Pocas veces pensé en el –anhelado para muchos– “sueño americano”. En mi cabeza siempre rondó la idea de debutar como extranjera en lugares más conflictivos y golpeados social, política y económicamente, para analizar qué tan quedados o desarrollados estamos los colombianos, en comparación con los países de la región.
Pocas veces pensé en el –anhelado para muchos– “sueño americano”. En mi cabeza siempre rondó la idea de debutar como extranjera en lugares más conflictivos y golpeados social, política y económicamente, para analizar qué tan quedados o desarrollados estamos los colombianos, en comparación con los países de la región. Ningún país de Suramérica me parecía una idea descabellada; otros de Centroamérica también entraron en la lista de alternativas. Pero, la vida te da sorpresas, dijo el cantante panameño Rubén Blades y hace, un poco más de, ocho meses estoy en la tierra del Tío Sam. Al salir del País el chip comparativo se enciende, es inevitable someter casi todo –por no decir que todo– en una balanza. Al principio, deslumbrada por el orden y la educación que se evidencia en esta zona en la que asiáticos, mexicanos, colombianos, brasileros, americanos, venezolanos, argentinos, entre otros caminan rápidamente por las calles del centro de la ciudad con sus maletas a la espalda, en una de sus manos llevan una copa de café o de un smoothy (dependiendo el clima). Buena energía y tranquilidad es lo que se respira en este punto del mundo. Sin embargo, en Bogotá, lamentablemente las cosas no son tan color de rosa como se vive a este ‘lado del charco’, allá conservamos la cultura del vivo, a diario se percibe la intolerancia y el irrespeto. Nacimos y crecimos contemplando la desgracia ajena como parte de nuestra vida cotidiana. Señales que indican que estamos lejos de nuestra tierrita son fáciles de percibir cuando el pan de cada día no son las noticias de corrupción y barbarie, sino las meteorológicas. Aquí, en este lejano punto del norte de América, detallitos como que personas de la tercera edad o universitarios abran su computador al sentarse en cualquier silla azul de los articulados del transporte público; o que palabras como: gracias o discúlpeme por favor, sean las más utilizadas en el transcurso del día, son indicadores que somos dos mundos distintos. Pero, este no es un artículo para dar ‘garrote’, pues sería injusto desconocer la situación política, social e histórica por la que ha tenido que cruzar Bogotá, frente a la realidad de Madison, la capital de Wisconsin, ubicada al noroeste de Chicago,la segunda ciudad más poblada después de Milwaukee, la región minera del suroeste. Los principales atractivos turísticos en la también conocida como la capital del queso y la cerveza son los lagos Mendota, Monona, Waubesa y Kengosa. Estos cuatro lugares son perfectos en cualquier estación del año para compartir con la pareja a solas, con un grupo de amigos, para meditar, o si gusta del cigarrillo, también para fumar o beber. También si necesita llorar. Cada uno llega con un propósito a cualquiera de esos puntos de esta encantadora ciudad y, sin duda alguna, logra su cometido. El aroma que se percibe todas las mañanas en cualquier panadería de barrio, en la capital colombiana, ha sido una de las cosas que más he extrañado acá, estos espectaculares lugares con pan francés, rollo, croissant de bocadillo y queso, almojábanas, y vitrinas gigantes con de Todito, papas Margarita, Manimoto, cualquier producto Yupi o Chefrito sería una verdadera gema por estos lares; por eso, cuando la primavera va llegando a su fin en Madison y los días de incesante calor empiezan a darle la bienvenida al verano, hay un plan imperdible en pleno Downtown, aparte de ver piernas pálidas de las americanas que lucen con sus pantaloncitos calientes. El plan es darle la vuelta a la manzana al Capitolio y disfrutar del Farmer Market. Con la llegada de esta temporada todo cambia; las flores son más bonitas, las calles más coloridas, la gente se ve con más energía, los vendedores llegan los fines de semana a este punto de la ciudad desde sus granjas con huevos, animales, verduras, comida orgánica y pan calientico, no estoy hablando de cualquier masa de harina insípida, ¡No! Esta pequeña pieza caliente de gluten logra transpórtame a millas de distancia a la panadería de la esquina de ‘la vecina’ en cualquier barrio de Bogotá. Y así voy caminando, pendiente de no estrellarme con nadie, conservando mi derecha, viendo a los hombres fofos y sudados, pero contentos. Cata de quesos por un lado, filas de veganos intentando comprar su almuerzo del otro día, frutos secos por otro parte, un carrito donde venden empanadas venezolanas ¡Bendito! Quiero comprar de