(Mosquera, Cundinamarca, Colombia)
Por, Aleks Gofuk
No era un día particular, tampoco era especial, más bien fue un día donde la sensibilidad debía dejarse un poco de lado (casi extinta), porque una historia de vida como la de Gio, por su condición de salud, generaba muchas preguntas, y también misterio.
Lo conocí por intermedio de un familiar, que estaba informado de su caso, y este le consultó si quería relatar su historia para una actividad académica; y él accedió.
No podía invitarlo a tomar un café, una cerveza o quizá a un almuerzo, pues estaba internado en la Clínica Fundadores, en la ciudad de Bogotá. No recuerdo el piso ni el número de habitación donde se encontraba para controlar su enfermedad, aunque sí recuerdo el olor de aquel lugar, algo especial, creo que caracterizado por ser paciente VIH cero positivo.
La enfermera que me llevó hasta allá era muy cordial con su paciente, tenía carisma y buena actitud con él, a pesar de su estado de salud, el cual iba deteriorándose poco a poco. Me acerqué para saludarlo, extendiéndole y estrechando su mano derecha, y ante la sensación de frialdad en su extremidad, también sentí un ser humano con un corazón cálido y amable, tal vez arrepentido por llevar una vida de “excesos”, cuando pudo elegir un mejor camino, con una profesión o haber aprendido un oficio.
Me invitó a sentarme en una silla que quedaba cerca de la puerta del baño de la habitación, y se disculpó por no poder ofrecerme algo para tomar, y asentí con la cabeza, como gesto de que no era algo importante ante el decoro o el protocolo al que estamos acostumbrados como sociedad. Entonces, descargué mi morral, lo abrí y le entregué unas frutas como acto de cortesía y agradecimiento por permitirme conocer su historia. Me miró, y con sonrisa tímida y acongojada me agradeció por el detalle, que para mí fue atrevimiento porque no supe si las frutas eran de su agrado.
Antes de iniciar con el relato me dijo (a manera de complicidad) que en ocasiones entra seguido al baño, no porque tuviera que hacer lo fisiológico, sino porque tenía que controlarlo fumando cigarrillo (que escondía entre su ropa), pero debía hacerlo sin que se dieran cuenta, pues no estaba permitido en la clínica.
—¿Controlar qué? —le pregunté directamente.
—Mi adicción a la marihuana —respondió, algo avergonzado.
—Ok, ¡entiendo! —Le dije para que perdiera cuidado con esos prejuicios.
Inició su relato, y fui notando que aparte de su frialdad corporal, tenía un tono entre amarillo y ocre, lo cual es una característica de los pacientes diagnosticados con VIH.
Movía sus manos con frecuencia (tal vez por la ansiedad al intentar abstenerse), hablaba con tranquilidad, aunque llegó a aclarar que ya estaba resignado, pues los médicos no le daban más de un año como esperanza de vida, y posiblemente por ello el tono en su voz.
En cada palabra que le escuchaba encontraba paz y un poco de nostalgia, pues contar la historia de tu vida genera choque de sentimientos, esos que los de corazón inerte no conocen, estando “vivos”.
No lo visitaban mucho sus familiares, porque su madre y hermana vivían en ese momento en una población de Cundinamarca, a dos horas de la ciudad capital. Lo importante es que mantenía comunicación a través del teléfono celular, y eso le daba algo de alegría, poder escuchar a sus seres queridos. Incluso me invitó a conocer a su familia cuando ellas fueran a visitarlo, pero no confirmamos esa opción en algún momento.
Se excusaba porque narraba en desorden cronológico, sonreía y continuaba relatando. Yo solamente le hacía saber que no le pusiera atención a la cronología, que lo importante era que él se sintiera bien contándolo.
No profundizaba en ciertos detalles, como el de poder haber sido todo un experto en temas de encuentros sexuales al intentar calcular sus intercambios de pasión inexactos, pero dando un aproximado de un poco más de doscientas mujeres (sin presunciones), en su mayoría prostitutas, las que conoció a la edad de 12 años cuando siendo amateur callejero les vendía cigarrillos y chicles en frente de su lugar de trabajo, viviendo allí hasta que entró en el grupo legal para ser mayor de edad y sin que llegase a contraer alguna enfermedad como la que hoy le disminuía los minutos.
A relato seguido, podría pensar que no fue así, sin embargo sentía sus palabras sinceras, pues sus estados de ánimo invitaban más a la reflexión que a la fantasía. Y aquí es donde las ironías de la existencia humana empiezan a ser latentes, pues en una época en la que Gio fue reciclador, sin saber del riesgo, se pinchó una de sus manos con una jeringa que estaba en los residuos sólidos de un hospital, por el cual pasaba en ocasiones a buscar material que sirviera para reciclaje, hasta que un operario del lugar de sanidad lo sorprendió escarbando en las canecas de basura y le gritó que era prohibido, pero ese aviso lo recibió dos días después del pinchazo. ¡Algo tarde!
Me pasó su dossier actualizado, que contenía desde el primer resultado de prueba ELISA, la cual le practicaron cuando asistió allí para ser atendido por un dolor en uno de sus antebrazos y brazo, hasta los últimos exámenes realizados de esa, su última vez internado en clínica.
Tenía memorizada la fecha en la que le diagnosticaron su nueva condición, paciente portador de VIH 0+. ¡Vaya noticia! Pues siempre se espera que en la vida si se es “portador”, que sea de algo bueno y para el bienestar general.
Trajeron el almuerzo para Gio, en seguida me miró y dije: ¡buen provecho!, para que no se incomodara porque la alimentación allí es solamente para los internos.
Mientras se alimentaba, me dediqué a hojear su epicrisis, deteniéndome en ciertas fechas, revisando nombres de medicamentos que parecían apellidos eslavos, británicos y hasta checos, muchos desconocidos para alguien común, pues hasta que no nos toca alguna enfermedad, no nos apropiamos de las posibilidades y tratamientos que hay a través de la medicina.
Aquí, ante estos documentos evidencié la fortaleza que Dios le puede dar al ser humano para soportar y resistir tantos elementos invasivos para nuestro cuerpo, esa máquina frágil pero a la vez perfecta que no sabemos mantener y administrar sin evitar situaciones adversas. Aunque puedo decir ahora con total fe y certeza, que Dios es tan misericordioso que permite a algunos reparar pecados a través de una enfermedad, causada por nuestra ignorancia o por nuestra soberbia natural.
Fue una conversación de aproximadamente cinco horas, con sonrisas, enseñanzas, intercambio de palabras y diferentes sensaciones internas, pues para Gio era claro que “la procesión va por dentro”.
Solamente un encuentro formal y real, sincero y práctico, alejado de prejuicios y conceptos sociales, más humano, y esperanzador por instantes, con connato de futuros encuentros, que no fueron posibles, más por mis ocupaciones que por el conteo final en su reloj biológico, aunque sellado con un abrazo, de esos que contienen poder y sensibilidad, clausurándolo con un agradecimiento, de parte de la persona humilde y sencilla que escasea cada vez más en nuestra mundana sociedad.
Podría tomarlo como una bitácora de los espacios eternos para la esencia del ser humano, con melodía de piano de fondo mientras “decoro” estas letras, manifiesto que los médicos se equivocan pronosticando el período de vida de una persona, porque Gio logró vivir casi un año más del que creyeron que estaría entre nosotros, decidiendo Dios elevarlo a su gloria, en el momento y tiempo justo, esperando algún día, que el todopoderoso permita encontrarnos en la vida eterna.