El Eternauta nos muestra que, aunque la nieve no cubra nuestras calles, sabemos lo que es resistir y aprendimos a no rendirnos
Por: Sebastián González Z.
Desde Colombia, El Eternauta se nos presenta como una de esas obras que atraviesan fronteras sin necesidad de traducción. Aunque su nevada caiga sobre Buenos Aires y su invasión silenciosa tenga coordenadas porteñas, lo que narra —el miedo, la represión, la resistencia colectiva— nos resulta extrañamente cercano. Escrita en 1957 por Héctor Germán Oesterheld, esta historieta argentina de ciencia ficción parece hablarnos a todos los latinoamericanos que crecimos bajo la sombra de gobiernos autoritarios, desapariciones forzadas y verdades silenciadas.
El Eternauta no es solo un relato fantástico sobre una invasión extraterrestre, sino una metáfora vibrante sobre el valor del anónimo, del héroe colectivo que enfrenta lo imposible. Y esa lectura se volvió aún más desgarradora cuando, años después, su autor fue secuestrado y desaparecido por la dictadura argentina, convirtiéndose él mismo en parte de la historia que había imaginado. Hoy, con una serie que revive su universo para las nuevas audiencias, es inevitable preguntarse por qué este relato sigue doliendo, y por qué, aún lejos de esa nevada, seguimos sintiendo su frío.
Este trabajo se impone como una obra que no necesita pasaporte para calar hondo. Aunque la nevada letal caiga sobre Buenos Aires, lo que cuenta —la invasión del miedo, la resistencia de los invisibles, la urgencia de no rendirse— nos habla a todos. Porque este cómic argentino escrito por Oesterheld, el cual no es solo una distopía magnífica: es una advertencia en forma de historieta, una memoria que se niega a morir. Ahora, con la serie de Netflix dirigida por Bruno Stagnaro, El Eternauta regresa como un estallido contemporáneo, más vigente que nunca, más punzante que ayer.

La historia se mantiene: una nevada mortal comienza a caer, matando a todo aquel que entre en contacto con ella. Juan Salvo, junto a su familia y vecinos, se convierte en protagonista de una resistencia improvisada que, con el tiempo, revela una invasión planificada. Pero lo que en el cómic era ya perturbador, en la serie se vuelve visceral. La nieve no es solo amenaza: es trauma colectivo. Y esta adaptación televisiva lo deja claro desde el primer plano. Aquí no hay consuelo, solo supervivencia. El director Bruno Stagnaro —el mismo de Okupas— lo entiende bien: la tragedia no se embellece, se exhibe con las uñas sucias. La serie acumula más de 15 millones de visualizaciones en su primera temporada solo en América Latina, una cifra que habla no solo de la curiosidad por el clásico, sino del hambre por una historia que nos interprete.
El trabajo de Ricardo Darín como Juan Salvo es una actuación sólida, es una encarnación profundamente humana del héroe colectivo que imaginó Oesterheld. A diferencia del Juan del cómic, que tiene algo de arquetipo silencioso, el Juan de Darín es carne viva, con miedo, con dudas, con ternura, pero sobre todo con la responsabilidad que pesa cuando uno no huye sino que se queda a resistir. Junto a él, Ariel Staltari —inolvidable también en El Marginal— interpreta con fuerza y calidez a Favalli, el personaje que en la historieta representaba el conocimiento, la lógica, la ciencia como trinchera. La química entre ambos eleva el relato: sus diálogos, sus miradas, la forma en que cada uno enfrenta la catástrofe, construyen una narrativa emocionalmente densa que no da tregua.
Y en medio del caos, la música. La banda sonora de El Eternauta es parte del tejido emocional de la serie. Desde el primer capítulo, donde Juan Salvo —interpretado por un Ricardo Darín introspectivo, desencajado, profundamente humano— canta suavemente ‘Avellaneda Blues’ de Manal, se deja claro que esta no es solo una historia de ciencia ficción. Es una elegía. Esa canción, un himno fundacional del rock argentino, evoca el humo, la derrota, la ciudad enferma… y en la voz cansada de Juan se convierte en declaración de un sobreviviente. Canta como si tratara de recordar quién era antes de que el mundo se apagara. Canta para no enloquecer. Canta para seguir siendo.

