espíritu aventurero. Personalmente, lo disfruté en barco, ya que la temperatura de 30° no daba para más en ese momento.


Continuando con el espíritu turístico, y como hermosa sorpresa, me topé con la Chapelle des Pénitents Bleus, monumento histórico de la ciudad que hoy sirve como sala de exposición a diferentes artistas locales como internacionales; en este momento ofrece la exposición de dos creadores internacionales: Idan Zareski y Manuel Fernández (Kiko). Visita imperdible, ya que estos dos artífices forman un universo de pop art con una explosión de colores y trazos, dejando a su paso un mensaje de unión y esperanza a través de su arte.


Con lo que no contaba era que, mientras tomaba un descanso junto al mercado efímero de aquel domingo, iba a tener el gusto de conocer la historia de un hombre mayor, que quizás para muchos que lo ven deambulando por ahí no resulta interesante, pero para mí fue motivo de empatía y reflexión frente a las decisiones que se toman en la vida.

Su nombre es Françoise Garrigo, un hombre de origen francés, alto, corpulento, de 75 años, quien, con ayuda de su bastón y una botella de agua en su otra mano a causa del calor intenso de aquel día, de manera muy respetuosa se acerca a mí para preguntarme si puede sentarse a mi lado. Sin duda alguna acepté, pues su aspecto cansado y su mirada de resignación me generó una nostalgia infinita, donde no cabía ningún tipo de negativa. Era un lugar público, evidentemente éramos libres de sentarnos donde quisiéramos; pero él, en su decencia, encontró pertinente preguntármelo, cosa que valoré mucho y me llevó a entablar una conversación con él.


Comencé por preguntarle si vivía ahí en la ciudad o si estaba de paseo, y cómo era el ambiente normal del día a día de aquel lugar. Él, amablemente, me respondió que efectivamente residía ahí hace algunos años. Me preguntó de vuelta de dónde yo venía y al decirle mi país de origen, surgió una sonrisa en su rostro con la que me comenzó a hablar en un español perfecto. Para mi agrado, esta fue la puerta para seguir indagando. Él, complacido, no dudó ni un segundo en contarme su vida.

Comenzó por decirme que no sólo hablaba mi idioma, sino otras lenguas como inglés, alemán y portugués. Con algo de curiosidad le pregunté a qué se dedicaba, que por qué manejaba estos idiomas, a lo que, de manera nostálgica, me respondió:

Con algo de tristeza en su relato, me decía que habían sido hoteles con estrella Michelin y que fue allí donde tuvo la oportunidad de conocer mucha gente, con los que aprendió diferentes idiomas.

Curiosa por saber el motivo de su tristeza, de manera cordial le pregunté:

Pasando la mano por su rostro rojo y humedecido por el sudor a causa del calor, con algo de desilusión, me comenta:

Lo había perdido todo, empezando por sus ahorros, los supuestos amigos y hasta a su familia. A la fecha su única hija no le habla, según su relato, porque ya no tiene dinero y a su ex esposa no le interesa saber de él.

¿Qué pudo haber pasado realmente con Françoise? No lo sé, pero sí estaba afectado por su situación, y más porque, para terminar su relato de vida privilegiada a la época, me dice que hoy por hoy pasa sus días deambulando por la ciudad. Me cuenta que sale muy temprano de su pequeño apartamento, ubicado no muy lejos del centro, y se dirige hacia un supermercado cercano donde se sienta a esperar, con su mano extendida, la caridad de la gente y de aquellos que quieren ayudarlo con alguno que otro euro; pues, a pesar de tener una pensión, esta sólo le alcanza para pagar su arriendo, y debe buscarse a diario para comer.

Luego de pasar la mañana frente al supermercado, sigue su camino hacia el Canal du Midi, donde se encuentran varios restaurantes y algunos días de la semana el mercado efímero, lugar perfecto para seguir recaudando lo del diario.


Entre tanto y tanto logra reunir para comer, por lo menos por ese día, y así va pasando la jornada. Al caer de la tarde, exhausto, vuelve a su apartamento a descansar, cocinar algo para cenar y dormir para empezar nuevamente al siguiente día.

Impactada e intrigada por esta historia, decidí invitarle un helado a mi nuevo amigo, que complacido no dudó en aceptarlo, lo cual lo motivó a seguir con su historia. A este punto yo solo podía percibir cómo le hacía de bien que alguien se interesara por él. En su rostro ya se dibujaba una leve sonrisa y así continuó. Me decía que en su juventud también había sido jugador de rugby por nueve años del equipo de la ciudad de Perpignan. Muy orgulloso, entre risas tímidas, me comenta que, a sus cincuenta y cinco años, hizo una carrera desde la ville de Saint-Malo a la comuna de Dinard, aproximadamente 9 kilómetros, según su relato. Para él, un logro muy importante de narrar, ya que a esa edad ya había pasado por dos infartos y un AVC.

Después de todas estas aventuras contadas, solo me pedía que al partir no me olvidara de él y que, si llegaba a escribir su historia, lo llamara para contarle; pues no podía creer que alguien se interesara en escucharlo, y menos después de varios años en la calle pasando desapercibido, haciéndose parte del paisaje de la ciudad, como si fuera un personaje más en la historia de Narbonne.


De mi parte, solo tengo admiración y respeto por Françoise, porque a pesar de su realidad actual, no deja de sonreír y de ser el hombre encantador, respetuoso y bien vestido que quizás fue en sus años de gloria.

Y así, entre historias y encuentros maravillosos, terminó mi viaje, agradecida y honrada por todo lo vivido.


Sobre Andrea Castro

Andrea Castro periodista bogotana radicada en Francia, amante de la lectura y la poesía. Su pasión: indagar sobre la vida de las personas, descubrir sus diferentes formas de vida y plasmarlas en reseñas y crónicas.