«La risa de los niños iba y venía con la brisa juguetona que arrastraba las nubes y llevaba consigo esos mil aromas»
(Tauramena, Casanare, Colombia)
Por, Edward Alejandro Vargas Perilla
Luego de la oscuridad impenetrable de aquella vacuidad eterna y del completo silencio, abrió sus ojos unas horas antes del amanecer. Se perdió en mil pensamientos sin concretar ninguno, al tiempo que las mil estrellas de aquel cielo vetusto se alejaban en su danza cósmica, milenaria e indescifrable dando paso a un sol tímido y rojo, como la gota de sangre que se asoma por una herida poco profunda.
Sí… el viento soplaba suavemente, fresco, lleno del aroma de una primavera naciente; el rumor del agua del arroyo daba una pequeña sinfonía con sus ecos a su paso por el bosque y los pájaros se sumaban a tan magno opus desde los árboles, copa arriba.
Las nubes tras su paso, regalaban aquella sombra amable a quienes sin prisa ni preocupaciones caminaban por veredas floridas, entonando viejas canciones cargadas de bellos recuerdos y ese ligero tinte de nostalgias presas en versos que solo las hacen más agradables y amadas, al igual que un vino de muchos años, bebido en grata compañía.
El rumor de las conversaciones era el mismo de siempre, al compás de las risas y adornado por los girones de humo que se deshacían en formas fantásticas y fugaces al escapar de las pipas opacas y testigas del paso de muchos años, pipas tibias que eran llenadas cada tanto y luego golpeadas en el marco de la ventana… liberando ceniza y aquel aroma tan dulce de la calma.
La risa de los niños iba y venía con la brisa juguetona que arrastraba las nubes y llevaba consigo esos mil aromas.
El mundo, simplemente seguía su marcha tan hermosa y convulsa que es inefable e inexplicable; esa marcha eterna que no se detiene por nadie ni por nada. Solo habían pasado tres días y parecía que nadie le recordaba, que no tenía importancia y tal vez así fuera… nada se detenía y el olvido se cernía lenta y suavemente sobre sí, en una marcha eterna e imparable, como lo son las cosas más simples y hermosas; mientras que una tímida brizna de hierba verde esmeralda, empezaba a nacer casi sin quererlo, sin esforzarse siquiera… sobre su tumba.
Fueron minutos que se congelaron por eones, sus ojos permanecieron clavados en aquel sepulcro y en aquella ínfima hierba verde por los siglos que duran los siglos… y cuando al fin decidió aceptarlo y hubo empezado a asimilar tal paroxismo, cerró sus ojos nuevamente, tomó una gran bocanada de aire y con una carcajada muda y sardónica y una sonrisa rayana en la ironía… se despidió de aquel lugar y comenzó a desaparecer en el viento de la mañana. Al final, era cierto… nada importaba, nada tenía sentido ni razón.