(Mosquera, Cundinamarca, Colombia)
Por,Wilmar Montoya
A las tres de la mañana, desde su ventana veía toda la ciudad, que se presentaba majestuosa, pero pasiva, incapaz de aplastar a los que se osaban a pararse frente a ella y no plantarle cara. Su sombra, que parecía acobijarla, danzaba al ritmo de la tenue llama de la vela que alumbraba la pequeña habitación que compartía con su pequeño. Veía miles de millones de luces a sus pies, sin poder tener al menos una sobre su cabeza, la pobreza era suficiente para no ser digna de los privilegios que allá abajo tan siquiera valoraban. Ninguna de las lágrimas que a esa hora rodaban por su cara alcanzaba el vacío, sus muñecas, cortaban el paso con rabia, con impotencia. No sabía si lloraba de rabia o de frustración. Hace un par de días había tenido que romper la promesa que algunos años atrás se había hecho. El amor que descubrió por su hijo cuando lo sintió crecer en su vientre, la hizo jurar que su cuerpo no se lo volvería a dar a cualquier hijueputa, pero ese mismo amor por su pequeño la hizo romper esa promesa.
Hace un par de semanas tuvo que instalarse en una pieza, en la que apenas cabía la estufa y el cilindro de gas. La cama vieja y una mesita, rota y coja terminaban el inventario. Buscó trabajo como empleada de servicio sin encontrar ninguna vacante. Solo escuchó de un señor que organizaba a la gente del barrio en los semáforos y en los buses… era el que movía más de la mitad de los vendedores ambulantes de la zona.
Para poder ir a trabajar, debía dejar a Felipe encerrado en la pequeña pieza todo el día. No quería que corriera riesgos en la calle, no quería que se mojara, tampoco que lo miraran con desprecio o lo trataran como un delincuente. En las noches, cuando llegaba a la pieza cansada y sin voz, después de haber sido todo el día una desplazada de la guerrilla encontraba en su hijo frustración e indiferencia, no entendía por qué debía permanecer encerrado, si sólo hace un par de días atrás correteaba en el campo, quería salir a jugar. La dueña de la casa también le advirtió del riesgo que corría el niño estando solo en la casa. Leidy debió hablar con Don Jairo para que la dejara llevar a Pipe. Don Jairo se negó, un niño conseguía más plata, pero con seis años solo iba a retrasarla. Si quería que trabajara, él con gusto le ofrecía un puesto en la décima como limpiavidrios.
―Don Jairo, mi Pipe es muy pilo, con él yo sé que voy a recoger más.
―Leidy, mire, si van los dos, me tiene que traer el doble del producido. ―Don Jairo tenía cerca de 50 años. Tenía una voz grave y una barriga amplia, siempre tenía un pañuelo en la mano, con el que se limpiaba la frente de una perpetua sudoración―. Usted, en estos días, ha visto que no está fácil y no quiero tener que quitarle sus rutas por no cumplir.
―Déjeme y yo le traigo a Pipe, cuando usted hable con él se va a dar cuenta que le vamos a cumplir. ―Sus ojos brillaban al hablar de su hijo―. ¿Mañana se lo puedo traer?
―Como quiera Leidy, sólo que antes de que yo hablé con él, usted y yo debemos hablar―. La barriga se estrelló con el escritorio y evitó que se acercara más a Leidy, solo pudo alcanzarla con una mirada que la desnudaba―. Usted sabe, cosas de adultos.
―Listo, Don Jairo, muchas gracias. Mañana a primera hora llegamos con Pipe―. El brillo había desaparecido de los ojos, sabía a qué ritmo se llevaría la conversación con Don Jairo.
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A la mañana siguiente, Pipe, iba con la ilusión de ser un pequeño actor y Leidy con la esperanza de que su presentación fuera breve. No fue necesario que Felipe hablara con Don Jairo, su mamá se encargó del show principal. Los primeros días no fueron fáciles, pero Pipe prefería subirse al día en veinte buses diferentes que estar encerrado. Al cabo de un par de días, Leidy pudo comenzar a cumplir con el producido diario y Felipe ya no se cansaba tanto.
Siempre que se bajaban de un bus jugaban un rato, para romper la tristeza y sacarle el cuerpo al hambre. Mientas Leidy le daba vueltas por el aire, a Pipe se le escaparon unas monedas de los bolsillos. Felipe salió corriendo y estiró las manos para alcanzar la moneda que ya rodaba sobre el asfalto de la calle, la lluvia pareció detenerse, Pipe por fin alcanzó la moneda y la levantó para mostrársela a su mamá. Leidy no alcanzó a ver la cara de su pequeño, sólo oyó las llantas de un frenar. Leidy ni siquiera gritó, la lluvia lloraba por ella, sólo pudo tomar a su pequeño en sus brazos.
La pequeña mano de Felipe no soltó la moneda de 200 pesos. Tal vez presentía que hasta esos 200 pesos su mamá los iba a necesitar.
(Cuento publicado por primera vez el 27 de noviembre de 2015 en rugidosdisidentes.co)
Sobre Wilmar
Soy Wilmar Montoya y transito la edad media creyendo siempre superarla. Considero demasiado pretensioso escribir algo nuevo en el mundo en el que ya todo está escrito y por las mejores plumas. Un completo sinsentido, como esta sociedad.
Por eso, por medio de las letras, intento encontrar un espacio que habitar, un lugar para no ser en un tiempo que no llegará. La transición continua me impide describirme. En este mundo de vértigo donde todo cambia para quedar igual, hay una sensación de completo desconcierto.
Que las letras que escribo sirvan entender cómo veo el mundo y así, de pronto, encontrarme en él. Ya no soy lo que era ayer, hoy no me reconozco y para mañana falta mucho tiempo.