Carmen Lucía y Alfredo dormitan apaciblemente en su habitación. Un vidrio roto en la cocina hace abrir los ojos asustados de Carmen Lucía. Con la respiración contenida y la tensión, que hace pegar su cabeza con fuerza a la almohada; intenta descifrar ese ruido como parte de un sueño que no recuerda. Su atención se centra en un posible ruido que pueda escuchar… pero no vuelve a escuchar nada. Cierra de nuevo sus ojos con desconfianza, sin perder cuidado. Un nuevo ruido hace que brinque de la almohada. Temerosa mira a su esposo dudando si debe despertarlo o no. Lo empuja levemente y le susurra al oído con voz temblorosa…
– Alfredo oí algo en la cocina…..
A lo que él responde con un mugido. Vuelve a oír algo menos fuerte y se decide a bajar sola. Coloca en sus pies las sandalias sin agacharse, sin perder de vista la puerta de entrada de su habitación. Lentamente se desplaza hacia la puerta y sin dejar crujir el entablado del piso, extiende su mano hacia la perilla de la puerta, rotándola con todo el cuidado que su nerviosismo le permite. Paulatinamente, la puerta se abre y en la oscuridad se ve brillar los ojos de Carmen, que los mantiene totalmente abiertos, arrugando su frente. Asoma temerosa su rostro por la esquina de la puerta y no ve nada. Gira rápido y sus ojos encuentran en la oscuridad la penumbra de la escalera vacía. Sus pasos descienden sobre la escalera hasta encontrar el recibidor. Se detiene y piensa a donde ir primero. Decide ir donde escuchó el primer ruido, la cocina. Su mano se posa sobre el marco de la puerta y luego entra ella dispuesta a encontrarse con alguien o algo. No ve nada más que los vidrios en el suelo y la ventana rota. Percibe que algo rápido cruza a su espalda y ella pálida resuelve voltear a mirar sin encontrarse con nada. Asoma su cabeza y voltea hacia el lado de donde salió la sombra; el fondo es oscuro pero no advierte movimiento. Lentamente gira hacia el lado opuesto y de repente una silueta se abalanza sobre ella que intenta gritar sin lograrlo…
Brinca de debajo de las cobijas sobresaltada y respirando agitada. Sus ojos miran a todos los rincones de su habitación y se tranquiliza al descubrir que no era más que un sueño. Decide de nuevo acomodarse para dormir y un ruido de una lata en la calle y el ladrido de un perro, la hace escudarse bajo sus cobijas y permanecer con los ojos abiertos.
El café humeante tiembla sobre una bandeja al lado de unas tostadas. Vemos a Carmen Lucía dirigiéndose con el desayuno hacia Alfredo, que lee el periódico. Sus ojos muestran la mala noche que pasó. Se sienta al lado opuesto de Alfredo, que sin prestarle atención se decide a darle el primer sorbo al café.
– Pasé muy mala noche… – dice Carmen a lo que responde Alfredo con un sonido gutural – ¡Hummm!
Ella lo mira asumiendo el poco cuidado que le ofrece y continúa hablando… – Debe ser el susto que siempre me da salir al centro.
Los ojos de Alfredo se asoman sobre el periódico y con una mueca de desaprobación vuelve a retomar su lectura. Ella lo percibe e intenta explicar…
– Es que por esta época de crisis siempre la cosa se pone más fea. – y prosigue sin obtener respuesta alguna – afortunadamente sólo es cada mes que me toca ir.
Detrás del periódico un ruido de tostada mordida, la interrumpe. La mirada de Carmen comprende que es sólo la tostada y no hay ninguna intención de sabotaje en el hecho.
– No sé por qué, siempre me mandan a la sede del centro… yo también puedo ser atendida por un médico del sur o de chapinero, pero ¿en el centro?…
El silencio invade el comedor, sólo los crujidos de las tostadas y el sorbo del café hace menos monótona la situación.
Alfredo se levanta, toma las llaves que reposan sobre la mesa, se dirige hacia su esposa y con su boca contraída le da un beso en la frente y simultáneamente, deja un billete de cinco mil pesos. Ella expone su frente con los ojos cerrados y luego toma un sorbo de café. La voz de Alfredo se pierde con el sonido de la puerta al cerrarse – Nos vemos en la noche…
Ella mira hacia la puerta y muestra una leve sonrisa en sus labios.
La luz que se refleja sobre la fotografía antigua de matrimonio, en la pared sin pintar, se apaga, y por la puerta sale Carmen Lucía, con su abrigo gris, su bolso negro en el brazo izquierdo y una sombrilla sostenida en su mano derecha. Cierra la puerta con los tres seguros y avanza, no sin antes observar de lado a lado de la calle. Sus pasos apresurados corren por la calle del barrio. Asustadiza siempre mira hacia atrás al escuchar cualquier ruido. Un hombre que grita – Pescadoooo…
La tensión crece al desembocar a una zona comercial. Aumenta la cantidad de personas y sus gritos de venta la asustan aún más. Intenta refugiarse detrás de su cartera cubriendo su rostro y camina rápidamente, evitando el choque con las personas que se cruzan para vender sus mercancías. Sobre el pavimento ve acercarse la buseta que afanosamente buscaba, entre la calle abarrotada de vehículos. Presurosa, pero torpe, logra subir los peldaños de la buseta y se sienta diciendo – Ya le pago señor.
