Dicen que siempre volvemos a los lugares en los que fuimos felices, y es verdad, pero caminar por estos lugares, es como recoger los pasos de un pasado que se quedó detenido, en el aire, en las risas, en los gritos, en los pensamientos.
Por, Erika Molina gallego
Dicen que siempre volvemos a los lugares en los que fuimos felices, y es verdad, pero caminar por estos lugares, es como recoger los pasos de un pasado que se quedó detenido, en el aire, en las risas, en los gritos, en los pensamientos.
En el silencio profundo de ese pasado, hoy se respira un soledad que hiere, una que llena de lágrimas los ojos, en parte por la nostalgia de la felicidad que allí se vivió, pero también por el dolor de saber que casi en un abrir y cerrar de ojos, todo quedó atrás.
Cómo ansiábamos crecer, pienso en eso mientras recorro paso a paso los viejos caminos, ahora llenos de telarañas. Los pinos crujen con el viento, tal vez ellos también recuerden mi presencia, nuestra presencia, o quizá, también nos olvidaron. Muchos de ellos ya murieron, seguramente cansados de esperar por los gritos de siempre, otros más apenas empiezan a crecer, y nunca serán testigos de aquellas historias que sus viejos ancestros conocieron.
El lecho del pinar ya no es el mismo de antes, los nuevos habitantes lo cubren casi por completo, la vieja rama del columpio aún sigue allí, fuerte, arqueada como siempre, seguro esperando el lazo que nos lanzaría muy lejos. El claro aún deja entrar el sol y todavía se puede ver el azul del cielo, me parece ver allí la olla tiznada puesta en el fogón, ese en el que se preparaba chocolate los domingos, y el balón a punto de caerle dentro y la leña parada en el tronco de casi cada árbol de aquellos cientos, puesta allí por unas manos viejas, arrugadas, llenas de pecas ya por el paso del tiempo.
Las tapias de las antiguas casas ya no son visibles, la naturaleza reclamó su lugar, los frutos que llenaban nuestros bolsillos ahora son escasos, pero el agua sigue brotando del nacimiento sin parar, sigue ahí, limpia, pura, las ranas cantan a su alrededor, igual que siempre, como si el tiempo nunca hubiera pasado.
Nuestro espíritu sigue vivo allí, aún permanecen nuestras risas, en el silencio del viento, en cada hoja que cae, en una que otra ardilla que trepa por un pino, la algarabía permanece. Ante mis ojos se dibujan los costales en los que nos arrastrábamos por la viruta, los bejucos con los que era amarrada la leña, las piñas con las que jugaban los perros y los sueños que plasmábamos en las nubes, recostadas en el cálido suelo del bosque por las tardes.
Nos gustaba imaginar cómo sería el mundo, qué habría más allá de las quebradas, las huertas, el pinar, el musgo, las carreteras de tierra, las cáscaras de eucalipto, y el vuelo de las palomas abanico. Ahora lo conocemos, y no, nada es como lo imaginamos, ¿cómo íbamos a saber que aquello era todo lo que necesitábamos?
Sigo caminando, repasando en mi mente cada pequeña historia, cada pelea, cada escondite y cada choza, cada juego inventado con complicidad, me parece escuchar las carcajadas de los muchachos jugando futbol en la cancha en un día soleado, lluvioso, no importaba, todos se disfrutaban por igual. Las huertas, antes llenas de comida, ya no son más que maleza y los eucaliptos aún se levantan imponentes, tal vez contentos de que no haya cometas insolentes que se enreden en sus altísimas ramas. Todos nos fuimos, uno tras otro hicimos una vida lejos, los más chicos nunca lo entendimos, era una traición abandonar la gran casa en la que vivimos, pero nosotros también crecimos.
Una adorable voz me saca por un momento de mis recuerdos, pero verla a ella sólo hace más grande mi sentimiento, ¿cómo es posible que este aquí? Si hasta hace poco éramos tan pequeñas como ella. Tomo el camino de regreso, y mientras me alejo siento como si un puñal atravesara mi pecho. Trato de imaginar que existe un pasado viviente, uno que nunca pasa, que nuca termina, que allí, es los lugares que nos hicieron felices, aún hay un montón de niños, que ríen, que corren y a los que podremos visitar siempre que queramos recordar lo que siempre hemos sido.
Por, Erika Molina Gallego