Tamara

De amores inciertos y café frío, el romance de Tamara

Tardó un buen rato en darse cuenta que había sido flechada por el amor

(Tauramena, Casanare, Colombia)

Por, Edward Alejandro Vargas Perilla

Y allí estaba ella, sentada a la mesa con un café tibio sobre la pila de libros pendientes. Allí estaba, pero algo ajeno a ella, tenía distraída su mente, su mirada, allí estaba, perdida más allá de todo y de todos; y en aquel ensimismamiento, el cigarro que había encendido con premura ansiosa, yacía consumido en su mano.

Tamara, sí, así se llamaba… o eso me parecía a mí. La dulce muchacha de cabello rizado y lentes gruesos, seguía allí, sentada; su cuerpo permanecía inmóvil y su pecho se hinchaba cada tanto con suspiros, con una sonrisa encantadora.

Ella seguía allí, sentada… pero su mente hacía largo rato se había marchado con un gesto amable; el gesto amable de aquel joven de cabellos desorganizados, barba descuidada y mirada profunda que le había ofrecido lumbre para su cigarro. Su mente se había ido con él y esa sonrisa tierna y sincera.

Mientras todo sucedía y Tamara seguía inmóvil, como un gato en alerta que espera el momento adecuado para lanzarse sobre su presa; y del otro lado del café estaba sentado yo. Estaba sentado, contemplando en silencio la escena, contemplando a Tamara mientras ella viajaba en nubes violetas a través de sus pensamientos.

La observaba sin perder detalle alguno; observaba, eso era todo… pero en mi mente las cosas eran diferentes, pues también yo estaba perdido ahora en mis pensamientos. En mi cabeza, un relato, un cuento… había empezado a escribirse.

Mi cigarrillo también se consumió solo, mi café también se puso frío en la taza mientras esperaba a ser bebido, cosa que jamás ocurrió…  y mis manos ya expertas en canalizar los besos de las musas, tomaron automáticamente una libreta, un bolígrafo y desbordó en palabras que más tarde leería con ternura en la privacidad de mi estudio.

Tamara tardó tal vez veinte o treinta minutos en volver en sí, en comprender qué estaba sucediendo, en asimilar que había sido flechada por el amor, había sido alcanzada por un pétalo de Eros en la flecha de un cupido travieso y voluntarioso; tardó un buen rato en darse cuenta que había sido flechada por el amor.

Tal vez un amor idílico, como el de sus libros favoritos, esos que devoraba en las noches de insomnio; un amor como el de esas películas a blanco y negro que llenaban el estante de sus colecciones… tal vez un amor efímero y pasional, pero amor al fin de cuentas.

Tardó un rato largo, pero su sonrisa jamás se desvaneció. Tardó el tiempo que quiso, tardó el tiempo necesario para dejarme escribir sin perder detalle, tardó y no tardó… era extraño, era lindo, era divertido.

Era toda una maravilla a mis ojos y tal vez a los ojos de quien estuviera viendo como yo veía a aquella muchacha que no sabía que era observada y se había ido en pensamientos en la mirada profunda del muchacho del cabello desordenado.

Era una maravilla la sincronicidad del universo, era una maravilla la sonrisa de la muchacha, mis ojos perdidos en su sonrisa, mis manos inquietas sobre el papel… era toda una maravilla…. El sol por la ventana, el sonido de los automóviles allá afuera en la autopista, el pregón eterno del vendedor de diarios, la publicidad ensordecedora que incitaba a comprar cosas inútiles en aquel viejo radio polvoriento de la cafetería.

Era una maravilla ser parte de una cadena de sucesos propiciados por una sonrisa, un gesto, una pregunta; por mis ojos imprudentes y curiosos que miraban al otro lado del café a la muchacha tímida con el cigarro en su mano y el joven atento con la lumbre en sus dedos.

El clima era insuperable, la temperatura, la humedad era perfecta, el aroma de los dientes de león que crecían voluntariosos y rebeldes en las juntas de la banqueta era exquisito. La música era hermosa, aún sin saber a ciencia cierta qué demonios era lo que estaba saliendo del radio destartalado y polvoriento.

Al final, volví de a pocos a mí mismo; volví a ser consciente del lugar donde estaba, de mi mirada indiscreta fija en la joven, de mi café frío, de mi cigarro consumido… de la hora que era. Al final, pedí la cuenta de mi bebida y también la cuenta de Tamara, aunque… jamás sabré si realmente se llamaba así. Di las gracias a la amable señora que me entregaba el cambio en las manos junto con algunos caramelos de anís; me levanté y me dirigí despacio y con timidez a la doncella de la sonrisa inmóvil y eterna.

Le dije buenas tardes, dejé salir una enorme sonrisa y con la imprudencia típica de los buenos deseos y del buen humor le dije —tal vez deberías hablarle la próxima vez, ten una linda tarde —le dejé algunos caramelos sobre la mesa y me marche sin mirar atrás.

Jamás sabré si aquella dulce chica volvió a ese café, puesto que yo me marché de la ciudad pocos días después y nunca regresé; jamás sabré si se animó a hablar con aquel joven de mirada profunda y cabello desordenado; jamás sabré si se amaron, si salieron… si su nombre era Tamara o Isabella, Milady, Sarah o Sofía. Sólo sé que, esa tarde, gracias a esa sonrisa… nació un relato, un cuento… y en mi cuento fueron felices, se reencontraron con un abrazo, con un beso eterno y un café pendiente y frío sobre la mesa.

Jamás sabré si la volveré a ver a ella o a él, pero se con la certeza del escritor viejo y callado, que en mi cuento fueron felices, que esa tarde de un abril incierto en la mesa de un café… nació un romance fantástico y puro, como lo son las cosas simples, nació el romance de Tamara.



Sobre Edward Alejandro Vargas Perilla (Aquí)

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