Apresurada saca el dinero del pequeño monedero que tiene entre la cartera negra y le pide al señor que se encuentra detrás de la silla del conductor que le alargue el dinero. Una vez ubicada en la silla que ha escogido, respira tranquila, coloca la sombrilla entre sus piernas, aprisionándola y se abraza a su bolso. Su mirada se pierde en las líneas blancas de la calle, que actúan hipnóticas y poco a poco se va adormeciendo. El movimiento de la silla a su lado, la despierta sobresaltada y descubre que un señor algo grueso, de bigote, se ha acomodado en ella. Lo estudia por un momento y al hacerse una idea de él, se vuelve a calmar y de nuevo mira las líneas de la calle. El cansancio de la noche anterior la duerme. Un movimiento brusco del vehículo la despierta y con asombro mira a lado y lado del lugar. Al cerciorarse de que todo continuaba en su lugar, se calma y dirige su mirada hacia la ventana. Nota que la ventana de la silla, al frente de ella, es abierta con brusquedad por una mano gruesa. Se asoma levemente hacia el lado de la silla de enfrente y observa como un tubo de escaso calibre se asoma tímidamente por la ventana. Sus pensamientos la asaltan como un torbellino. La buseta se detiene por acción de un semáforo. Sus ojos fijos y totalmente abiertos no se despegan de lo que a ella le parece la punta de un revólver. Gira pausadamente su mirada a las personas que se encuentran paradas al costado de la calle.
Identifica entre ellas a una anciana, aparentemente acompañada por su hija madura; un hombre de chaqueta carmelita; una joven con cuadernos en la mano y prendas ajustadas al cuerpo; un hombre de lentes que fuma un cigarrillo; un carretero que empuja duraznos chilenos; un lotero que habla con una mujer, que vende tirantes invisibles para mujer en la puerta de una cafetería. De repente un sonido seco y un pequeño destello sale de la punta de lo que supone ella es un revólver; el hombre de chaqueta cae al piso aparatosamente, mientras el vehículo avanza con lentitud. Parece no poder abrir más los ojos. Se desliza en su silla, intentando ocultarse del sujeto de la silla de enfrente. Piensa que quizás el hombre se ha dado cuenta y su respiración se agita aún más. Voltea a mirar, casi de soslayo, a su vecino de asiento, el cual parece no percatarse de lo sucedido. Escurrida tiembla de pensar que alguien se asome por encima de la silla. Furtivamente mira la silla que da hacia la ventana y ve el hombro de un hombre. Pequeñas gotas brillan en su rostro. De nuevo decide mirar a su vecino para cerciorarse que de verdad no se ha dado cuenta de lo sucedido. El hombre siente la mirada que lo traspasa y voltea a observarla interrogante. La mujer rápidamente esquiva la mirada y disimula mirando hacia la ventana. El hombre luego de unos segundos de inspección, coloca su postura habitual. Carmen no parece creer lo que experimenta y menos que sea ella, la única que se ha dado cuenta. Decide averiguar con voz temblorosa si su vecino de verdad no se ha dado por enterado.
– Disculpe señor…
Él gira con mirada insensible – ¿Usted se ha dado cuenta?
El hombre frunce el entrecejo, extrañado.
Ella pálida y sin poder articular palabra, produciendo solo monosílabos sin sentido, señala con su dedo pulgar nerviosamente hacia la ventana, mientras el hombre pasa de extrañeza a no querer saber nada del asunto; se reacomoda en la silla alejándose un poco e intentando ignorarla. Ella prefiere no proseguir. Al girar hacia adelante se fija que entre el espacio de las dos sillas, un ojo la penetra con una mirada congelante. Con una inhalación que le produce un sonido gutural agudo y sordo, se hunde en el cojín de la silla. El sudor es más abundante y frío. Observa como una mano gruesa se asoma pausada y decidida sobre la silla de adelante. Siente como si esa mano se posara sobre ella y no sobre la silla. Parece escurrirse aún más, a pesar de que sus rodillas han tenido que subir por el espaldar de la silla de enfrente. Su corazón late a todo galope y su respiración es precipitada. Ve asomar muy lentamente la punta de lo que ella piensa es el silenciador de una pistola. Enclaustrada, sin salida, arruga la tela de la silla con sus manos, mientras que el hombre empieza a asomarse paulatinamente, sobre el espaldar de la silla. Ella cierra los ojos y abre su boca para mejorar, en vano, su respiración, pero aún con los ojos cerrados, lo ve. No aguanta más y, en una exhalación de aire fuerte y potente, cae en un súbito vacío oscuro y tranquilo.
La buseta sobre la cuneta espera. Una ambulancia se abre paso a gritos. Un pasajero nervioso da su versión a un periodista que lo interroga.
– No sé qué pasó, la señora iba dormida a mi lado junto a la ventana, cuando de pronto dio un grito y se desmayó sobre la silla cayéndose al piso, ahí fue cuando la buseta frenó en seco y todo el mundo me volteó a mirar. Entonces yo les dije que había sido la señora que se encontraba debajo de la silla de ese niño que se baja de la buseta. Entre todos la sacamos y luego un agente dijo que estaba muerta. Yo no sé qué le paso… parece un ataque al mango. Yo me asusté, porque pensé que me iban a echar encima el muñeco…
En ese momento un niño guiado por su madre, baja de la buseta, mientras juguetea con un revólver plástico.
Iván René León