De acuerdo con el informe Basta Ya de 2013, 9 de cada 10 víctimas del conflicto armado son hombres, no obstante, son las mujeres quienes sufren las consecuencias que la guerra en nuestro país produce. Las cifras suministradas por el Registro Único de Víctimas – RUV, demuestran como las mujeres han sido victimizadas de distintas maneras en el contexto de la violencia generada a partir del conflicto, en las que se incluyen, entre otras formas de violencia: desplazamiento forzado, violencia sexual, homicidio y reclutamiento ilícito.
De la Tierra al olvido y otras historias de mujeres en medio del conflicto presenta 18 de las cientos de historias que lograron reunir, en dos años de trabajo, un grupo de periodistas en formación. En éstas, se hace un acercamiento a las voces de aquellas mujeres que en carne propia y en su momento vieron como un conflicto, del que no tienen responsabilidad, las hizo protagonistas de una tragedia.
La compilación fue realizada Proyecto Ceis – Colectivo de Estudios e Investigación Social, la edición estuvo a cargo del Centro de Memoria Paz y Reconciliación, y contaron con el apoyo de la Alcaldía Mayor de Bogotá (Bogotá Humana) y la Alta Consejería para los Derechos de las Víctimas, la Paz y la Reconciliación (Dignificar).
De la Tierra al olvido y otras historias de mujeres en medio del conflicto puede ser reclamado en el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación y es entregado a cambio de otro libro que los ciudadanos quieran donar para la biblioteca del mismo centro.
Rugidos Disidentes estará publicando periódicamente las historias compiladas, como también dejará disponible la versión digital del libro.
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La Última Palabra
por, Laura Coronel
Se oye un grito que proviene de la parte trasera de la casa:
—¡DON TEOBALDO PADILLA, SALGA QUE NECESITAMOS HABLAR CON USTED!
Don Teobaldo se encontraba dentro de una de las casas de la finca que cuidaba, tenía en sus brazos a María, la recién nacida y la menor de cinco hermanos, y sin saber qué pasaba puso a su hija en manos de Bárbara, su esposa, “mija, coja ahí que ya vengo”, y luego emprendió la marcha para salir de su casa sin saber que sería la última vez que vería a su familia.
Un niño miraba a través de la ventana y mientras todos dentro de la casa escucharon un disparo, Javier vio caer sobre uno de sus hombros a su padre herido, “la curiosidad mía fue la culpable, yo me asomé y vi a mi papá caer”. Aunque su voz no se quiebra, sus ojos se llenan de lágrimas; Javier comienza a caminar de un lado para otro, coge en sus manos un trapo, lo vuelve a colocar sobre la mesa y continúa, “cuando mi mamá se dio cuenta de que yo miraba, rapiditico me entró, yo era un niño”.
Empezaba a caer la noche en esa finca equina del municipio de San Alberto, Cesar; la familia Padilla Mendoza se sentía desprotegida, su padre y esposo ahora estaba muerto. De pronto llega un hombre con una herida de bala en una de las manos, la familia entendió que era el único sobreviviente y, confiando en él, toman camino lejos de casa. Horas más tarde se encuentran durmiendo en un pastizal y deben pasar la noche ahí. Asustados y llenos de miedo, se juntan y caen en cuenta de que es necesario taparle la boca a la recién nacida, pues los hombres armados aún están patrullando por el sector.
Cuando llega la mañana comprenden que deben huir y emprenden una larga caminata que tiene como primer objetivo encontrar la carretera, una vez allí su destino es el pueblo. Su recorrido se convierte en una odisea, deben recorrer el monte y el campo, mojándose mientras pasan por algunos riachuelos.
Después de una larga travesía, por fin han encontrado la carretera. Una vez allí, el desplazamiento se vuelve más complicado, dos adultos deben lidiar con el hambre, la sed, el cansancio y el calor de cinco niños, pero con grandes esfuerzos lo logran: han llegado por fin al pueblo. Allí se encuentran con la familia de ‘El negro’, “así le decimos al hombre que nos ayudó”, Doña Bárbara se comunica con su cuñada, ella, conmovida por la muerte de su hermano, se ofrece a ayudarla en lo que sea necesario, así es como poco tiempo después los cinco hermanos son separados, su madre no podía mantenerlos a todos.
