(Mosquera, Cundinamarca, Colombia)
Por, Wilmar Montoya
Martín fue embestido salvajemente en su moto por un taxi que lo arroyó y lo arrastró un par de metros, justo después del semáforo de la séptima con 53. El rojo vinotinto de la moto se fundió con el de su sangre. Cuando la luz del semáforo cambió de naranja a rojo, tenía los ojos encharcados y la atención en los recuerdos; esos momentos que nos deja la vida grabados a fuego en nuestra memoria. Ese día, a las 10 de la mañana cuando, salió de la reunión y vio las más de 100 notificaciones en el celular, supo que el retorcijón que sintió hacer un rato en el corazón no correspondía a ningún dolor tangible.
Solo fue necesario leer un mensaje para que el resto del mundo desapareciera. El viejo se había ido. Se sentía vulnerable y desprotegido, su guía, su camino, su luz, ese hombre cubierto de pelo blanco y manos manchadas, no lo acompañaría más.
La videollamada con su hermana y su mamá fue demoledora. La muerte inesperada carga una capa de desasosiego al dolor inabarcable de comprender que la mirada cómplice ha desparecido, que los abrazos de gol no existirán más, que los hijueputazos a los políticos no retumbarán en ninguna otra elección, y que esa mano en el hombro no se posará nunca más. La muerte es el único sentido de la vida, por eso jamás la comprendemos. Después de la muerte solo quedan recuerdos.
En medio del shock del dolor, cuando Martín paró en el semáforo de la 53 y vio la cabeza cubierta de cabellos claros del taxista no puedo evitar quitarle la mirada. Las arcadas de llanto lo invadieron completamente. Si no hubiera tenido el casco puesto, su expresión habría derrumbado al más fuerte, era la cara de un niño que pierde de su protector. Petrificado en el dolor, Martín, pasó los 95 segundos del semáforo contemplando a aquel hombre y sumiéndose en su dolor. Tiempo suficiente para que Ricardo, un curtido y experimentado taxista, se llenara de odio y decidiera que era la última vez que en su vida se burlaban de él por albino.
Sobre Wilmar
Soy Wilmar Montoya y transito la edad media creyendo siempre superarla. Considero demasiado pretensioso escribir algo nuevo en el mundo en el que ya todo está escrito y por las mejores plumas. Un completo sinsentido, como esta sociedad.
Por eso, por medio de las letras, intento encontrar un espacio que habitar, un lugar para no ser en un tiempo que no llegará. La transición continua me impide describirme. En este mundo de vértigo donde todo cambia para quedar igual, hay una sensación de completo desconcierto.
Que las letras que escribo sirvan entender cómo veo el mundo y así, de pronto, encontrarme en él. Ya no soy lo que era ayer, hoy no me reconozco y para mañana falta mucho tiempo.