«Son los que surgieron del lodo, desafiando la oscuridad sin dudar, lo que pudiera llegar»
‘CIUDAD BLANCA’ (HAGALMA)
Por: Olugna
Pedro María Ramírez, sacerdote de origen conservador, con su característica devoción, oficiaba la primera misa del día y la última que dirigiría. Es fácil suponer que el acto religioso del sábado no estuvo rodeado del misticismo acostumbrado. El día anterior, había sido asesinado Jorge Eliécer Gaitán en Bogotá y, junto a él, la esperanza de un pueblo que veía en el caudillo liberal una salida a la violencia que, entre rojos y azules, se había convertido en una cotidianidad enferma.

Son las tres de la tarde. En pocas semanas, Armero dará la bienvenida a las fiestas decembrinas de 1985. Sin embargo, es un miércoles diferente. Es fácil suponer que la tensión es tan intensa como el calor que suele recorrer el pueblo todas las tardes. El gran volcán cubre la atmósfera con su ceniza gris. El preludio de la tragedia está cerca; sus habitantes no lo saben. Para los políticos y periodistas de la época, la alarma aún no es suficiente motivo de acción.

Los acordes pausados de la guitarra recrean un telón sonoro que se abre lentamente para dar paso a las voces corales. Es el preludio de una pieza musical forjada en la esencia del heavy metal; el prólogo del primer acto de una canción que honra la memoria de las más de 20 mil personas sepultadas por el alud de lodo y escombros que bajaron de la montaña 31 años atrás. Es también un tributo a un pueblo olvidado por las autoridades y arrasado de tajo por la furia del volcán.
El cura, nacido en La Plata, Huila, había profetizado su propia tragedia días atrás. La misa del 10 de abril de 1948 fue el preludio de su violenta muerte. No intentó escapar. Su vida era el tributo con el que honraba su devoción y el origen de la maldición que, para muchos, condenaría a Armero a su final: una inquietante epifanía que se materializó 37 años después.

La noche está cerca. La ceniza que expulsa el volcán ha descendido de la atmósfera y ha pintado de gris las calles del pueblo. Las optimistas ―y displicentes― autoridades locales aún no ven motivo de alarma. La actividad del Nevado del Ruiz parece darles la razón, despejando un poco el cielo. Son poco más de las siete del segundo miércoles de noviembre de 1985.
Los coros solemnes de la canción anticipan la primera aparición vocal de Mauricio González, cofundador de la agrupación ibaguereña Hagalma. El primer acto ha comenzado: la voz del músico tolimense narra, en 15 minutos, la historia de Armero desde 1948 hasta el 2016, cuando ‘Ciudad Blanca’ vio la luz.
«Relato de iniquidad. Crueldad, desidia y condenación sellaron la suerte de una próspera ciudad. ¿Fue omisión o tal vez fue una maldición?»
El padre Pedro María Ramírez es llevado a la plaza principal del pueblo por una multitud liberal que, enardecida, desea vengar el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán a costa de la vida del párroco. Lejos de mostrar cobardía, el sacerdote condena Armero a un final trágico: «No quedará piedra sobre piedra en Armero». La maldición había nacido.
La tensa calma que ha tranquilizado a los habitantes de Armero es apenas un alivio pasajero. El rugido de la montaña estremece al pueblo. Por la ladera del Nevado del Ruiz, fragmentos de lava y lodo descienden con furia. Son las once de la noche. La maldición se ha cumplido.

«Negro fue el cielo, intenso, macabro y denso. Rugidos, gemidos en lo alto, el león despierta»
La voz aguda de Mauricio nos sumerge en un escenario fantasmal. Las guitarras se intensifican y la intervención orquestal cubre a ‘Ciudad Blanca’ de una solemnidad que nos acerca a la tragedia de 1948 y retrata, a través de la metáfora y la poesía, las circunstancias que dieron origen al Bogotazo. Los coletazos de ese día desembocaron en la maldición de un cura hereje que, olvidando el amor de Dios, desató un odio que, para muchos, selló el final de Armero.
«El odio se levantó en abril llegando a la nívea ciudad. Los azules debían pagar: mataron a su adalid»
Casi cuarenta años después, cuando el lodo cubrió la ciudad, hubo quienes lo recordaron: «La maldición del cura nos mató», recoge Mauricio en los testimonios que recopiló a lo largo de la investigación que sirvió de insumo para ‘Ciudad Blanca’.

