(Bogotá D.C., Colombia)
Por, Olugna
Es un hombre alto de contextura delgada. Su aspecto desprolijo, indica que la vida para él no ha sido sencilla; que la realidad, quizás, ha sido reducida al éxtasis de cada momento. Su pelo rubio y desordenado, su chamarra negra y desgastada, son indicios de que la década de los 80´s ―a sus probables 50 años― aún habita en él; al tiempo que permanece atrapada en una ciudad que trata de alcanzar ―con más torpeza que precisión― la modernidad de las grandes metrópolis.
No deja de sonreír. Sin mayores preámbulos, comienza la interpretación a capela de dos canciones que, aunque sonadas hasta el cansancio en la radio y en fiestas adolescentes, conservan para muchos la esencia del rock de español, mismo que se desplazaba de casete a casete, dándole la bienvenida a los chicos que por aquel entonces aún no terminábamos la secundaria.
Ese bus que atraviesa la avenida 68 es, por un instante, la tarima improvisada de un anónimo que acompaña el recorrido de esos otros desconocidos que observamos con atención su breve concierto. Estoy a una cuadra del ‘Simoncho’. En unos cuantos minutos, después de tres años de ausencia, Rock al Parque, dejará sonar de nuevo su estruendo en la ciudad. Seguramente, otro bus estará esperando por el carismático intérprete de ‘rolas’ clásicas.
Son las dos de la tarde. Es un Rock al Parque diferente, que rompe, en algunos aspectos, el esquema de años anteriores; sin embargo, el sábado ―en este caso el primero de cuatro días dedicados, en su mayoría, al rock en sus diversas expresiones― conserva la tradición de ser permeado en su totalidad por los sonidos extremos.
Me encuentro al frente de Plaza, el escenario principal. Su tarima es imponente e intimidante. Sobre la pasarela central ―este año mucho más extensa―, Alejandro Amador (‘Splatter´), interpreta las airadas composiciones de una agrupación que ha hecho del hardcore y del punk, los cimientos de su identidad sonora durante un poco más de dos décadas de trayectoria. Lo acompañan, ‘Dilson’, ‘Camaleón’, ‘Chasko’ y ‘Aldo’.
K-rroña, agrupación seleccionada a través de la convocatoria distrital, es la encargada de abrir las presentaciones de Plaza.
Al respaldo de Plaza se encuentra el escenario Bio. 300 metros ―quizás más, quizás menos―, la sala de prensa, la zona administrativa de Rock al Parque y un largo corredor los separa entre sí. Su tarima, un poco más pequeña, igualmente es imponente. En ella, al mismo horario de K-rroña, otra agrupación bogotana de larga trayectoria, es la encargada de abrir las presentaciones del día: Ynuk.
Formada en 2013, la banda bogotana, a través del metal, encuentra el rumbo que la conecta con los ancestros. Su sonido recoge elementos propios de las expresiones estridentes para cruzarlos con las músicas de los Andes.
Sharon Tate y Sus Invitados, es la segunda presentación del escenario. Su propuesta es transgresora y se expresa a través del hardcore y de una puesta en escena que no pasa desapercibida: máscaras, bailarines y danza, hacen de la presentación de la agrupación bogotana formada en 2008, un instante digno de ser narrado.
Entre el humor negro, letras irreverentes y una estética que lástima ideologías conservadoras, el concierto de Sharon Tate y Sus Invitados desencadenó en saltos, gritos y ‘pogos’.
Se aproxima el cierre de Ursus, segundo concierto del escenario Bio. Me detengo en el golpeteo incesante de Diana Cañón en la batería; escucho el grito de batalla de Félix Zamora: «Que todo el mundo sepa que aquí hay un ejército metalero»; observo la respuesta del público. En verdad, el metal ha dejado huella en los barrios de Bogotá. Al igual que el hip hop, pero más enfadado, ha sabido narrar ―de manera directa y simbólica― la tragedia, el amor, el caos y la emancipación de los habitantes de la ciudad.
