(Bogotá D.C., Colombia)
Por, Andrés Angulo Linares
La muerte carraspea detrás de nosotros, siempre lo ha hecho. Siempre ha estado en las calles, moviéndose con agilidad entre cuadras acechando jóvenes en cada parque, rondando las esquinas persiguiendo transeúntes anónimos, escuchando las conversaciones de estudiantes y profesores.
Allí está, nos vigila, algunas veces con disimulo, otras con total descaro. No hablo de la muerte natural que camina de la mano con la vida; tampoco, de aquella que aparece de manera desprevenida en los titulares de los medios de comunicación fruto de la ira, la desidia o el frenesí de una sociedad intolerante; mucho menos, de la simbólica que nos arrebata un trozo de existencia con cada frustración. Hablo de aquella que nos ha sido impuesta de manera sistemática por un sistema político enfermo que depende de la violencia para sostener su discurso, la misma que no soporta las voces discordantes.
Ausente de cordura, carente de lógica, despojada de toda humanidad, ha saciado su odio ensañándose de manera abierta y descarada –muchas veces– en contra de los más débiles; despiadada y fría, ha silenciado tantas voces como borrado historias de la memoria; estratégica y calculadora, ha servido a los fines más oscuros; ambiciosa, se ha codeado con los líderes que han visto en ella una amiga entrañable; codiciosa, ha vendido sus servicios al mejor postor; astuta, se ha ganado el cariño de aquellos que la ven como un brazo extendido de la justica; orgullosa y mezquina, contempla su obra con la tranquilidad que un artista observa su lienzo.
No solo conoce a profundidad la historia del país, sino que ha escrito con esmero y dedicación los capítulos más vergonzosos de Colombia. Con el paso del tiempo se ha convertido en una habitante más de este extenso país, tan normalizada está su presencia, que cuando no sabemos de ella, preguntamos dónde está.
Desde hace más de dos meses la hemos visto pasear a su antojo con el auspicio de aquellos que juraron protegernos; la hemos visto vestida de prendas oficiales, también de gorra, camiseta blanca y pantalones cortos, dando vueltas por el Valle del Cauca en su camioneta blanca. No se sonroja, ya no tiene necesidad de esconderse. Sabe, incluso, que su presencia es celebrada y sus acciones aplaudidas.
Durante cada día que se ha extendido el estallido popular, la muerte ha reclamado como suya la vida de 75 personas, de acuerdo con las cifras presentadas por el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz –Indepaz el pasado 28 de junio. Fatídico listado que encabeza Jeisson García, joven de 13 años, quien fuera asesinado el 28 de abril en Valle del Cauca y finaliza con Cristian David Castillo, de 23. Ambos, presuntamente en manos del ESMAD.
La ausencia de un diálogo honesto por parte del gobierno de Iván Duque y sus funcionarios con los jóvenes de Primera Línea ubicados en los puntos de resistencia en diferentes partes del territorio, ha generado una escalada de violencia que continúa despojando de su integridad y de sus vidas a decenas de manifestantes que han visto cómo la muerte les ha arrebatado la esperanza de alcanzar un mejor mañana.
Un gobierno impávido e incapaz se niega a escuchar directamente los pliegos de exigencias desarrollados en cada uno de los puntos de resistencia, necesita de la muerte para legitimar el proceder de la policía y el ejército en contra de los marchantes. Un presidente, carente de criterio y ciego ante la realidad que estalló en las calles el pasado 28 de abril, sigue un libreto que no escribió, pero al cual se entrega como el actor que repite de memoria las líneas de su función.
Un partido político que ha construido un discurso político sin fundamento, basado en el miedo que cuidadosamente instaló en un sector desde hace dos décadas, busca no perder la poca credibilidad que aún le queda; un sistema mediático entregado al servicio del poder, de manera insistente, inunda su agenda informativa con actos vandálicos cometidos, supuestamente, por los manifestantes, al tiempo que se niega a brindar el mismo despliegue a las acciones criminales cometidas por la Fuerza Pública o con el auspicio de esta, busca no perder los beneficios que percibe por tratar de esconder la corrupción, el narcotráfico y el abandono estatal hacia los menos favorecidos.
Una parte de la sociedad, atemorizada de perder lo que supuestamente ha conseguido, se mantiene ciega a ante realidad que se recrea a su alrededor. Hipócrita, se esconde detrás de una moral que no tiene para condenar la manifestación, llorar la muerte de miembros de la Fuerza Pública y celebrar de manera eufórica la de los manifestantes.
El final del estallido popular, si es que se puede definir de esta manera, aún no se vislumbra en medio de la violencia; la dignidad sigue vistiéndose de resistencia y trata de defenderse con lo que tiene mano para no sucumbir ante la represión; el diálogo, como esperanza pacífica que permita trazar un nuevo rumbo a nuestra sociedad, parece aún lejano; la muerte, fortalecida en medio de caos, permanece al acecho esperando cobrar su siguiente víctima.
Después de que esto termine, nos espera un extenso y profundo diálogo que nos permita entender las diferentes voces que a lo largo de la historia han permanecido en silencio o han sido acalladas de manera violenta.
Necesitamos que la muerte ocupe de nuevo el papel que lo corresponde, para que sea ella, de manera natural, la que nos lleve –quizás– a un mejor lugar.