«… me di cuenta que Ancón es irrepetible y eso queda en nuestra memoria»
Carolo (Gonzalo Caro Maya)
Por, Óscar Domínguez Giraldo
Los abuelos ‘proustáticos’ que nos empapamos en los pequeños diluvios que cayeron sobre ese Woodstock de todo el maíz llamado Ancón, en La Estrella, al sur de Medellín, hace tiempo estamos de regreso al pacífico bolero y al ingenuo bambuco.
Todo pasó durante los días 18, 19 y 20 de junio de 1971.
Adiós mechas largas, guitarras eléctricas, olores sospechosos, libros sobre existencialismo sin leer, decorando el sobaco, pintas en las que se mecían altaneras flores que eran como la marca de fábrica de la época.
Es nostalgia vigente la divisa sesentera de paz y amor. También la doctrina tomada del libro del profeta Jack Kerouac, En el camino: «Sólo se vive una vez. Vamos a pasarlo bien».
Sobreviven en el cerebro, como pegados con goma, los nombres de quienes se encargaron de ponerle banda musical a una generación: Joan Báez, Jethro Tull, The Doors, Joe Cocker, Richie Havens, Pink Floyd, Santana, Jimi Hendrix, Janis Joplin, The Who, Black Sabbath, los divinos Beatles. Para que la claudicación no sea total, mientras el tiempo nos tatúa más y más arrugas en el rostro, les rendimos culto a Mick Jagger, Keith Richards, y demás eternos abuelos y bisabuelos Rolling Stones. Seguimos pendientes de la línea poética que tira el septuagenario Bob Dylan, Nobel de Literatura a regañadientes.
Los que castigaron el cerebro con LSD, coca, cacao sabanero, hongos alucinógenos, pepas, marihuana y yerbas afines, cambiaron de menú hace tiempos. Esa tribu de entonces se aficionó a la dosis personal de valeriana y similares. La cánnabis pasó a ejercer oficios más benévolos, como remedio contra la artritis y el reumatismo.
Ancón, quiebre histórico
Poniendo a funcionar el espejo retrovisor, encontramos que la jerarquía católica se convirtió en inmejorable jefe de relaciones públicas del festival.
La publicidad no costó un peso. Así que la entrada que valía insólitos e incómodos $ 13.20 iban a dar al bolsillo de los organizadores que, al final, perdieron plata: ¡40 mil pesos!
Hicieron nube los colados y disfrazados de testigos de Jehová para que no los reconocieran en casa. O en el colegio.
‘Nos’ Tulio Botero Salazar, a la sazón arzobispo de Medellín, soltó toda su artillería pesada contra el aquelarre que convocó a figuras del periodismo como Gloria Valencia de Castaño, don Arturo ‘El Comino Abella’, Hernando Santos, Germán Castro Caycedo, Elkin Mesa, Henry Holguín, Francisco Velásquez, Juan José García Posada, Doctor Rock, Manuel Vicente Peña, Jairo Osorio, Fausto Panesso, Jaime González. Juan Luis Mejía Arango, exrector de EAFIT, asistió como protagonista.
‘Nos’ Tulio, hablando “urbi et orbi”, dejó claro que el festival atentaba contra la moral y las buenas costumbres. Lamentó que el alcalde de Medellín, Álvaro Villegas Moreno, de 35 años, hubiera permitido semejante despelote en la ciudad que reza más rosarios por habitante cuadrado en Colombia.
El joven Villegas, luego gobernador, congresista, presidente del Directorio Conservador, constructor y otros etcéteras, se jugó el puesto y fue más allá: inauguró el festival. «Gracias, maestro», le dijeron los organizadores olorosos –y no a ámbar– sino a cannabis.
El “godito” del Villegas, a quien le cayó un edificio Space de críticas, jamás se arrepintió de haber dado el permiso y les dijo a los reporteros: «Es el reconocimiento a una acción juvenil que no podemos tapar con las manos»
El influyente padre Fernando Gómez Mejía, encarnación de la inquisición maicera, desde su Hora Católica Arquidiocesana le puso papel carbón a la diatriba del alto prelado. No quería que sus ovejas se descarriaran. «Estos desvergonzados se van a bañar desnudos en el río», trinó Gómez Mejía con su voz arzobispal en su programa dominical, de obligatoria sintonía en las casas.
El cronista mayor, Germán Castro, enviado especial de El Tiempo, consignó en sus despachos que los habitantes de La Estrella proclamaron en un comunicado que «se trata de una reunión de seres anormales y deshonestos en su máximo (sic)».
