(Tauramena, Casanare, Colombia)
Por, Edward Alejandro Vargas Perilla
La lluvia caía inclemente sobre la ciudad y el repiqueteo de las gotas contra el cristal de las ventanas daba una sensación de sopor y bienestar absoluta, frente a la chimenea de mármol labrado y ese fuego dorado y crepitante que expedía un calor tierno, dulce e íntimo.
El olor a comida invadía la estancia, el pollo con sus jugos, las finas hierbas y los frutos secos eran una oda completa al olfato, el café humeante en la taza y el pan fresco… una declaración de amor, mientras que las frutas dejaban escapar sus perfumes más sutiles a la luz de las velas. Las risas invadían cada rincón de la casa y, junto con ellas, los pasos de todas las personas que alegres paseaban por todas las habitaciones.
La lluvia caía cada vez con más fuerza, era obvio que afuera el frío era insoportable, era un contraste brusco; de un hogar dulce y tibio a un exterior agresivo, helado, oscuro y solitario. No había nadie afuera, era absurdo pensar en salir a las calles inundadas, llenas de arroyuelos junto a las banquetas limpias por el aguacero. Era absurdo pensar que alguien estaría allí.
Sería muy extraño que, en un pueblito como aquel, de calles empedradas, construcciones coloniales de estilo holandés y techos de dos aguas construidos a mano, con sus chapiteles inmaculados y sus jardines de terrazas mediterráneas, hubiese alguien afuera, alguien sin lugar, alguien que perteneciendo… pareciera no pertenecer.
Pero lo había, había sido abandonado hace muchos años… más de los que pudiera recordar, más de los que su cansado cuerpo pudiera soportar había sido abandonado; en una noche similar a esta que era engullida por nubes voraces, una noche pasada por agua, una noche de esas que están hechas para compartir, para buscar refugio en los demás. Una noche como tantas otras cuando la primavera se despide.
No había en su mente ya tan cansada y distraída por el pasar de los años una razón por la que le hubieran dejado solo, era tan joven… no comprendía cómo se movía el mundo, no sabía cómo funcionaban las cosas. No había razones, así como nunca hubo una mano amiga, una caricia que aliviara la pena, un plato de comida caliente o un abrazo de amor sincero.
Desde muy joven había tenido que aprender a base de golpes que el mundo es cruel, es duro y despiadado… a base de pedradas y patadas, que siempre estaría solo, había tenido que aprender, pero jamás había podido comprender el ¿Por qué?
La noche avanzaba presurosa, las gotas pesadas de lluvia helada seguían repiqueteando en las ventanas y escurriendo por los alféizares de las casas que poco a poco iban apagando sus luces, la noche avanzaba y el sueño se apoderaba de todos y cada uno de los habitantes de ese lugar, la noche avanzaba y el frío se hacía más fuerte; la bruma empezaba a descender de la montaña y a cubrir cada calle y cada tejado.
El sueño empezaba a apoderarse de todo y de todos, incluso de él que había fijado su mirada cansada y abatida en una ventana cercana, desde donde podía observar una vela roja que se consumía lentamente; estaba empezando a dejar de pensar, estaba dejando de sentir su mirada solo seguía aquella luz parpadeante y danzante de la vela.
Finalmente, el sueño cerró sus ojos y lo llevó por un camino verde, un camino como jamás había visto, un camino lleno de flores, con una brisa alegre y amigable. La luz estaba por todas partes, el bosque se encontraba próximo y el camino se perdía dentro, así que en medio del sueño empezó a correr por aquel camino, con la felicidad haciéndole retumbar el corazón, con el dolor desprendiéndose de su cuerpo, empezó a correr con una libertad que jamás había experimentado antes, con un amor que jamás había sentido antes, con el bienestar de la dulzura recorriendo todo su cuerpo; empezó a correr y se adentró en ese hermoso bosque.
El amanecer llegó como llegan todos los amaneceres, muy temprano, con un sol perezoso y tímido asomándose tras las montañas para retirar el manto brumoso del sueño y dar a entender que otro día iniciaba; y cuando llegó con su luz refulgente, vino a posar uno de sus rayos tibios sobre un cuerpo que yacía encogido en un rincón, bajo una ventana. Era imposible que lo hubieran visto en la noche, puesto que se encontraba encogido junto a un bote de basura en un lugar cubierto por las sombras, un lugar donde los faroles de gas de las empedradas calles no alcanzaban a llegar con su luz diáfana, era imposible que lo hubieran visto en la noche; pero, ahora, a la luz del día era contemplado desde la ventana de la vela roja por una mujer que derramaba un par de lágrimas.
En la noche más fría del cambio de estación, el que toda la vida vivió como un perro vagabundo y abandonado, finalmente fue vencido por el agotamiento y el hambre, finalmente encontró alivio en el sueño y el abrazo tibio de una muerte clemente e indolora. En la noche más fría del cambio de estación dejó de respirar uno de muchos y uno como miles de perros abandonados, que ahora era contemplado con ojos tristes y un pecho acongojado. Pero, ¿cuánto duraría tal congoja? Es imposible saberlo, porque al final, no es más que otra historia que se pierde con la brisa y los rumores allá en los árboles, copa arriba, no es más que otra historia de la calle.