Por, Edward Alejandro Vargas Perilla
Nadie hubiese imaginado que el principio del fin fuera tan silencioso, imperceptible y poco ceremonioso como el monótono sonido del reloj de pared de la sala de estar, tan solitario e insulso como las vacuas divagaciones de una mente cansada y harta de todo.
El principio de su fin, supongo, fue cerca de las dos de la madrugada… mientras yacía agazapado en un rincón de la estancia, respirando lentamente, casi con dificultad… presintiendo que las fuerzas abandonaban su cuerpo poco a poco y que la luz escapaba de sus ojos por la ventana, siguiendo el movimiento lento y silencioso de la bóveda celeste.
En medio de la tibieza de la estancia, su cuerpo reposaba en ese rincón, protegido por las sombras que proyectaban los muebles con la precaria iluminación naranja de las farolas de la calle, una calle inmensa y solitaria en la que acaso el aullido de un perro en la lejanía avanzaba con ecos tímidos y los aleteos de las polillas hipnotizadas que chocaban contra los cristales de la ventana, para finalmente morir en el alféizar.
Los parpadeos de sus ojos, muy lentos, dejaban ir con su luz los recuerdos de tiempos mejores; los recuerdos de tejados rojos, grises, blancos y verdes; dejaban ir el aroma del césped recién cortado, el recuerdo del trino de pájaros y el incesante ir y venir de las personas por banquetas atestadas del ruido de la cotidianidad; esa cotidianidad que jamás conocería la emoción y belleza de los tesoros ocultos en los tejados; tesoros como las bellas flores que crecían con fulgor y dulce aroma en los nidos abandonados por las golondrinas en los canaletes de desagüe, adornadas por plumas grises.
Los parpadeos de sus ojos y su respiración tranquila, dejaban sentir el alivio que producía el sopor de la tibieza de su manta, la frescura de la madrugada que se aproximaba lentamente por el horizonte, con el andar perezoso pero firme y eterno de un sol que en unas horas se alzaría majestuoso y cubriría con destellos de oro y plata todo el valle.
Nadie hubiese imaginado que el principio del fin y el fin de su desenlace fuese tan solitario… nadie, pues no hubo queja alguna en su despedida muda. No hubo queja ni lamento en su último suspiro.
Yo dormía profundamente en mi habitación, con la puerta entrecerrada, dormía profundamente mientras vagaba por sueños de un verde esmeralda intenso, caminando sobre lagos de indescriptible belleza y soledad absoluta; yo dormía con la paz de quien ha cumplido su deber y no teme entregarse a los brazos del descanso, con la paz de una conciencia limpia.
A un costado de mí, descansaba un viejo libro de cuentos, con las páginas amarillas como testigos del largo tiempo pasado, con algunas ilustraciones en acuarela… ya desvaídas por los años y el pasar de dedos infantiles infinidad de veces.
Yo dormía profundamente y por eso me fue imposible escuchar su último suspiro, pero eso, sería algo que deduciría en silencio y con la mirada perdida en la mañana, con una taza humeante de café en la mano y los ojos aún velados por el sueño, de pie, mirando sin mirar… absorto en el paroxismo de una revelación tan inesperada y esperada muy en el fondo del corazón y de la mente.
El día en que partió, en que debió regresar a la tierra como a su tiempo lo hacemos todos, fue especialmente bello; la temperatura era perfecta, el cielo azul y profundo… el olor a césped recién cortado y las flores de los melocotoneros perfumaban todo el valle, mezclados con el dulce sutil y amante del tabaco madurado. Era un día perfecto, hermoso; uno de esos días en que le gustaba descansar con la cara contra el cristal viendo indiferente el trasegar del mundo, era un día de esos en que solía subirse a mi regazo y quedarse ahí, hojeando los libros conmigo, acercándose a olfatear el café recién preparado… con esa ternura y curiosidad que siempre le caracterizaron.
El día en que partió… lo envolví en su manta favorita, una digna mortaja… lo supuse así, puesto que fue en esa manta que pasó sus más dulces horas de sueño desde muy pequeño. Era evidente que más nunca le volvería a ver, pero la puerta de mi alma siempre estaría abierta desde el último escalón de los sueños para recibirle en visitas cortas; tan cortas, como efímera y fútil es la vida en sí misma.
El fin del fin, fue, no otro y menos ceremonioso, que depositarle con cuidado y parsimonia en aquel agujero en el jardín, bajo los arbustos en que tanto le gustaba estar y luego, dejar caer una tras otra las cargas de tierra que ocultaban y sepultaban su cuerpo pequeño y enjuto.
Sembré unas cuantas flores sobre aquella tierra suelta y ya bastante removida, con el anhelo de verle seguir vivo en otra forma, más allá de su receptáculo ahora insulso y vacío.
Volví adentro, encendí un cigarro, de manera automática, despacio… inconsciente de la acción; di unas cuantas caladas y con el exhalar del humo y sus girones, una lágrima escapó por la comisura de mis ojos y desató el mar de llanto contenido hasta ese momento.
Terminé de fumar, apuré el café de un sorbo y decidí lavar mi cara para salir a caminar un rato y respirar; necesitaba desesperadamente moverme y dejar salir la tristeza de mi cuerpo paso a paso… el agua fría se sintió como un bálsamo purificador; tomé la toalla que colgaba perezosa a mi lado izquierdo y procedí a secarme con calma; aún había un leve olor a lavanda en sus fibras; abrí los ojos lentamente y aunque algo enrojecidos por el llanto, tenían un hermoso color, un color entre verde y amarillo que desde el espejo me regresaban una mirada tierna, llena de comprensión… era una mirada de despedida, una mirada que más nunca se iría de mis recuerdos… pues desde el espejo algo empañado y limpiado torpemente con la mano, podía ver claramente que eran los ojos de mi gato los que me devolvían la mirada, eran los ojos del gato que me decían hasta pronto.
Allí, de pie y con el corazón encogido por el choque de emociones encontradas, en una avalancha de pensamientos, me daba cuenta que, cual efeméride anticipada, frente a mí estaban… y estarían por siempre, como un te amo suspendido por la eternidad de un suspiro anhelante… los ojos del gato.
(Tauramena, Casanare, Colombia)
Sobre Edward
Mi nombre es Edward Alejandro Vargas Perilla, tengo 32 años y… conoce un poco más del autor aquí
Revisó: Equipo Editorial Narraciones Transeúntes
La despedida a un amigo que, a su manera, nos hizo sentir su amor
2 Comentario
Eres único, me encantan todos tus escritos, soy tu fan número uno Honey.
Me encantó, se nota la pasión , tu relato y lo que transmites sigue así