Iconografía: Conjunto de imágenes, retratos o representaciones plásticas, especialmente de un mismo tema o con características comunes. (RAE)
Por, Joel Cruz
La clandestinidad es la madre de todo lo esencial a nuestra alma… Surge La Bestia
Doce en punto: la campana que da el «final, final… ¡No va más!» de clase, al fin suena. La jornada fue una mierda: los únicos zapatos del uniforme tienen las puntas peladas, le acabé de abrir un hueco al Croydon izquierdo y mientras jugábamos el partido en el descanso contra los de 801… ¡Pum! Se abrió el infeliz. Aparte, le entró agua con tierra de charco; de la media blanca ratón de cocina, mejor ni hablemos.
Perdimos el juego y «por derecha», la plata de las onces. Sin papas chorreadas de hogao ni gaseosa Colombiana, los muros desgastados del claustro acentúan en su formas un pandemónium de rostro repulsivo. La profesora de ética me puso mala nota por hacerle «roscas» mientras escribía en el tablero verde y un bloque después, me tiré la definitiva de álgebra. Un viernes más bien amargo, diría yo. Noviembre es como «El día del juicio final» cuando uno no ha hecho méritos para ir al cielo; en mi caso, pasar el año en limpio. Siento un vacío en la boca del estómago que se va haciendo más grande a medida que el mes me va comiendo terreno. No soy de oraciones sinceras y los viajes con mi mamá a la Iglesia del 20 de Julio son mi calvario personal, un víacrucis de terror desde una piedad devota que debo acatar sí o sí. Si no lo hago —amenaza mi santa progenitora— voy a terminar como los drogadictos del parque al pie de la casa, vagando todo el día y escuchando en su grabadora de pilas gordas «música de mata-gatos».
Llegar a casa no será fácil: la palabrería barata de Belisario Betancur, la telenovela de rancheras y amores cursis, la comedia «Dejémonos de vainas», las noticias indolentes de desastres naturales y hombres armados dándose bala de lo lindo en el televisor, estarán ahí. Da igual, me duelen mucho menos que la correa de mi padre cuando vea mi boletín trimestral. Hoy no podré comprar afiches para que al cabo de unos días me los rompan y los boten a la basura, no hay monedas. Entre la foto ‘topless’ de Madonna que dice Playboy y la estampa tamaño familiar del Sagrado Corazón de Jesús, hay una figura de esqueleto metálico que me llama. Es feo, horrendo, tiene un hacha en la mano; arriba de la imagen dice «Killers» y más arriba, «Iron Maiden». No sé qué significan esas palabras, pero las buscaré en el diccionario. En medio de la exaltación mamaria de la voluptuosidad femenina y el yugo católico de ser culpable por toda la eternidad, yo soy un mortal que acaba de descubrir su arquetipo divino. ¿A dónde me llevará? Tal vez ahora mi espíritu sea preso de una «dimensión desconocida»…
Eddie ‘El grande’: su nombre causa miedo en los corazones de los santos
Eddie de Iron Maiden es uno de los tótems más extravagantes del siglo XX. Durante los últimos destellos creíbles de la Guerra Fría, las comunidades religiosas celebraban una apología solapada a la destrucción, a un sutil «hágannos caso o sufrirán las consecuencias» de sus discursos. La gente tenía prohibido realizar ofrendas a entes simbólicos si su credo era parecido a los rituales de la antigüedad. El mítico ser, sin embargo, perfeccionado por el artista visual Derek Riggs, adquirió un estatus de culto entre la rebeldía de los adolescentes que veían con desencanto, desde su caja de rayos catódicos, la materia fecal de la que estaba hecha ese cosmos y el cuál se sentían obligados a proteger desde lo bien portado, pese a sus múltiples contradicciones y su médula mojigata.
La publicidad entra por los ojos: no fue de extrañar que en la portada del álbum ‘Killers’, esos primeros feligreses del credo Iron Maiden, se acercaran a su ideario exterminador para profundizar y tal vez, encontrar una percepción mesiánica de su realidad sin aparente porvenir. Haciendo hasta lo imposible mediante la compra de casetes, reproducciones piratas, fotocopias o en la costumbre mejor acomodada, adquiriendo la edición EMI del vinilo doce pulgadas, este desafío directo a los proyectiles de la censura parental y eclesiástica se puso un uniforme militar, a fin de mostrarse más agresivo ante sus rivales. El antiguo y nuevo testamento de su manifiesto eran letras cargadas de misterio y venganza; instintos primitivos, antihéroes anónimos y el horror, esculpido tanto en las alucinaciones de la literatura, como encarnado con sevicia en los relatos de las ambiciones y en los excesos de poder que los noticieros transmitían entre líneas y en favor de sus propios intereses, tal como sucede ahora.