Nuevamente, la mirada de Javier se dispersa, comienza a hablar de otras cosas mientras recobra fuerzas para seguir avanzando en el tema: “A mis hermanos y a mí nos separaron, los mayores siguieron con mi mamá y a los dos más pequeños nos enviaron con una tía”. Toma aire, camina un poco hacia atrás para no hacer muy notorio que sus ojos volvieron a empañarse, y después de un respiro prosigue, “a mis hermanos mayores no les gusta hablar del tema, sobre todo a Sandra, a ellos todavía les da muy duro, para mí lo pasado debe estar en el pasado”.
Con el paso de los años, la escasez y la continua violencia por parte de los grupos guerrilleros que transitaban por el sector, hicieron que Javier y su hermana María se vieran obligados a salir del Cesar junto con sus tíos. Así es como llegaron a Lebrija, Santander, un lugar que logra alejarlos de la violencia que vivieron en el departamento costero.
Sin embargo, las consecuencias de la pérdida de su padre comienzan a verse reflejadas, y es hora de que los jóvenes comiencen a trabajar y mantenerse por sí mismos. Y entonces, “la buena suerte por fin me toca, mi tía tenía comadre en Lebrija que conocía a alguien en Bogotá que necesitaba muchachos para que le trabajaran”.
Es así como a los diecisiete años, Javier Padilla llega a Bogotá con la ilusión pero también con miedo: “uno escuchaba tantas cosas malas de la capital, que era muy peligroso; a uno siempre le daba susto, pero en el fondo creía que lo peor ya había pasado”. Comienza a trabajar, pero debido a su adicción a la marihuana su jefe le da dos opciones: dejar de trabajar en la empresa o entrar al Ejército Nacional, con la posibilidad de que a su regreso puede seguir en el trabajo. Es así como en el 2002 Javier Padilla decide hacerse soldado e ir al monte a batallar.
Estar en el Ejército se convierte en una experiencia de la que Javier lograría aprender mucho, “a mí me pusieron a seguir a alias ‘Gafas’, cuando llegué a la empresa a contar nadie me creía, hasta que vieron en las noticias que había sido capturado”. Además de lo que aprendió, el Ejército logró alejarlo de lo que para él eran malos pasos, y le permitió conocer a la que se convertiría en su esposa.
Los años corrieron, Javier ya había formado un hogar y se había convertido en el padre de tres hijos; la tristeza por la muerte de su padre comenzaba a ser dejada en el olvido, pero la esperanza por remediar, aunque fuera un poco, el daño causado a la familia renace: “Mi tía, la que me crió, un día llamó a mi mamá a decirle que había escuchado algo para la reparación de las personas que habían sido víctimas de algún grupo guerrillero. Mi mamá me llamó y me dijo que ella y todos mis hermanos ya habían dado la declaración, que solo faltaba yo porque necesitan tener todos los testimonios; entonces yo me fui a una sede de la Fiscalía a dar la declaración, yo no fui con esperanza ni nada, uno sabe que con el gobierno las cosas se embolatan”.
Javier comienza a dar su testimonio, en medio de su interrogatorio menciona que fue parte del Ejército Nacional, entonces las preguntas comienzan a ser sentencias y las dudas son fuertes, “me comenzaron a preguntar si era desmovilizado, que por qué había entrado al Ejército”. Mientras cuenta su experiencia en la Fiscalía, parece que comienza a revivir lo que sucedió allí, se para firme, con la mano abierta sobre la pretina del pantalón y habla como quien está frente a un jurado, “yo le dije: ‘señorita, yo vine hasta acá porque mi mamá me lo pidió, ella me dijo algo de una plata, yo no sé”. Ahora su euforia sube, “la señora casi no me deja terminar cuando me ataca diciendo: ‘¿cuál plata?, ¿a usted quién le dijo eso?’”.
Sin embargo, a pesar del recelo con el que fue recibido el testimonio, el caso de don Teobaldo Padilla pudo ingresar a los archivos de la Fiscalía y sumarse a la lista de los 26.026 casos que han sido confesados.
Javier Padilla no tiene esperanza en lo que el Estado le pueda dar a su mamá, “un cuñado mío le regaló una parcelita”, por eso la tranquilidad de su mamá ya no le preocupa, sabe que, aunque ella fue la más afectada por la muerte de su padre, ahora ella puede estar más tranquila.
Él, por su parte, cumplió con lo que podía hacer: denunciar el asesinato de su padre y dejar de ser parte del 98.8% del número estimado de víctimas que ha dejado el conflicto armado en Colombia y hoy aún no han denunciado lo que les pasó.