«Era perfecta. En verdad, pude haberme quedado para siempre a su lado»
(Huamantla, Tlaxcala, México)
Por, Mónica Romero
Ella siempre fue inesperada, misteriosa, cautelosa y demasiado fría. Bueno, eso es lo que todos podrían decir de ella, aquellos que no conocen su verdadero ser. Yo solo me limitaré a decir que ella es más de lo que alguien podría merecer.
Cuando nos conocimos nunca imaginé que podríamos escribir una historia juntos, que tomaría mi mano, sanaría mis heridas, me llevaría a casa y se quedaría a dormir en mi cama; aquella mujer me tocó el alma.
Ella me eligió, no como un amante sino como compañero de vida. Fui testigo de cómo, debajo de ese disfraz de mujer fuerte, había una niña demasiado herida, que a pesar de sus miedos, decidió amarme con todas sus fuerzas.
Pero me equivoqué, me equivoqué demasiadas veces con ella. Solo lloraba, secaba sus lágrimas, se tranquilizaba, me decía que me amaba y arreglaba todo en nuestra vida. Era perfecta. En verdad, pude haberme quedado para siempre a su lado.
Un día la invité a vivir conmigo, me dijo que sí. Aún la recuerdo llegando a casa con su maleta rosada y cómo su presencia llegó a darle color a mi casa y, por supuesto, a mi vida. Tiempo después, en una cena, ella me confesó que estaba cansada de ser siempre quien diera solución a las cosas que no funcionaban. El cansancio no solo se le notaba en las palabras, también en los ojos y en el alma. Yo me comprometí a que sería mejor por los dos, pero eso nunca ocurrió.
Me equivoqué una vez más, esta vez fue algo que ella no pudo controlar. Lloró y lloró entre mis brazos, vi cómo esa mujer tan fuerte se quebraba en mil pedazos; pero no dijo nada solo, se quedó ahí recostada a mi lado.
Al siguiente día me dijo que estaríamos bien, que solo le diera un poco de tiempo para reponerse. Respondí que sí, que yo estaría ahí. Al fin y al cabo, yo era responsable de esa enorme herida. Pasó el tiempo, al parecer todo funcionaba nuevamente entre nosotros. Me sentí feliz porque lo que parecía el fin nos había fortalecido. Pensé que ya no podría equivocarme nunca más.
Llegó el día de mi cumpleaños, lo festejamos en casa. Me preparó la cena más deliciosa de toda mi vida. Bebimos vino. Esa noche me hizo el amor como nunca. Desperté y ella no estaba en la cama, la llamé y no recibí respuesta, la busqué entre la oscuridad y estaba vacía. Encendí la luz rápidamente, la busqué por todo el lugar. Era real, no estaba allí. Fui al closet, su ropa había desaparecido junto con su maleta rosada. Me había dejado.
Entonces, todo cobro sentido. La última vez que secó sus lágrimas y que apagó su dolor se estaba preparando para irse. Abundó su silencio, pero solo fue para alistar su partida. Aquella última cena fue nuestra despedida.
El día de la desgracia había llegado. Ella se había marchado para siempre de mi vida. Quise buscarla, pero qué derecho tenía después de ocasionarle tantas heridas. A estas alturas ya no sé si tome la mejor decisión; pero sí sé que me rendí con mucha facilidad por una mujer que valía todo en esta vida.
Cuando abunda el silencio puedo escuchar su risa, su aroma sigue impregnado en mi almohada y la casa la siento demasiado vacía.
Fui tan cobarde por dejarla ir y no demostrarle que yo podía ser ese hombre que la hiciera feliz. Solo me queda rogar al cielo para que un día la cruce de nuevo en mi camino. A veces visito sus lugares favoritos con la esperanza de volverla a ver; sin embargo, no he tenido éxito alguno.
Esperaré con mi cigarrillo encendido, mientras consigo el valor de ser esta vez quien solucione el desorden que interpuse con aquel bello ser.
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