(Medellín, Antioquia, Colombia)
Por, Sebastian Aguirre Duque*
Luego de un par de semanas de haberse terminado la cuarentena obligatoria decretada por las autoridades nacionales, en mi caso colombianas, el paulatino regreso a las actividades y la reactivación económica. Y tras observar el cómo se ha dado ese retorno al ‘ejercicio’ de la ‘cotidianidad’, porque no quisiera caer en el eufemismo de llamarla ‘nueva normalidad’, y el cuán rápido fue la adaptación de las comunidades a las nuevas dinámicas establecidas a partir de todo lo sucedido en alrededor de seis meses de aislamiento obligatorio (o lockdown, por su connotación en el inglés, que me parece muy acorde a la realidad que se vivió en aquel tiempo) y todas las consecuencias que consigo ha traído la pandemia (no está de más recordar que hablo de la COVID-19). Situación que en igual medida se ha dado, según la prensa, en otros contextos de otros países.
Me ha resultado muy sorprendente, por no decir inquietante, la rapidez con la cual la comunidad ha asumido el ‘paulatino’ regreso a la ‘cotidianidad’. Observo cómo, en cuestión de unos pocos días, gran cantidad de actividades, ejercicios y prácticas laborares, económicas y sociales han sido retomadas. Cómo los diferentes tipos de trabajos y negocios, para alivio, afortunadamente, de quienes no habían sido muy favorecidos por las cuarentenas obligatorias, se reactivaron a toda marcha, y al paso de una semana se sentía como si nunca hubieran parado y no hubiesen sido afectadas en gran medida, o al menos eso se aparenta superficialmente, pues para nadie son un secreto las devastadoras consecuencias que trajo para todos los sectores el abrupto y prolongado cese de sus actividades. Cómo, con una aparente facilidad, las personas volvieron a sentirse a gusto yendo a ‘juniniar’ (un término muy tradicional de Medellín, Colombia para lo que ahora se llama ‘ir de shopping’), ir a pasar una tarde en un restaurante o volver a, como la llamaron en una estación de radio, la caza de nuevos o buenos lugares para comer o tomarse algo (un café, una cerveza, unos tragos o simplemente cualquier bebida). Cómo, con tanta comodidad, las personas volvieron a reunirse entre amigos o colegas a compartir un tiempo de dispersión, volvieron a los eventos sociales, cumpleaños o celebraciones de cualquier tipo, o simplemente a visitar a algún ser querido para volver a verse, luego tantos meses, sin una pantalla de por medio.
Las prácticas que enuncié líneas arriba, debido a la constitución misma de los seres humanos como seres sociales, como comunidades capitales o globalizadas que requieren de atender a unos mínimos de trabajo y obtención de bienes para el disfrute de sus necesidades básicas y algunos gustos adicionales, deben, sin duda, hacer parte de la eufemística ‘nueva normalidad’ que la COVID-19 ha obligado a la sociedad. Sin embargo, lo que me ha sorprendido y me ha causado una gran inquietud, es la facilidad, igual de acelerada, con la que las personas han comenzado a dejar a un lado las diferentes recomendaciones para la prevención y contención del virus (virus que, a propósito, ocasionó una pandemia). Ver que las personas de nuevo se sienten a gusto en las aglomeraciones. Ver que desisten del uso de la mascarilla (o nasobuco, como prefiero llamarlo por el origen del término y la admiración que me inspira), elemento que en el dialecto de mi región no se llama así (mascarilla) sino ‘tapabocas’, pero que, por asuntos de la constitución que al ser humano da el lenguaje, prefiero llamarlo mascarilla, de manera que implique su correcto uso. Ver que no prestan atención a la constante higienización de las manos. O que no han reducido de sus prácticas, la costumbre de llevarse las manos permanentemente a la cara, especialmente a la boca, cuando están en la calle.
Ver que todas estas medidas son ‘acatadas’ por las personas únicamente cuando se les está observando (al ingreso de centros comerciales, bancos o supermercados) o para evitar una sanción por las autoridades (en Colombia es sancionado por el Código de Policía y Convivencia), más no porque realmente las consideren prioridades en la preservación de su salud y la vida misma; y la enorme velocidad con la cual las comunidades han intentado volver a realizar sus ‘cotidianidades’ como se hacían antes del acontecimiento de la pandemia, me ha generado la percepción de que existiera la máxima común de que con el fin de la cuarentena obligatoria todo, absolutamente todo, lo relacionado al virus hubiese dejado de existir como por arte del chasquido de los dedos o, en este caso, por la firma y publicación de un decreto.
Así pues, me ha surgido, en reiteradas ocasiones, el interrogante de si ‘¿con el fin de la cuarentena obligatoria (o del lockdown), se acabó, también, el virus?’
Me cuestiono si esta ‘desaparición del virus’, lo llamaré de esta manera, corresponde a una ingenua sociedad que no es consciente de la trascendencia del virus y los peligros que este representa; si la ‘desaparición del virus’ se da en una sociedad carente de la mayoría de edad kantiana, la cual necesita de un ‘adulto’ que le supervise y le recuerde la existencia de los peligros que acarrea el virus; si el cumplimiento de la cuarentena obligatoria se dio meramente por cumplimiento de una ‘imposición’ de los gobiernos, más no por un verdadero interés de protegerse del virus: o si, simplemente, es una exageración de quienes aún creen en el virus y le temen.
*Filósofo de formación. Libre pensador e inquieto por el conocimiento. Oriundo de Medellín, Colombia.
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