«Número 3 manejaba una vieja y destartalada camioneta; número 2, de copiloto, buscaba la ruta más rápida posible»
(Mosquera, Cundinamarca, Colombia)
Por, Wilmar Montoya
La isla se presentaba majestuosa desde la escotilla del avión. Oteando el panorama vislumbré un edificio alto y se lo marqué al equipo en el mapa. El cálculo para un aterrizaje rápido y efectivo no podía tomar más de un par de segundos. Fui el primero en saltar y guiar el escuadrón. Una lluvia de paracaidistas irrumpía en el paisaje, no había tiempo que perder. Aterricé en el techo del edificio principal, mis dos compañeros lo hicieron en un edificio contiguo. Tomé una pistola y bajé a toda prisa por las escaleras. Un ruido en el segundo piso me detuvo, en sigilo avancé cautelosamente. Tres disparos en la cabeza y pecho. La primera baja de la ronda y un estupendo rifle. Me encontraba en estupenda forma.
El radio se activaba y mi equipo me notificaba de la actividad, había un escuadrón ingresando al edificio. Sigilosamente me ubiqué tras ellos. Los disparos rompieron la falsa calma y la primera baja de ellos los hizo apresurarse por las escaleras donde los esperaba. La emboscada fue perfecta, habíamos aniquilado a un escuadrón completo. Una revisión rápida de nuestro estado de salud, municiones y armas. Número 2 marcó el siguiente punto en el mapa: una zona desértica y próxima con una bóveda atestada de armas de la mejor calidad posible. Un punto de aprovisionamiento tan estratégico como peligroso. El tiempo apremiaba, una nube de toxicidad se propagaba por la isla.
Número 3 manejaba una vieja y destartalada camioneta; número 2, de copiloto, buscaba la ruta más rápida posible. El capó de la camioneta no me brindó ninguna protección cuando una lluvia de metralla nos atacó sin previo aviso. Un par de disparos me rozaron. La camioneta fue a dar contra una casucha abandonada. Bajamos a toda prisa y disparando sin tener del todo claro de dónde provenían los disparos. Guarecidos en esas enclenques paredes de madera aguardamos en silencio con la esperanza de identificar el origen del ataque. Un escuadrón bajaba por la montaña y otro con solo dos miembros visibles nos atacaba desde el río. Salimos en búsqueda de la cima, la altura brindaba una posición estratégica única. Establecimos el orden en el que atacaríamos al escuadrón y salimos a por ellos. Las balas zumbaban sobre mi cabeza y se estallaban contra los restos de la casa que hasta hace poco nos servía de guarida.
El primer enemigo marcado cayó con prontitud. En fila nos encaminamos por el segundo. La munición del rifle se agotó, la pistola siempre efectiva en la media distancia me permitía disparar mientras corría en búsqueda de altura. El segundo enemigo cayó presentando mayor resistencia, los tres presentábamos alguna herida. El tercer miembro de ese desecho escuadrón corría y fue presa fácil de nuestro francotirador. Un solo disparo y otro escuadrón masacrado.
La alegría fue efímera, el escuadrón del río se apropió del viejo camión y arrolló sin clemencia alguna a número 2. Número 3 en la cima de la montaña y yo en la falda, la situación no podía ser peor. Tenía el rifle y la pistola descargada, la escopeta a la distancia es inútil. Corrí hasta que la energía me lo permitió. Mientras recargaba, veía la cortina de humo tóxico cerrarse sobre nosotros. Un suspiro y a correr, las balas del fusil se agotaron rápidamente. Número 3 herido clamaba por mi ayuda. La duda entre salvar a mi compañero y responder al fuego me aturdió. La indecisión es fatal y un par de balas me impactaron con precisión, me arrastré buscando refugio, pero ya todo era inútil. Numero 3 había caído. Mi refugio estalló y mi muerte no se hizo esperar. Fue el final de la partida. Quedamos de 25.
Sobre Wilmar

Soy Wilmar Montoya y transito la edad media creyendo siempre superarla. Considero demasiado pretensioso escribir algo nuevo en el mundo en el que ya todo está escrito y por las mejores plumas. Un completo sinsentido, como esta sociedad.
Por eso, por medio de las letras, intento encontrar un espacio que habitar, un lugar para no ser en un tiempo que no llegará. La transición continua me impide describirme. En este mundo de vértigo donde todo cambia para quedar igual, hay una sensación de completo desconcierto.
Que las letras que escribo sirvan entender cómo veo el mundo y así, de pronto, encontrarme en él. Ya no soy lo que era ayer, hoy no me reconozco y para mañana falta mucho tiempo.