La tragedia siempre ha sido el hilo conductor del relato que ha escrito Colombia a lo largo de su historia como república. Armero solo es un capítulo más. Así ha sido, así será. La maldición, supuesta responsable de haber convertido a la Ciudad blanca en un panteón infame de la fuerza de la naturaleza y de la desidia política, es simplemente una realidad macondiana que los autores más delirantes de la literatura envidiarían y los directores del cine de terror serían incapaces de retratar.
‘Ciudad Blanca’ es una composición que recoge dos relatos escalofriantes y los une. Su letra, dividida en tres actos, conecta, gracias a la fuerza simbólica de la poesía y sus extensos recursos literarios, dos historias atravesadas por la muerte y manchadas por la sangre: un cura unido a una fuerza política que está en camino de ser canonizado y un pueblo arrasado por el Nevado del Ruiz, pese a las advertencias que eran evidentes.

Sin embargo, la canción puede percibirse como un documento histórico que, además, hace un guiño a la toma del Palacio de Justicia por el M-19. ‘Ciudad Blanca’ es cruda, es descarnada y hace uso de múltiples elementos para desarrollar un concepto en el que música, lírica, tonos agudos y guturales, y testimonios de algunos sobrevivientes se proyectan como un documental que se arriesga a desafiar las estructuras que rigen el power metal, para decirnos que los sonidos duros del rock en Colombia no están ajenos a la realidad ni son esquivos a la memoria.
Mauricio González, su compositor, vio en Armero algo más que un desastre natural: «No era solo la avalancha, era la radiografía de un país que lleva siglos repitiendo su historia».

Aun así, al igual que la historia del país, ‘Ciudad Blanca’ convierte la tragedia en un relato de esperanza. Si el segundo acto de la canción escarba en las entrañas de la fatídica noche del 13 de noviembre de 1985 para liberar el dolor que sacudió al país, el tercero reivindica el derecho a aferrarse a la esperanza. Invita a buscar, entre las heridas, las razones para levantarse y seguir luchando, pese a todo, pese al egoísmo de un aparato político enfermo.
«Son los que surgieron del lodo, desafiando la oscuridad, sin dudar lo que pudiera llegar»
Las influencias del heavy metal en la canción que da nombre al EP homónimo publicado por Hagalma en 2016 son evidentes. Sin embargo, no se aferra a ellas de manera radical. Es una composición que explora otras texturas dentro de los sonidos más duros del rock, con el propósito de inyectar una reflexión en la memoria colectiva y regar ese veneno necesario para entender que no se trata de tragedias individuales: lo que ha sucedido en los territorios nos afecta a todos. En el caso de Armero, no solo sufrieron sus hijos; sufrimos todos cuando vemos la imagen dolorosa de Omaira o cuando constatamos que la violencia no se ha ido, solo ha cambiado de colores.
Es por ello que la canción se percibe como una pieza conceptual, emocional y compleja, en la que convergen los instrumentos propios del heavy metal con arreglos orquestales. Al mismo tiempo, la voz melódica de Mauricio González se une al tono gutural de José Aranzalez para reforzar el acento narrativo de ‘Ciudad Blanca’.

Hagalma, nacida en 2007 bajo la inspiración de Mauricio González y Ariel Eduardo Nieto —quien ya no forma parte de la agrupación—, se ha consolidado como un referente de la escena independiente en Ibagué. A lo largo de su trayectoria ha demostrado que el metal, en cada territorio, no solo retrata su entorno, sino que también dialoga con las circunstancias que lo rodean.
En su último acto, la canción cierra el círculo. Las guitarras bajan la intensidad, la melodía se abre paso y, entre los escombros de la historia, florece la esperanza. Armero quedó atrás, pero su memoria sigue en pie, «desafiando la oscuridad, sin dudar lo que pudiera llegar».
A 15 minutos del sector donde vive Mauricio en Ibagué, la Ciudad Blanca arrasada por la erupción, renació años después bajo el nombre de Nuevo Armero, un barrio popular creado para recibir a los sobrevivientes de la tragedia y escribir, sobre las cenizas, otro relato; esta vez de esperanza.
Sobre Olugna
Cada crónica es un ritual. Quizás suene demasiado romántico, pero así es. Así soy yo, complejo y trascendental; sensitivo y melancólico, pero entregado a una labor que, después de algunos años, me ha abierto la posibilidad de vivir de mi dos grandes pasiones: la escritura y la música. A la primera me acerqué como creador, a la segunda –con un talento negado para ejecutarla– como espectador.