La historia de La Libélula Dorada: el teatro bogotano donde los hermanos Álvarez transformaron el agua y el aire en arte, ilusión y libertad
Por: Gatta Negra
Existe un teatro en Bogotá donde la vida nace del agua y asciende en alas hacia el aire libre. Enclavado en Teusaquillo, este espacio es símbolo de la imaginación y la persistencia artística. Hablamos de La Libélula Dorada, el santuario de la imaginación forjado por las manos y la mente de dos titiriteros legendarios: los hermanos César Santiago e Iván Darío Álvarez. Su trayectoria no es solo una suma de montajes; es un acto de fe ininterrumpido en el poder de la ilusión.
Los arquitectos de la fantasía: César y la alquimia, Iván y el verbo
La Libélula Dorada no nació de un solo genio, sino de la simbiosis perfecta de dos espíritus. César Santiago Álvarez (1951-2024) Bogotá, Colombia, pionero del teatro de títeres en Colombia, fue el maestro de la animación, el artesano de la magia escénica. Era él quien poseía la habilidad casi chamánica de dar vida a la materia inerte: sus manos eran la pulsión y el alma del títere. Él mismo confesaba haber sentido el llamado desde niño, cuando sus primeros muñecos hablaban por él, un “Delirium” que lo predestinó a ser titiritero. Su vocación se centró en la plástica, en la construcción y el movimiento, logrando que el comulgante (el espectador) creyeran sin reservas en la existencia del muñeco.

En contraste, Iván Darío Álvarez (1956) Medellín, Colombia, encarnó al juglar y al director. Su formación y experiencia fueron más allá del retablo; tuvo un llamado juglaresco que lo llevó a girar por Europa con agrupaciones como El Circo de los Muchachos de España. Esta visión global y la disciplina del arte escénico alimentaron su rol como creador de los textos, director de las obras y adaptador de narrativas, como la que realizó para la obra La peor Señora del mundo. Iván Darío aportó la ironía fina, el humor social y la visión pedagógica, cimentando la ética de la imaginación que define a la Libélula.
El origen poético de un delirio juglaresco
La historia oficial data de 1976, el año en que los Álvarez le dieron forma a su Delirium Titerensis. Concibieron el nombre del teatro como un manifiesto: la libélula, naciendo en el agua (símbolo de vida) y volando en el aire (símbolo de libertad), resume la virtud creativa de quienes se dedican a la ilusión. Bajo esa savia poética, sus obras se convirtieron en clásicos, trascendiendo la mera recreación infantil para tocar la fibra de todas las edades. Montajes como ‘La rebelión de los títeres y los héroes que vencieron todo menos el miedo’ (su primera obra en 1976), ‘Gárgola y Quimera’ (2017), ‘La Peor Señora del Mundo’ (2019) ‘Ese Chivo es Puro Cuento’ o ‘El Dulce Encanto de La Isla Acracia’ no solo divertían, sino que enseñaban una pedagogía y una ética de la imaginación.

La trinchera del aire libre y la persistencia del agua
Pero la permanencia en el arte, a menudo, exige la obstinación de un cruzado. Para la Libélula Dorada, el obstáculo mas formidable no fue la indiferencia del público, sino la lucha por tener un techo. Los hermanos Álvarez libraron una larga batalla que se extendió por casi dos décadas, entre 18 y 20 años, para materializar su sueño de un centro cultural propio.
Finalmente, en 1995, el esfuerzo se materializó en su sede de Teusaquillo, un escenario idóneo con capacidad para 150 espectadores, que inmediatamente se convirtió en un referente sociocultural, un logro reconocido ese mismo año con el Premio de Solidaridad de la Fundación Alejandro Ángel Escobar. El teatro había echado raíces profundas, transformando la necesidad en solidez. Este espacio, abierto a la diversidad artística, demostró que la libertad creadora es también una forma de resistencia.

El legado multiplicador y el vuelo perpetuo
La influencia de César e Iván se extiende como una red de hilos invisibles que maneja a la nueva generación de titiriteros colombianos, siendo inspiración para muchos artistas. Su arte, reconocido con premios como la Beca Rayuela en 2015, se basa en una premisa mágica: el grado sumo de la comunión escénica es cuando el espectador, el “comulgante”, cree que el títere ha adquirido vida propia, un acto supremo de magia.
Su vocación por la difusión cultural no se detuvo en las tablas. Los hermanos Álvarez fundaron el Festival Internacional de Títeres Manuelucho, un encuentro que cada año convierte su sala en un nodo global, reuniendo a maestros del genero y consolidando a Bogotá como capital titiritera.

Incluso cuando la pandemia forzó el cierre de telones, su espíritu no se doblegó. Se adaptaron con la disciplina de la sobrevivencia, grabando sus obras con tecnología de punta y manteniendo la llama viva a través de portafolios virtuales.

El vuelo, sin embargo, conoció un quiebre en su ritmo terrenal. El 7 de noviembre de 2024, el corazón de César Santiago Álvarez cesó su animación final. El mundo del teatro despidió a la maestría de las manos que dieron vida a incontables personajes. Pero su partida no clausuró la obra. El legado de la Libélula Dorada, esa metáfora de vida y libertad, permanece firme bajo la batuta de su hermano Iván Darío y la familia Álvarez. Los hilos que César manejó ahora son invisibles, pero su trazo poético sigue moviendo la inmensa marioneta de la imaginación en el Teatro de la Ilusión.

Gatta Negra: alquimista de la tinta y el verso
Con la sensibilidad de una visionaria, esta editora, faro y brújula de la revista, no escribe: teje universos en el tapiz del tiempo, hilando la madeja entre lo terrenal y lo onírico. Se adentra en el mantra de las letras para capturar la esencia fugaz de la existencia. Es una tejedora de sueños despiertos. Cada artículo es un conjuro, donde sus manos no escriben, sino que cincelan narrativas, uniendo la arcilla de lo real con el oro de la imaginación. El ritmo de su pluma es regocijo que se encuentra con la armonía secreta del universo, es la chamana que invoca la historia: busca la verdad desnuda de la vida y la viste con el ropaje de la alta poesía.
Su santuario es el diálogo entre la palabra escrita y el diapasón de la música. En la quietud de la noche, bajo el ojo lunar, sus sagrados cómplices de nueve vidas la observan, mientras ella da forma a la autenticidad que yace latente en lápiz, papel y tinta.
La escritura mi refugio, mi santuario.
El HipHop, mi movimiento, mi danza inmutable.
La música y el arte mi misticismo, mi brújula.
La pluma, el cuenco de mi voz, mi alma que se expresa en cada línea,
una parte de mi espíritu que se despliega.

