Por, Jorge Holguín(Pyngwi)
Dirigido a la comunidad internacional:
¿Quieren saber lo que sucede hoy en Colombia?
La situación, a pesar de su complejidad y sus hondas raíces, por momentos parece una charada que nadie puede resolver, algo tan clásico como el: «Blanco es gallina lo pone».
Pero antes de hablar del resultado del enigma y para entrar en contexto, debo manifestar que es claro que este asunto, aparentemente indescifrable, entraña el mismo problema que padecen muchos países del mundo, en donde inequidad se confunde con desigualdad, y donde la corrupción y desconfianza generalizada en las instituciones oficiales se entrelazan creando pánicos colectivos que polarizan en extremo. Este conjunto de rabia mezclada con impotencia, que contagia a un gran sector de la población, especialmente a los jóvenes, es el que termina manifestándose hoy en las calles de muchos rincones del planeta.
En Colombia tenemos un factor particular e infortunadamente endémico que atraviesa nuestra historia durante cerca de medio siglo y es la columna vertebral de todo el conflicto social que experimentamos, creando un arma de dos aristas con filos muy agudos, en donde la situación también tiende a parecer un logogrifo, que al resolverse arroja como respuesta: EL NARCOTRÁFICO. El gran negocio del ‘realismo trágico’ colombiano, que con su varita negra y puntas blancas crea riquezas, lava y legaliza activos de la noche a la mañana; y que simultáneamente crea pobreza, abandono, miseria y por ende violencia.
Para nuestra mala fortuna, este negocio siempre ha tenido dos caras: una “buena” y una “mala”. El narcotráfico ‘bueno’ financia al Estado, el otro financia protestas contra el mismo Estado. Dependiendo quien lo presente o lo califique, uno y otro financian candidatos de derecha y de izquierda, guerrillas, vándalos, paramilitares, delincuentes comunes, civiles armados, medios de comunicación, a la policía, las fuerzas militares, los organismos del control, a las iglesias, la registraduría, a corporaciones, empresarios, jueces, artistas, entidades sin ánimo de lucro, indígenas, campesinos, hangares de bases antinarcóticos ubicados hasta en el Aeropuerto Internacional El Dorado.
En fin, los colombianos nos damos el triste lujo de tener un narcotráfico equilibrado y empatado que hace apología a los que rezan y luego pecan, una condición digna de todo un tratado filosófico que se podría recopilar en casi 200 años de historia de una patria que nació boba y desprovista de todo orden institucional. Somos el país del traqueteo, un espectáculo dantesco donde todos terminamos como narcos; unos criminales y otros virtuosos e intachables, cómplices directos e indirectos, untados desde la nariz y los bolsillos, desde la indiferencia, la abstención al voto y la desconexión aterradora con el país, hasta la caridad, la voluntad y la solidaridad. Casi nada se salva, ni la misma conciencia.
En este escenario, las tensiones ebullen como caldo de cultivo de una división profunda de ideales, pero en el trasfondo todo se sostiene por la misma base, por esos dos narcotráficos: el legal y el ilegal, el prohibido y el consentido, el admitido y el censurado. Un narcotráfico real y otro que no existe, una contabilidad real y otra que llevamos por debajo, porque la única forma viable de sostener cualquier negocio en Colombia es evadiendo impuestos, diciendo mentiras, mostrándole un balance contable a la Dirección de Impuestos y Aduanas Nacionales – DIAN – y escondiendo el oficial, el que nos permite hacer las cuentas reales para continuar sobreviviendo en una de las tierras con mayores riquezas naturales –y de todo tipo– del planeta; la ironía de la ironía.
Sin excluir a nadie, todo el que posea un pasaporte, una cédula de ciudadanía, un registro civil, y hasta los “ene enes”, porque sí que es este un país donde abundan los no reconocidos, no solo por el Estado, sino por la nación entera: acá todos tenemos velas en el entierro.
Estamos obnubilados por la abrumadora diversidad que poseemos, la misma que nos ha enloquecido tal vez, convirtiéndonos en un pueblo incapaz de reconocerse a sí mismo y que ha vivido engañado por su propio reflejo y poseído por la paranoia, creyéndose el más feliz de la tierra, drogado por un exceso de serotonina tropical que llegó al punto de hacernos perder la empatía y que nos hace actuar como si tuviéramos siempre la razón, todo con tal de poder justificar nuestros actos: que pueden ir desde los más cándidos e ingenuos hasta los más indignantes y atroces.
Colombia es, entonces, más que un narco-estado, la expresión genuina de la narco-cultura fratricida que anida en la psiquis de todos los que vivimos en este «platanal», como la llamamos ocasionalmente con ternura y cariño; un ‘patacón pisao’, donde todos, hasta la persona más ilustre y respetada, la más buena y generosa, y hasta el más ignorante e ingenuo, somos acreedores de un negocio que tiene enriquecidos a países enteros, como en los que algunos de ustedes residen, y en donde pueden gozar de ciertos privilegios gracias a esta empresa pujante, verraca, echada pa’lante y, sobre todo, exportadora de todas las bondades hasta acá expuestas.
Aquí Dioniso y Baco, caras de la misma moneda, deidades griega y romana, respectivamente, dioses de la vid y del vino, pero también de la fertilidad, de la agricultura, de la música, del teatro o de la liberación de la propia personalidad a través de diferentes ritos iniciáticos, se han convertido en los dioses de la cocaína o de cualquier estupefaciente. Una de las razones más fuertes por las que a muchos de ustedes les encanta venir a visitarnos es porque dentro del territorio nacional colombiano estas abominables para unos, pero adoradas sustancias para otros tienen precios irrisorios e inverosímiles, que permiten al menor costo posible las mayores orgías sensoriales para aquellos que tienen algún excedente de dinero y, seguramente, alguna carencia o búsqueda personal o espiritual.
Somos la cuna de lo que he denominado en el encabezado de este escrito: narcotráfico zen o narcoyin- yan, que evoluciona y se diversifica, dejando a su paso muertos malos y muertos buenos, gente de mal(as) y gente de bien, títeres malos y títeres buenos; aquí no hay realmente dos bandos, pero nadie se pone de acuerdo. En lo único en que me atrevería a decir que coincidimos todos es en que aquí no hemos tenido gobiernos ni congresistas buenos o malos, sino perversos.
¿Quién nos está matando? No lo sabemos, ya lo decía Jaime Garzón en 1993, un pensador que nos arrebató la turbulencia de esta historia narcotizada. «Los guerrilleros, los narcos, los paramilitares, los políticos, las fuerzas armadas…o todos», debemos tener un récord igualmente inimaginable de homicidios impunes, sin embargo, esas cifras no me competen.
Pero tranquilos, basta con que vengan influencers o comitivas de Derechos Humanos a documentar lo que sucede, o con que la selección de fútbol gane un lánguido partido ambientado con bombas molotov y gases lacrimógenos para que la tragicomedia colombiana siga su insensible curso. Aquí pase lo que pase, siempre estaremos felices y terminaremos de fiesta; por algo ostentamos ese galardón de ser el «país más feliz del mundo».
Les digo esto con el mayor respeto: ‘el riesgo es que se quieran quedar’.
No soy nadie para emitir conceptos ni desarrollar teorías sobre lo que sucede en mi país, escribo esto como un espectador interno algo angustiado, para que ustedes, que nos ven cómodamente desde afuera se hagan su propio criterio.
Solo soy un modesto anarquista spenceriano que, como Borges, cree en el individuo y no en el Estado, con algo de la multiplicidad de Pessoa y la felicidad del colombiano.