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‘Epifanía’ (Narcocracia): la revelación tardía de una mano entrenada


Por: Olugna | Fotografías de apoyo: Laboratorio Amarillo


Entre sus dedos pulgar e índice sostiene la barbera eléctrica que desliza con cuidado sobre la cabeza de su cliente. Una estrella va tomando forma sobre el lienzo de cabello negro. José encontró en la barbería un arte al que dedica su tiempo completo en Aguachica. Conforme su negocio creció, su reputación también lo hizo.

Fotografía: Laboratorio Amarillo – Aguachica, Cesar

Sus dedos pulgar e índice aprietan el grip; el anular y el meñique sirven de trípode para su máquina tatuadora. Es una flor bastante grande la que está dibujando sobre el muslo izquierdo de la chica que ha confiado en él. Cuervo demuestra su talento en una convención celebrada en Cesar.

Fotografía: Laboratorio Amarillo – Aguachica, Cesar

Entre los pulgares e índices de ambas manos solo hay espacio para el hilo que pronto se convertirá en una mochila de material reciclado. Gabriel nació en la comunidad indígena zenú asentada en San Basilio de Palenque. Heredó de sus ancestros la cultura, la tradición y la destreza para el tejido.

Fotografía: Laboratorio Amarillo – San Basilio de Palenque, Bolívar

Su índice extendido se mantiene alerta; los demás dedos sostienen la empuñadora del fusil. Le dijeron, cuando fue enlistado, que en el monte se haría hombre; que su deber era, como el de los chicos que ese día reclutó el ejército, defender la patria y convertirse en un héroe orgulloso de dar su vida como tributo. Pudo haber sido la suerte de Jorge, Francisco o Gabriel.

Fotografía: Contexto Media

Julián interpreta una guitarra acústica desgastada. Su dedo medio sobre la cuarta cuerda, en el segundo traste; el índice presiona la segunda en el primero. Es un arpegio firme y solemne. Los acordes en Do menor convergen en una tonalidad que rinde homenaje —desde los sonidos tradicionales— al campo, a esa fracción del país marcada por el conflicto. En una cotidianidad fracturada por la huella de la violencia, la música construye un escenario donde la esencia de la ruralidad permanece al margen de la profanación de las armas y los uniformes.


La lentitud de la melodía inicial define también una intención. Es una canción para contemplar en silencio, para sacudirse de los titulares e intentar escuchar la versión —una poco difundida— de la guerra desde la perspectiva de uno de sus protagonistas; uno sin nombre, sin rostro y sin origen definido, pero que encarna esa voz que no nos llega, la de aquellos que protegen una patria que los ignora o defienden un ideario que, al final, tampoco los representa.


‘Epifanía’ construye un relato que en Colombia es un lugar común, pero no por ello poco doloroso. La voz coral, interpretada por los cuatro integrantes de Narcocracia, se une al sonido recreado por la guitarra acústica: un lamento apacible y ceremonioso que rinde tributo a las vidas que han sido entregadas al conflicto y a aquellas que, sin conocer la muerte, fueron privadas de cualquier deseo de vivir. Leandro, Héctor, Julián y Alexander tienen sus ojos cubiertos: el retrato de un país que no ha sido capaz de leer en voz alta su propia tragedia.


Como la vida en los municipios —imperturbable y pausada cuando la violencia se mantiene alejada de sus hijos—, la introducción de ‘Epifanía’ transcurre con tranquilidad a lo largo de 50 segundos. Los sonidos autóctonos reciben con naturalidad al heavy metal: una transición que evoca cómo las estridencias empezaron a narrar ese país que ha sido usado como campo de batalla. La voz aguda de Fabián Galindo, vocalista de Holyforce invitado a participar de ‘Epifanía’, asume el rol de un cronista que narra la vida que dejan atrás los jóvenes arrebatados por la guerra.


Los segmentos instrumentales sirven de antesala a cada estrofa. La agudeza de la voz se desgarra progresivamente: un escenario teatral cuyo telón se abre lentamente para pasar del lamento a la ira. Con la violencia como trasfondo constante, los sonidos extremos han encontrado en ella uno de sus impulsos más prolíficos. Entre el dolor, la impotencia y la rabia se produce un instante revelador en el que las vendas caen, la realidad sacude y deja al descubierto las heridas y cicatrices de la guerra. No hay marcha atrás: la epifanía destapa los cadáveres y desentierra sus historias.

La delicadeza trazada por los ritmos tradicionales, la elegancia del heavy metal y la solemnidad de la letra no son suficientes: la historia de Colombia debe ser contada con la misma furia con la que fue escrita. El groove, en ‘Epifanía’, se encarga de completar el relato de ese soldado que abrió los ojos demasiado tarde. La voz aguda del comienzo se transforma en screams crudos que juegan, al mismo tiempo, con lo simbólico y lo descarnado.

La rabia, en ‘Epifanía’, es también desahogo. La velocidad que adquiere la canción, los segmentos instrumentales prolongados, los solos de guitarra de Alexander Piraban —el segundo integrante de Holyforce que fue invitado—, las intervenciones rasgadas de Leandro y los primeros planos a sus facciones dibujan el rostro desfigurado de un país que, desde siempre, ha sido profanado.


La ópera trágica e intensa que dirige Narcocracia en esta pieza con que cierra el ciclo de ‘Triunvirato’ se extiende por ocho minutos. Es convulsa, como la guerra que retrata. La sangre, en Colombia, no ha dejado de gotear. La revelación tardía duele, pero las manos inocentes —que podrían ser las de José, Cuervo o Gabriel—, forzadas a disparar, flagelan con mayor fuerza.



Sobre Olugna

Cada crónica es un ritual. Quizás suene demasiado romántico, pero así es. Así soy yo, complejo y trascendental; sensitivo y melancólico, pero entregado a una labor que, después de algunos años, me ha abierto la posibilidad de vivir de mis dos grandes pasiones: la escritura y la música. A la primera me acerqué como creador, a la segunda –con un talento negado para ejecutarla– como espectador.

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