Por, Escritor Amargo
El viento helado mordía mis mejillas, el zumbido del viento cortado por mi cuerpo era ensordecedor y mi cabello largo y mojado se arremolinaba frenético; mis brazos extendidos desgarraban la bruma espesa y hacían ondear mi ropa, cual efigie a ese Ícaro desenfadado y alevoso, que fuera a ver su arrogancia diezmada y el ímpetu de la irreverencia desfallecer frente a un sol inmisericorde y estéril, estéril como lo son todos los dioses a quienes como críos asustados en la noche, otorgamos el poder de nuestros destinos y la custodia de nuestras almas atribuladas.
No podía recordar nada, no sabía dónde estaba ni por qué el viento era tan violento y frío, me negaba a abrir los ojos y el dolor de cabeza iba en aumento con cada segundo que pasaba; aunque eso no era del todo malo, el dolor era directamente proporcional a la cantidad de imágenes que llegaban de golpe y comenzaban a pintar un abúlico mosaico, una tesela a la vez, dando pistas, sino sentido a mi estado, a dónde podría estar.
Imágenes rotas, infames, desordenadas. Una carrera desenfrenada por una colina, aire frío y puro de montaña, pies desnudos y sangrantes, lágrimas… y luego, no lo sabía; todo era de un blanco brillante e imposible, era una sensación de vacío, de impulso, de libertad angustiante… un salto.
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Eso era, empezaba a recordarlo. Me hallaba corriendo cuesta abajo por la ladera de una montaña ignota e inexpugnable como una fortaleza, llorando, llenando mi pecho con el perfume de la libertad y el angustiante vacío de un adiós nunca dado, de un círculo sin cerrar; corría, corría para mitigar el dolor, corría con los ojos anegados en lágrimas de amargura, desespero y desangelo, y al final, salté. La caída parecía haber sucedido en una franja sin tiempo ni espacio, se prolongó por eras infinitas y por las vidas de tantos hombres como guerras ha tenido el mundo; caía sin caer y me desconecté completamente de mí mismo, con el cuerpo abandonado al viento y al vacío del acantilado. El fatídico final se aproximaba contundente y certero, como un arma disparada con ensañada premeditación, con el ansia del depredador agazapado en las sombras, o eso parecía. Todo era familiar y nuevo a la vez, estaba cayendo, aunque presentía que no era la primera vez… pero, ¿Por qué?
La caída continuaba, y el miedo pasó a convertirse en curiosidad avasalladora, de esa que reconcome cada pensamiento con angustia y culpa por sentir temor de abrir los ojos y enfrentar lo que sea que se cruza en nuestro camino; básicamente la angustia y culpa que nos regala la vida cada día a cada instante, cuando comprendemos que somos nosotros mismos los carceleros del alma, los verdugos del espíritu y los jueces imbéciles de los sueños que marchan desahuciados al patíbulo de la monotonía.
La caída continuaba y la curiosidad se hacía más y más grande, mis labios empezaron a sangrar cuando mis dientes se hundieron con determinación en aquella carnosidad agrietada y reseca por la brisa de las montañas que eran mis labios y el sabor ferroso, junto a los efluvios gloriosos de mi sangre tibia, me dieron la fuerza y el reconfortante empujón de abrir los ojos en el arrebato del valor desesperado… así, entonces abrí mis ojos como platos, como si la sorpresa fuera más lejos de lo que la limitada comprensión humana alcanza y lo vi, vi el significado del todo en el todo, para finalmente con un sordo golpe, dejar el todo en la nada, con un una sonrisa demente y el sonido apagado de un golpe.
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Oscuridad total, silencio absoluto… ¿Por cuánto tiempo? Es imposible saberlo, la percepción del ser humano es tan simple y estúpida como su sentimiento de superioridad, la ceguera que le ha causado sus sofismas le ha hecho presa de un bucle de inconsciente demencia. ¿Cuánto tiempo? Es una pregunta sin respuesta; pero, si existiese alguna escala intangible e incomprensible, esta se prolongó y expandió como una mancha de tinta en un pergamino, y cuando terminó de hacerlo, la vacuidad densa e imperturbable que me envolvía, empezó a fragmentarse con rayos de luz tibios y amables, con sonidos distantes y dulces, con caricias frescas de rocío estival en mi cuerpo, la vacuidad de esa noche eterna, empezó a retirarse sin objeciones y sin amenazas, lo hizo como una ola que abraza a la playa y luego se marcha.
El viento cargado de perfumes otoñales llenaba cada fibra de mi ser, y la humedad de la tierra empezaba a saciar la sed de eras incontables, las dudas se despejaban y pronto todo empezaba a importar muy poco, cada vez menos, hasta dejar de importar completamente.
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¿Qué había pasado? Era imposible de explicarse en toda su extensión, pero el último acto de valentía, de amor propio y determinación, habían llevado el hartazgo de la vida y el sin sentido de las acciones de un hombre abandonado, a terminar todo en un plano, para recomenzar en otro; los recuerdos empezaban a irse, el dolor era abrazado por la obliteración de la simpleza y mi alma, si es que alguna vez tuve una… estallaba en una despedida de agradecimiento, mientras el botón de mi cuerpo se abría jubiloso, para revelarme como una hermosa dalia en un jardín.
Fui cortada de tajo esa mañana, un dieciocho de noviembre del año treinta y ocho y puesta en un jarrón de hermosos labrados, estuve allí y desde la ventana contemplé varias puestas de sol, mientras mi vista se nublaba conforme pasaban los días y finalmente marchité cuando comprendí por qué toda esta sensación me era tan familiar, no era mi primera vez. Ya mustia y con mis pétalos ennegrecidos, fui arrojada al cubo de basura del callejón y me abracé a la oscuridad una vez más, para continuar el ciclo, en otra vida, en otra realidad, en la perpetua transición de las almas, en caída libre.