Formada en 2001, Ursus, es la respuesta a «la injusticia social, la invasión y el abuso capitalista».
Cuatro mujeres provenientes de Brasil y Países Bajos, coinciden en el death metal para dar forma a Crypta, proyecto que empezara a escribir su historia en 2019 y que hoy se presenta en el escenario principal de Rock al Parque.
Fernanda Lira, en el bajo y desde una voz gutural; Luana Dametto, detrás de la batería; Tainá Bergamaschi y Jéssica Di Falchi, a cargo de las guitarras, son un ejemplo claro de que el metal ―ante todo― es un manifiesto que nace en el interior del individuo y lo enfrenta a su propia fragilidad. Al final, todos somos un esqueleto cubierto de piel.
Sobre las cuatro de la tarde, Rock al Parque, es un recorrido por Latinoamérica a través de los sonidos extremos del metal. En Plaza, la presencia de Brasil con Cryptal; en Bio, Muerte Total, formada en Ecuador; en Tarima Radiónica, N.O.F.E, agrupación caleña que ha encontrado en el hardcore una identidad.
El tiempo es corto. Entre tarimas simultáneas no es sencillo elegir el próximo relato que formará parte de la crónica de la primera jornada; sin embargo, Rock al Parque, es eso: la oportunidad de acercarse a sonidos desconocidos. Me inclino por Muerte Total.
Con más de tres décadas encima, Muerte Total, ha dejado una huella extensa y prolífica en Ecuador. Es su primera vez en Rock al Parque, un sueño que la agrupación de death doom está cumpliendo y al que respondió con un concierto que dejó una grata impresión a un público ―lastimosamente― escaso.
Es la primera presentación en la que veo a Herejía sin la presencia de Ricardo Chica. No recuerdo cuando fue la última vez; sin embargo, es un concierto que no pasa desapercibido. En el escenario Bio, es la primera agrupación de la noche.
Es una agrupación imponente que sabido levantarse, reconstruirse y dejar huella con un sonido elaborado y complejo, que combina la composición sinfónica con la densidad del género del que es pionera en Colombia: el death metal.
Música, estética y puesta en escena, envuelven el concierto de Herejía. Es su tercera participación en Rock al Parque, en la última, aún estaba Ricardo.
Regreso a Plaza, una atmósfera sombría cubre el escenario. Es un ritual que rinde tributo a la vida y a la muerte como dos elementos inseparables. Vitam et Mortem, formada en Carmen del Viboral, en dos décadas de trayectoria, ha dejado consigo una extensa huella que se ha mantenido constante y se ha alimentado de una labor disciplinada que hacen de la agrupación antioqueña, uno de los referentes más sobresalientes del metal nacional.
Son casi las siete de la noche. A diferencia de otras versiones, el público asistente a Plaza cubre una cuarta parte de la capacidad del escenario principal de Rock al Parque. No obstante, el retrato de ese instante, es el reflejo de la realidad actual del metal en Colombia; también, un llamado de atención que el género hace a todos sus seguidores.
Ha sido una jornada extensa, el día se ha ido entre conciertos y desplazamientos; fotografías y pequeñas memorias escritas; músicos, periodistas y público. Son las ocho de la noche en el escenario Bio. En tarima: 34 años de historia; el público así lo sabe.
El escenario Bio está lleno. Sus asistentes ―una combinación de generaciones que coincidieron alrededor de Masacre― responden con la emoción que el momento demanda. No es para menos, la agrupación formada en 1988 por Alex Oquendo, Antonio Montoya y Antonio Guerrero, ha sido una narradora contestaria y descarnada de la realidad del país.
Sus canciones son pequeños retratos de la Colombia de la muerte, de esa sociedad que se ha desangrado en medio del terror. Durante su concierto, es evidente la conexión simbólica que ha construido Masacre con su público en más de tres décadas de cada historia.
Al mismo tiempo, Billy The Kid cierra la jornada en Tarima Radiónica y Batushka prepara el camino para Watain. El primer día del regreso de Rock al Parque pronto llegará a su fin. Mañana será el día después del metal.