«Siquiera se murieron los abuelos»
Ofendidos habitantes del Valle del Aburrá pintaron muros con textos inspirados en la poesía de Jorge Robledo Ortiz: «Siquiera se murieron los abuelos». Al lado, los jipis ponían su propia declaración de principios a base de paz y amor a través de ese «ruido que piensa», la música, la joya de la corona del festival, hijo legítimo del de Woodstock, Nueva York, celebrado dos años atrás del de Ancón.
Otro que se salió de la cédula fue el director del DAS, Oscar Alonso Villegas. Pese a su inofensivo bigotico de bolerista, les dio 48 horas a los mechudos forasteros para desocupar la “aldehuela”, como llamó a Medellín el nadaista Jaime Espinel, ‘Barquillo’, su nombre de combate.
Espinel reclamó para su movimiento la paternidad del famoso des-concierto. Ancón, dijo, fue la prolongación de las veladas en el Metropol, del alemán Herbert Geithner, “bar de bandidos” situado en plena avenida Junín, diagonal a otro ícono de la conversadera, el Versalles.
Elkin Mesa, enviado especial de Cromos, quien estrenó por estos días pandémicos su novela Los muros no dejan ver, entrevistó a Carolo, alias Gonzalo Caro Maya, motor del festival, quien le confesó que la meta era «cambiar los conceptos que se tienen sobre el papel de las instituciones, que el Estado sirva a la comunidad, no a los intereses de una minoría. Que el poder esté en manos de los capaces, no de los vivos o habilidosos».
De todas partes vinieron romerías para ver los desafueros y violaciones que se cometerían en Ancón. No hubo tal. Eso sí, la ‘maracachafa’ subió en ese improvisado Wall Street de la traba.
Y como el hábito sí hace al monje, la gente bella lucía bluyines desteñidos, vestidos hindúes vaporosos, botas campana, camisas floridas y sicodélicas, gruesas correas, zapatos de suela de llanta, sandalias ‘trespuntá’, reatas indígenas con el signo de la paz en la frente, candongas de plata, collares de chaquiras y chochos. Y poquísima higiene.
«Un festival sin memoria»
En su momento, Carolo, promotor de toda esa locura, anduvo en una de las ferias del libro bogotana promocionando su obra El festival de Ancón, del quiebre histórico a la quiebra histórica, editado por Lealon. El paquete incluye el disco conmemorativo con voces que cantaron en Woodstock, mencionados antes.
Los libros venían con unas hojitas de marihuana. Juro por Nacho, mi chihuahua, que nunca me fumé esa yerbita. El libro que me regaló Carolo tiene una leyenda que dice: «… me di cuenta que Ancón es irrepetible y eso queda en nuestra memoria».
Carlos Bueno Osorio, corresponsable del libro e historiador de Ancón, cuenta que de regreso a Bogotá, el rockero Manuel V, o Quinto, líder de los mechudos de la Calle Sesenta, santuario del rock capitalino, a quien le habían dado en “cadena” de custodia 400 fotos y transparencias, afiches, volantes y otros materiales, le prendió fuego a la pieza donde vivía. Milagro: Este material fílmico fue “lo” único que sobrevivió, informó la Estación Cien de la Policía.
Otro material fue remitido a Canadá. Eran grabaciones en súper ocho, 16 y 35mm. La idea era “traducirlo” todo a Betamax, la joya de la corona de entonces. Tampoco funcionó: el hermano de Carolo, destinatario del archivo, murió. Nunca se supo en qué laboratorio quedó la memoria fílmica.
Gringos de la Metro Goldwin Meyer, con león y todo, vinieron a filmar un documental en 35 mm. Nunca apareció el documental.
Codiscos llevó equipo de grabación. Según Carlos Bueno los responsables de esa tarea enloquecieron.
Queda la memoria y la amnesia de quienes asistimos, yo en calidad de fugaz enviado especial de Todelar y como tímido activista. (Bueno, solo estuvo un rato con mi novia, pero como unos marihuaneros me la querían incautar, nos tocó poner pies en polvorosa). También sobrevive el libro mencionado, y El Pellizco, un ‘cadapuedario’ que des-orienta Carolo y que aparece cuando Dios quiere. Dios no quiere saber mucho de rock para no hacer quedar mal a ‘Nos’ Tulio.