Desde ahí, la serie construye su atmósfera con una curaduría precisa y profundamente emocional. Suena ‘Yoni B’ de Él Mató a un Policía Motorizado, y la distorsión nostálgica se vuelve el eco de una Buenos Aires vacía, aun temblando. Los Espíritus ponen ‘Amor Ausente’, en una escena donde la amenaza es invisible pero constante, y la música arrastra consigo una sombra espiritual. Bandalos Chinos aporta ‘Te Vas’, usada con una sensibilidad demoledora mientras Juan acepta la pérdida irreversible de su cotidianidad. También está el post-punk de Las Ligas Menores, con ‘Accidente’, que se mete bajo la piel mientras las calles comienzan a llenarse de cuerpos inertes.
Y no se trata solo de un soundtrack moderno para una serie con aspiraciones estéticas: estas canciones funcionan como mapas emocionales. Cada una marca un territorio distinto del duelo. Son canciones que acompañan la caída de un mundo, que narran el miedo sin necesidad de diálogo. No es música incidental: es la voz de los que no gritan. En esta serie, el apocalipsis no suena a orquesta hollywoodense ni a sintetizadores épicos. Suena a rock argentino, a guitarras que lloran, a letras que duelen. Suena a una Buenos Aires que se niega a desaparecer.

Detrás de todo esto está el nombre que lo cambia todo: Héctor Germán Oesterheld. Escritor, periodista, guionista, padre. Militante de Montoneros, cronista de la dignidad. Tras reescribir El Eternauta en 1969 con una carga política mucho más directa —donde el invasor ya no era solo extraterrestre sino también ideológico— fue perseguido por la dictadura. En 1977 fue secuestrado por el régimen militar argentino. Nunca se supo más de él. Ni de sus cuatro hijas. Todos desaparecidos. Todos asesinados. El Eternauta dejó de ser solo una ficción: se convirtió en epitafio.

Hoy, ver la serie es también un acto de memoria. Bruno Stagnaro entendió que no se trataba solo de adaptar un clásico, sino de no traicionar su espíritu. Su dirección es austera pero potente, comprometida con lo colectivo más que con el espectáculo. La nieve cae con peso político. Las máscaras no son un recurso visual: son símbolo. De anonimato, de resistencia, de humanidad.
La segunda temporada, ya confirmada, promete sumergirse aún más en el corazón de la invasión. Se espera la llegada del Hombre de los Manos, más presencia de los Ellos, y una evolución emocional en Juan Salvo que lo llevará a tomar decisiones irreversibles. Todo indica que lo que viene no será solo más épico, sino más desgarrador. La promesa de continuidad no alivia: presagia.

El Eternauta no es una serie sobre el futuro: es un espejo incómodo del pasado y una advertencia urgente sobre el presente. Nos recuerda que las dictaduras no necesitan uniformes para existir, que el olvido mata más que cualquier invasión. Que hay que contar estas historias. Una y otra vez.
Verla duele, pero también consuela, porque, aunque la nieve no caiga sobre nuestras calles, sabemos lo que es resistir. Sabemos lo que es no rendirse. Y sabemos que a veces, el verdadero héroe es el que aguanta, el que no se va, el que se queda. Como Juan. Como Héctor. Como tantos otros cuyo nombre el viento aún no borra.
Sebastián González Zuluaga es un cuyabro de pura cepa, rockero de corazón y futbolero de pasión. Estudiante de último semestre de derecho en la UGCA de Armenia y director de Tendencia Rocker, combina su amor por la música con una visión crítica del mundo. Siempre entre el ruido de las guitarras y el debate, busca dejar su huella en la cultura y el derecho.