Los «himnos de alabanza y batalla» fueron encabezados por la voz áspera de Paul Di’Anno, un cantante de actitud punk que ya había incitado al metalero —aún incubado en el rock clásico— a que corriera libre, derribando los obstáculos que se le interpusieran en las narices. Maiden fue la abreviación cariñosa de este fenómeno que cambió al heavy metal desde hace más de 40 años; como sabemos, el estallido global de Eddie y su número de la bestia puso de cabeza el equilibrio mental de curas, líderes protestantes, políticos, educadores y demás santurrones en la civilizada sociedad occidental, que nos vetaban la «música del diablo» en modo dictador. Pero antes de que Bruce Dickinson brillara como el polifacético frontman de La Doncella, podríamos afirmar que Di’Anno fue quien nos dejara un evangelio: Iron Maiden es mi pastor, nada me faltará. No hay más dios que Maiden y Eddie es su profeta.
Su protagonismo estuvo limitado a dos álbumes, pero que contribuyeron sin duda a la columna vertebral del acero británico que la ola heavy usó para dar cátedra sobre los salvajes riffs de guitarra y odas al apocalipsis en el status quo del ambiente pesado. Un sentimiento que, con los años y gracias a las tecnologías futuras, arrasó con fronteras de todo tipo.
Paul Di’Anno sucumbió a los males de salud que le aquejaron por más de media vida, falleciendo en octubre 21 de 2024. Siempre fiel a sus ideales de la vieja escuela, el vocalista procuró marcar apasionadamente la estela que su talento ayudó a implantar en Maiden. Los fans, respondiendo a su valor como pionero y actor infaltable, siempre le expresaron profundas muestras de aprecio y gratitud.
La controversia sobre la agrupación formada por Steve Harris en 1975, en razón a la superioridad de su fama sobre la de cualquier otra banda (al menos de Inglaterra), es casi tan antigua como el momento en el que su nombre (tomado de un arma medieval de tortura), empezó a resonar duramente en las listas de música masiva. Haciendo mención a comparaciones, unas más agraciadas que otras, la historia del grupo es extensa, compleja y contiene sagas; al ritmo de Star Wars, si queremos ilustrarla desde el séptimo arte o al mejor ejemplo de JRR Tolkien, si preferimos la lengua escrita.
Iron Maiden poseerá nuestros cuerpos y nos hará arder en el Infierno
Los picos, las crestas y los valles que albergan cada capítulo (entiéndase como álbum) en la historia de Iron Maiden reflejan claramente las eras que el hoy veterano combo británico tuvo que atravesar para considerarse un punto ineludible en la cultura pop a tal punto, que su «estudio no formal» es obligatorio para aquél que ostente asumir el sendero de las largas melenas y la ropa oscura como una vocación seria. Claro, no existe ninguna autoridad policíaca que lo exija (sería ridículo acogerse a una medida así), aunque sí es el camino musical el que por instinto lleva al seguidor hacia esta eventualidad.
Con Bruce Dickinson y The Number of The Beast, los ingleses dieron paso a un largo ciclo de experimentaciones que le dieron papeles dramáticos y formas variadas tanto a sus canciones como a las encarnaciones de Eddie. La teatralidad del hombre cuya voz ha tenido más influencia en el grupo impregnó igualmente los episodios gráficos y en letras mayúsculas, la experiencia en vivo. Ajustados a lo veraz, el vocalista no fue el eje absoluto de estos cambios drásticos, pero sí fue estructural en su evolución.
La representación en estadios y el tour escenográfico que los espectadores de sus conciertos han podido observar por décadas establece la vigencia del culto a la Bestia, tan temido durante las vociferaciones de Tipper Gore y la ya famosa frase Parental advisory. Por su parte, una celebración general que los críticos egocéntricos llevan enviando a la tumba desde antes que el grunge estuviera de moda; en efecto, año tras año, sus afirmaciones continúan estando más del lado del chiste mal contado, que de los hechos.
Ante el crecimiento y uso indiscriminado de las plataformas virtuales, los listados con mayor número de reproducciones encabezan una especie de «Iron Maiden para dummies». No son pocos los usuarios de estos servicios que se ciñen a la sugerencia del algoritmo.
Aún con dicha tendencia, la curiosidad de las generaciones más recientes está siempre invitada a examinar las composiciones selectas de sus producciones discográficas, algunas de ellas elegidas para los gritos eufóricos de sus shows en directo y en las reediciones permanentes de sus álbumes, recreando la buena costumbre del formato físico. Escudriñando, retrocediendo y emulando coros con adrenalina bajo la piel, La Doncella tiene prácticamente canciones para casi todos los gustos y fragmentos históricos por doquier.
Iron Maiden es un tótem de la modernidad y un culto que se vive en el frenesí de lo colectivo. Largo camino se tuvo que andar para conquistar su hallazgo. El aire estaba frío, el barro hizo caos en los pies y las horas fueron eternamente de piedra. Al fin llegó la noche del 28 de febrero de 2008 en el Parque Simón Bolívar de Bogotá.
De repente, la voz grabada de Wiston Churchill predijo lo ansiosamente esperado: ‘Aces high’ levantó el vuelo de más de 50.000 personas. Con seguridad, quienes ya escribimos su comunión con La Bestia, guardamos anécdotas inolvidables en el alma. Quienes están por hacerlo, ¡prepárense para lo mejor que está por suceder en su vidas!