todo, sin embargo hago caso omiso. Los costosos tulipanes que aparecen en las macetas ubicadas alrededor del imponente State Capitol y en algunos capítulos de los Simpson, son imposibles de ignorar, sin embargo la sensación que generan no es la misma que se siente al estar en la Plaza de Bolívar mirando el Palacio de Justicia, La casa del florero, la Catedral Primada de Colombia, La Alcaldía Mayor y el Congreso de la República. Acá no hay bellas flores ni huele a pan caliente, acá huele a Patria, a historia, a guerra, a libertad, a condena, a gritos de independencia y a voces de rebeldía. Pasar por el camino de piedra del Chorro de Quevedo y mirar aquellos habitantes silenciosos o estatuas humanas ubicadas en los techos de las casonas viejas, inevitablemente, reviven la época de la violencia en la memoria de los más viejos o tele transporta a los más jóvenes a un mundo que conocen a través de libros de historia y documentales. Este sector colonial es una muestra que rememora la valentía y tesón, características no solo del ‘rolo’, sino del colombiano promedio. No obstante, no sé si es porque tenía ciertas dificultades con el idioma y no alcancé a traspasar más barreras, o porque era la primera ciudad americana que conocía y tenía acumulada mucha información, pero no logré olfatear esos rastros de historia, eso que uno siente cada vez que llega a cualquier parte del centro histórico de la capital colombiana, no sé… Si usted camina por la State Street, la calle principal de Madison probablemente podrá sentirse como si estuviera dándose un ‘septimazo’.Algunos intentan darse a conocer y ganarse uno que otro dólar interpretando canciones con saxofones y guitarras; otros pintan cuadros y venden sus obras artísticas y muchos, vagabundos, con carteles que dicen “help me please” piden monedas. Sin embargo, si se antoja de un pollo frito, un ajiaco, una sopa de menudencias o un mondongo con mucho callo y libro es muy posible que se quede con las ganas. No siempre siento que voy cruzando por el centro capitalino, por la octava con Jiménez donde venden los vestidos de paño y sombreros gardelianos que usaban nuestros abuelos. A veces, las tardes veraniegas desplazan mi imaginación un poco más al norte hasta llegar a la zona T, Los bares abiertos con mesas repletas de frías y burbujeantes Hopalicious, Spotted cow oWisconsin Amber, con las clásicas sombrillas ubicadas en los andenes, me hace pensar en la incansable tendencia de copiar el estilo americano que tenemos en Bogotá (o Colombia), pero con Águila, poker o Club Colombia. Transportarse desde hasta cualquier punto de la ciudad de Madison en bus es un plan que resulta muy divertido, confortable y placentero. El viaje debe programarse minutos antes a través de Google Maps para conocer rutas, horarios y puntos de paradas. Puede llevar la popular copa de café e iniciar o continuar con la lectura de su libro preferido. Una utopía si pretende hacer esto en cualquiera de los sistemas de transporte de la capital colombiana. Largas filas para pagar un tiquete, estaciones atiborradas de gente en busca de un espacio en un articulado para poder llegar a su casa después de un arduo día laboral, las manos cuidando las carteras y los ojos al acecho de cualquier movimiento sospechoso de otra persona son el pan de cada día. Y así podría seguir contando y comparando cosas que serían mundos desconocidos, perfectos para muchos e imposibles para otros. Sólo queda por decir, que es cierto, el corazón de Bogotá huele a historia y a sangre; también a esperanza y perseverancia. En la capital rige la cultura de la prevención, nos enseñaron desde pequeños (no fue en la iglesia) el onceavo mandamiento: no dar papaya. Nos enseñaron a ser luchadores y guerreros. La cultura y la vida en la capital de la cerveza y el queso es una fantasía. Pero la cultura bogotana es mi cultura, allá nací, crecí, estudié, trabajé, amé, reí y tengo todo por lo que estoy en Madison. Bacatá es una aventura, es un desafío constante. Es un trampolín de oportunidades. El rolo es amable, pero desconfiado (tiene sus razones), es generoso aunque parezca parco. Le duele su tierra que acoge por igual al extranjero, al desplazado, al indígena, al que la usa y la bota, al que la ultraja y al que la odia. El enfoque panorámico que capturo desde acá, no solo hasta Bogotá, sino en toda Colombia es que somos un país de ‘berracos’, absolutamente ricos, ingeniosos, creativos y recursivos. Allá curamos la gripa con aguapanela, la pena de amor con aguardiente, el frio con chocolate, los guayabos con caldo de costilla, el hambre con empanada pero poseemos un grave defecto: carecemos de confianza en nosotros mismos.
Por, Angy Barrero
@TatianaBarrero