«En la planta el ortiguero, donde nace ya la vida. Para consentir la vida hay que recibir ortiga»
‘LA ORTIGA’ (CHIGASUMANDA)
Por: Olugna
Si de las ronchas brotaba sangre era mucho más divertido. Sus hojas rasposas intentaban advertirnos que jugar con ellas sería peligroso, pero si algo aprendimos de la niñez es que no hay raspadura que el mertiolate no pudiera curar, y que hinchazón era un escarmiento. Cada lapo dejaba huella en la piel. Para algunos de nosotros era un rejo natural con el que jugábamos, pero para otros era la forma en que sus padres los castigaban. Éramos niños, sabíamos que no era una planta amigable y nunca nos preguntamos su origen; tampoco nadie nos explicó.
La ortiga, al igual que otras especies que gozan de mala reputación, posee su propio retrato indígena. Es una planta brusca que arde, que pica, que deja huella; pero que también limpia y sana. Éramos pequeños entonces. Cómo íbamos a saber que en nuestras manos teníamos una herencia ancestral; un pequeño hilo conector con la memoria de los primeros habitantes; un sutil recordatorio que nosotros ―supuestamente sofisticados y modernos― también somos hijos de la misma tierra.

Toda anécdota de la niñez tiene el potencial de convertirse en los vestigios de una experiencia adulta. En este caso, el juego con la ortiga es el punto de partida que nos ofrece una conexión con esta planta que ha sido retratada y homenajeada en una canción que nos presenta Chigasumanda, colectivo conformado por tomadores de yagé liderado por el taita Humberto Díaz.
‘La Ortiga’ empieza con una invocación que establece un puente entre la selva ―aunque muchos no la conozcamos― y el cuerpo. Es un llamado desde lo invisible. Ausente de beats que marquen el compás, es una canción de percusiones, cuerdas y vientos. Desde el primer acorde delata su origen y define su intención. Se siente orgullosa de sus raíces. Es por eso que podemos acercarnos a ella con la curiosidad con la que un forastero pisa territorios desconocidos, pero que de alguna u otra forma, le resulta familiares, como si hubiese un puente invisible que lo está llamando. Es un ritual, una ceremonia espiritual.

Afuera, para la mayoría de nosotros, la selva es un eco lejano. Algo que imaginamos por documentales o fotografías que se quedan cortas. Pero en ‘La Ortiga’ y otras piezas musicales que persiguen una intención similar, la selva se vuelve oído. El golpeteo de tambor, la voz que guía la ceremonia a través de una rima cantada con cadencia, la simetría con la que el ritmo guía una coreografía con la que saludamos a ancestros que no conocimos, pero a los que podemos acercarnos a través del yagé.
‘La Ortiga’ es, también, la puerta de entrada a ‘El Guardián de la Noche’, álbum ceremonial que nos ofrece Chigasumanda. Un disco que persigue una sola intención: recordar para existir; que no tiene pretensiones, porque tampoco las necesita. Su origen y su destino es el mismo: la memoria.
‘El Guardián de la Noche’ fue grabado en el corazón del Putumayo, bajo la guía del taita Humberto Díaz, discípulo del reconocido taita Querubín Queta. Él es quien da nombre al álbum y quien ha cuidado, por años, el camino del yagé como forma de vida y sanación.
La pieza fue trabajada junto a Juan Carlos Pellegrino y Vanessa Gocksch, fundadores de Systema Solar, quienes se adentraron en el universo del taita como productores invitados, pero también como tomadores de yagé que llevan años recorriendo ese territorio.

―‘La Ortiga’ es una pieza onírica que busca abrir nuevos encuentros con la medicina del yagé, conectando la tradición espiritual con dimensiones sonoras y visuales contemporáneas―, explica Pellegrino.
La canción ―como todo el disco― fue grabada en binaural. Esto significa que quien la escucha con audífonos, se adentra en la experiencia tribal. El sonido se mueve en círculos, como lo hace el tabaco en una ceremonia, como lo hacen los cantos del taita Humberto cuando se sienta frente al fuego. No hay efectos grandilocuentes, ni una producción recargada: solo espacio vivo y respiración compartida con la selva.

El videoclip, dirigido por Gocksch ―también conocida como Pata de Perro― fue grabado durante una noche de ceremonia. Ahí no hay actuación, hay testimonio.
―Quise dejar que la selva hablara, que el fuego, los cantos y las plantas nos guiara visualmente, sin imponer una narrativa―, expresa el director.
Así puede percibirse: es la historia que nos cuenta la selva, es la presencia de la selva rodeándonos. El fuego, los cuerpos en sombra, el ritual, la ortiga misma, nos dicen más que cualquier voz en off.
Chigasumanda, como colectivo, «no busca fama ni espectáculo. Es una memoria viva para las futuras generaciones, una invitación a recordar que la vida es sagrada», expone Pellegrino.
Su trabajo ―respaldado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes― es una respuesta espiritual y artística a la amenaza constante que enfrentan las tradiciones indígenas. Un intento por dejar registro antes de que los cantos se apaguen, antes de que la selva quede reducida a mapa o postal.
Este disco no es para todos los oídos. Y esa es precisamente su fortaleza. ‘El Guardián de la Noche’ no es una playlist convencional. Se hace a través de los sentidos, se digiere con la misma fe que se toma el yagé, se percibe a través del silencio interior. Es una ofrenda. Una forma de decir que todavía es posible recordar, sanar y volver.
Sobre Olugna
Cada crónica es un ritual. Quizás suene demasiado romántico, pero así es. Así soy yo, complejo y trascendental; sensitivo y melancólico, pero entregado a una labor que, después de algunos años, me ha abierto la posibilidad de vivir de mis dos grandes pasiones: la escritura y la música. A la primera me acerqué como creador, a la segunda –con un talento negado para ejecutarla– como espectador.