Alucinar un festival
Carolo (22 años, entonces) había estado en peregrinación en Bogotá mercando afiches para su anárquica Caverna en el pasaje Junín-Maracaibo. El azar lo conectó con el fallecido Humberto Caballero (20 años), Álvaro Díaz Manrique, Edgar Restrepo Caro, también (Q.E.P.D.), y Manuel Vicente Peña, Manuel V o Manuel Quinto, también recogido por el silencio.
Manuel V, convertido luego en adalid de los choferes no matones y en escritor, fue el único “muerto” de Ancón: una sobredosis de cacao sabanero lo puso fuera de combate durante 15 horas.
Terminada la fiesta, Carolo, se le acercó y le dijo: «Nos vamos, esto se acabó, levántate y anda». Y Manuel “resucitó”. Por ese milagro, y el del incendio en el Chapinero bogotano, sus fans han iniciado el proceso de beatificación de Carolo. En vida, claro. Rodrigo Maya Blandón está al frente del proceso.
Cuenta otro biógrafo de Ancón, Gustavo Arenas, Doctor Rock, que los colinos bogotanos aterrizaron los ímpetus de Carolo y lo encarrilaron. Y “habemus” festival donde se dieron cita durante los tres días entre 200 y 300 mil entre curiosos, quinceañeras fugadas de la casa, enviados especiales, jipis, go-gós, ye-yés, nombres estos últimos tomados de estribillos de canciones de los Beatles.
Según la letra menuda de Ancón, la primera iluminación sobre el festival la tuvo Carolo en San Andrés en un viaje de ácido. Dice que siguió a pie juntillas ese mandato sicodélico.
Una veintena de conjuntos de música sicodélica y de protesta contaminaron el sector. Regular la calidad del sonido. A los conjuntos les cambiaban de nombre y de ropa y regresaban al escenario para prolongar la velada.
La cuota musical la pusieron bandas como La Gran Sociedad del Estado, que abrió plaza, Los Monstruos, Flippers, Galaxia, Fraternidad, Blacks Stars, Stone Free, Speakers, Ampex, Yetis, Falcons, Terrón de Sueños, y faltan datos de varios municipios.
Cincuenta años después, «nosotros, los de entonces, que ya no somos los mismos», nos tuteamos con proctólogos, urólogos y demás “ólogos” de la medicina prepagada y de las EPS. Pagamos nuestro entierro en cómodas cuotas mensuales.
Empezamos a creer que no somos tan inmortales como nos creíamos. El bisturí ha cortado apéndices que sobraban. Diversas prótesis han remplazado piezas originales. ‘Ennietecemos’ pacíficamente. Acumulamos tantos almanaques que ya no tenemos necesidad de mentir. Si mucho, aspiramos a merecer el rótulo de “señores”.
Por todo lo anterior, gracias, Ancón, por la conmoción provocada.
Fotografías:
- Panorámica del despelote. (Del libro del Festival)
- Carolo y este ‘aplastateclas’ en un almuerzo de trabajo (foto de Rodrigo Ramírez Restrepo)
Óscar Domínguez Giraldo
Nació “a temprana edad” en Montebello, Antioquia, hace 75 años.
A este libra le ha quedado tiempo para casarse bien casado y tener dos hijos de quienes disfruta aprendiendo. Es abuelo de los mellizos australianos Mateo y Patrick George, de Sofía (carioquita) e Ilona (bogotana). Como no pelechó como estudiante de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Antioquia, se hizo periodista a puro pulso.
En Radio trabajó en los noticieros de Todelar, RCN, Súper y el GRC.
En prensa, laboró en La República, Diario 5PM (Q.E.P.D.), El Espacio y las agencias de noticias EFE, Ciep (Centro Informativo El País), Alaprensa y Colprensa de la cual fue reportero político, jefe de redacción (7 años) y director (8 años).
Ha sido corresponsal de Radio Francia Internacional y de la DW (Voz de Alemania). Escribe la Columna Desvertebrada para El Colombiano, de Medellín. También escribe para El Tiempo, de Bogotá (columna Otraparte).
Libros suyos que recogen sus notas de prensa son El hombre que parecía un domingo, Columna Desvertebrada, Las Historias del Eterno Femenino, Pretextos Informales, De anonimato nadie ha muerto (memorias de un pensionado) y ¿Adónde van los días que pasan?
Procura vivir siempre en período de prueba para aprovechar su cuarto de hora. Se declara misteriosamente feliz, frase robada a Borges, su gurú.
Bogotá, junio 2021