Sobre la agresión a Narcocracia en Manizales y lo que revela sobre la violencia dentro de la escena metalera en Colombia
Por: Olugna
Colombia es un país violento. No hay un solo renglón de su historia que no haya sido escrito con la violencia como ingrediente fundamental. Es el país que heredamos de generaciones anteriores, y la herencia que, tristemente, recibirán las generaciones que vienen. Desde chicos hemos visto —en los titulares, en las redes, en las esquinas— cómo el país se desangra en cada discurso, en cada estadio, en cada rincón. Esta es la realidad que tenemos: fuimos entrenados para vivir —y sobrevivir— rodeados de odio.
Sin embargo, en medio de este panorama enfermo, bajo la sombra de un establecimiento contaminado desde siempre, el arte ha sido refugio, escape y punto de partida. Ha intentado narrar otros relatos, donde la violencia y sus derivados son combatidos desde el simbolismo, desde la catarsis, desde lo colectivo. La pluma envenenada de la poesía, las rimas crudas del rap, las voces desgarradas del rock y muchas otras expresiones han logrado tomar territorio como armas de emancipación. Han retratado, interpretado y resignificado espacios heridos por los demonios que, desde siempre, nos acechan.
La cultura ha unido lo que la política, la religión y otros fanatismos han querido separar. Pero ninguna escena artística está libre de manchas. No existe una superioridad moral ni intelectual en estos espacios, porque todos, en mayor o menor medida, cargan con el mismo veneno. El metal, para el caso específico de esta columna, tampoco ha sido ajeno a las circunstancias del país, ni ha estado a salvo de quienes creen que la música pesada se defiende con soberbia o exclusión.
El 23 de mayo, al finalizar su presentación en un bar de Manizales, un individuo —aún no identificado— lanzó tres botellas contra los integrantes de Narcocracia. Una de ellas impactó con fuerza a Leandro Martínez, vocalista de la banda, causándole lesiones de consideración. Como suele ocurrir, el consuelo es que no estamos lamentando algo peor. Pero eso no basta.
La agresión pone sobre la mesa una realidad que, por más minoritaria que parezca, afecta directamente a quienes hacemos parte de la escena desde distintos oficios. Colombia es un país violento, y sus escenas culturales no son la excepción. El metal tampoco. La supuesta superioridad que exhiben algunos de sus seguidores no es más que el reflejo de una precariedad emocional y cultural profunda. Defienden el género con la fe ciega de quien milita en una religión, pero sin cuestionamientos, sin autocrítica y sin criterio.
Atrapados en el tiempo, cobijados por una nostalgia rancia, estos personajes —incapaces de asumir las consecuencias de sus actos— son los mismos que señalan a los jóvenes por mezclar Cannibal Corpse con Bad Bunny; que critican los festivales públicos porque no incluyen a sus bandas enterradas; que están más pendientes de burlarse del reguetón que de construir algo sólido en la escena que dicen amar.
Pero no son los únicos. Músicos, gestores, periodistas y otros actores han contribuido también a la decadencia con estafas, promesas vacías y juegos de poder. Desde envidias hasta zancadillas, pasando por violencias de género, acoso y discursos de odio, la escena extrema del rock está llena de fisuras que evidencian lo lejos que estamos de cualquier ideal de comunidad o pureza artística.
El individuo que lanzó las botellas —aunque cobarde y pequeño— es una respuesta violenta a una pregunta más grande: ¿por qué, a pesar de su historia y su arraigo, el metal en Colombia sigue lejos de convertirse en una industria capaz de sostener a sus artistas, managers, fotógrafos, periodistas y demás actores?
Porque sobran los egos, pero escasean el respeto, la empatía y el trabajo colectivo. Porque mientras no seamos capaces de valorar el esfuerzo ajeno y construir desde las diferencias, seguiremos condenados a la irrelevancia, en una industria cada vez más exigente y saturada. Ayer fue una botella. Mañana puede ser algo peor.
Ojalá Belcebú reprenda al lanzador. Ojalá sus amigos lo animen a dar la cara. Ojalá dejemos de perder tiempo en disputas inútiles y nos concentremos en lo que realmente importa: la creación musical y la formación de públicos.