Parte I
La muerte de su padre marcaría el inicio musical de Max Cavalera y su hermano. Aquí, los pasos previos de Sepultura
Por: Sebastián González Z
Massimiliano Antonio Cavalera, ‘Max’. El hombre de las rastas, el hombre que aprendió a hablar desde el dolor y a gritar con la ira como idioma. A los nueve años perdió a su padre y, con él, la ilusión de una vida estable: un día lo tuvo todo, al siguiente, nada. Criado en las calles de Belo Horizonte, forjado por el instinto de supervivencia latino, convirtió la herida en arma. De aquellas raíces sangrientas emergió un guerrero del riff y la voz afilada, capaz de conquistar el mundo con Sepultura, incendiarlo con Soulfly y, junto a su hermano Iggor, volver a marcar la historia. Este es el relato —mito y leyenda— del hombre que puso el metal latino en la órbita global, reverenciado por gigantes como Pantera, Slipknot y Metallica.
Max fue Massimiliano antes de convertirse en el máximo estandarte del metal latino. obligado a ser sostén de su madre (Vania), creció más rápido que cualquier niño cuando a los nueve años la muerte le arrebató a su padre, Graziano. Un año mayor que su hermano Iggor y seis más que Kira, vio cómo la vida se partía en dos sin previo aviso. No hubo testamento, ni red de seguridad: de tener su propia casa pasaron a compartir una sola habitación en la casa de su abuela, los cuatro apiñados, respirando el mismo aire pesado de la pérdida. Ese golpe definitivo en su vida encendería el fuego que nunca se apagaría.
Max empezó a adentrarse en el mundo musical como un suceso directo del fallecimiento de su padre. La muerte pasó dejando un vacío, un agujero negro que absorbió la niñez de Max e Iggor. Él recordaba a Graziano encerrándose tres horas a escuchar música después de volver de la embajada, un ritual que entonces no entendía, pero que hoy repite como un acto sagrado.

Con su partida, llegó la frustración, la ira cruda, el odio contra un mundo que parecía repartirlo todo a otros y nada a ellos. Fueron expulsados de tres escuelas, siendo incapaces de encajar en ellas. Entonces apareció el punk y el metal, para generar un boom en su interior y partiendo en dos sus cabezas, siendo desde ese entonces una brújula mostrándoles el norte a seguir hasta el día de hoy.
Belo Horizonte en la época de los ochenta era una ciudad en ebullición: calles polvorientas, barrios obreros marcados por la desigualdad, un hervidero de tensiones sociales y económicas bajo la dictadura militar que aún agonizaba. La violencia urbana se mezclaba con el desempleo, y la juventud buscaba refugio en cualquier grieta de escape: fútbol callejero, bares clandestinos, cerveza barata y música importada en casetes grabados mil veces. Entre vendedores ambulantes y edificios grises, crecía una escena subterránea que absorbía influencias del punk británico y el metal más extremo, incubando una generación dispuesta a desatar su rabia desde los garajes y sótanos de la ciudad.

Dicho lo anterior, Max Cavalera todavía no soñaba con estadios ni con discos de oro. Él y su hermano Iggor estaban hambrientos de ruido, buscaban cualquier excusa para enchufar una guitarra y reventar un amplificador. La primera trinchera fue Guerrilla, un grupo punk que respiraba Sex Pistols: acordes simples, velocidad descontrolada y la sensación de que el mundo se podía volver una vorágine de violencia y descontrol en tres minutos de canción.
Después vino Tropa de Shock, un híbrido extraño: metal con olor a calle, todavía embarrado de actitud punk, más agresivo que pulido. No había planes ni contratos; lo que había era sudor, descontento juvenil y la certeza de que la música era la única salida. No eran bandas serias, como dice Max, pero ahí, en ese caos sin pretensiones, empezó a formarse la esencia que después haría de Sepultura una máquina imparable.
1984: un antes y un después. Sepultura nace entre la ira y el desahogo
Después de dos intentos fallidos y sin rumbo de formar una banda de metal, 1984 marcó el punto de quiebre: nació Sepultura.

Todo comenzó con una palabra escrita en la última hoja de un diccionario: Sepultura, que Max garabateó tras traducir grave de la canción ‘Dancing On Your Grave’ de Motörhead. La reacción de su abuela, que consideró el nombre horrible, solo reforzó la decisión de adoptarlo. Además de inspirar el nombre, la banda fundada por Lemmy Kilmister dejó una huella directa en el sonido y la actitud de Sepultura, hasta el punto de que en 1991 versionó ‘Orgasmatron’ como tema extra de ‘Arise’. Iggor ya vivía entre bateristas y sabía lo que hacía; Max, en cambio, no tenía idea. En su primer concierto, ni siquiera sabía afinar la guitarra y tuvo que pedir ayuda a un músico de otra agrupación; en ‘Morbid Visions’ (1986), volvió a olvidarlo. Esa precariedad primitiva más que una debilidad, era hambre, hambre pura.
Tras la muerte de su padre, Max había abierto su colección de vinilos buscando respuestas, encontrando en ‘Led Zeppelin IV’ y el debut de Black Sabbath, semillas de lo que vendría. A finales de ese mismo año, él e Iggor abandonaron la escuela para entregarse por completo a la música.

Con varios cambios iniciales, la formación se consolidó: Max en la guitarra, Iggor en la batería, Paulo Jr. en el bajo y Wagner Lamounier en la voz. Este último se marchó para fundar Sarcófago, y así Max tomó también el micrófono, con Jairo Guedz entrando como guitarrista. El resto es la historia de una banda nacida sin manual, pero con una mentalidad destinada a cambiar el metal para siempre.
Continuará…
Sebastián González Zuluaga es un cuyabro de pura cepa, rockero de corazón y futbolero de pasión. Estudiante de último semestre de derecho en la UGCA de Armenia y director de Tendencia Rocker, combina su amor por la música con una visión crítica del mundo. Siempre entre el ruido de las guitarras y el debate, busca dejar su huella en la cultura y el derecho.