El dios mudo

Es el día cuarenta y tres desde que encontramos la entrada al sepulcro. Quedamos veinte. Estoy muy débil. La carne de rata es asquerosa y vivir bajo el miedo y la oscuridad nos ha minado por dentro.

Por, Jorge Montoya

1

—El silencio no es más que la máscara de los gritos—dijo el profesor. La luz amarilla de los lamparines iluminaba apenas la cámara mortuoria y el aire tenía un olor pesado y oscuro. Todos estaban arrodillados, mirando la inscripción de una puerta sellada—. Es una maldición—prosiguió el profesor—. ¿Ven ese cráneo pintado? Ponían eso como advertencia.

Hubo un silencio que primero fue consternación, luego asombro, después miedo. Después de todo lo que habían visto, ¿aún había algo más? Ninguno se atrevió a contestar. El profesor se levantó trabajosamente, miró a todos con ojos afiebrados y como alucinados.

—Descansemos por hoy— dijo —Abriremos la puerta mañana.

2
SOY EL PROFESOR OCTAVIO MICULICICH. Es el día cuarenta y tres desde que encontramos la entrada al sepulcro. Quedamos veinte. Estoy muy débil. La carne de rata es asquerosa y vivir bajo el miedo y la oscuridad nos ha minado por dentro. He perdido mi diario, no sé cuándo. No escribía en él desde hace varias semanas, así que aquí dejo un resumen de lo ocurrido.

Comenzamos el 20 de enero desde la cueva de Sogdiana, en el valle de Zeravshan, en Tayikistán. Un grupo de cuarenta y cuatro hombres. Mi ayudante, Javier M., la arqueóloga Carolina P., los camarógrafos de la National Geographic, Francis Wallace y George P. Depress, treinta y nueve hombres para la faena, y yo. Trece días después de bajar por la garganta de la cueva—descenso peligroso, estalactitas, mierda de murciélago—nos topamos con un laberinto tallado en la roca, con muros que el medidor láser calcula en cuatrocientos cincuenta metros de altura y pasadizos del ancho de una calle. Los lamparones de pila nuclear resultaron insuficientes, apenas si podíamos ver a un radio de quince metros. Aun así pudimos advertir que los muros estaban tallados con escenas que Carolina calificó de sucesión narrativa no lineal de los mitos yaghnobianos con especial preferencia por la génesis del mundo por Shugnani, el dios mudo[1]. Era sobrecogedor caminar flanqueado por esos altos relieves. Uno los veía y era imposible creer que todo eso había sido hecho por personas, porque todo dejaba un sabor a supra humanidad, de una magnitud tal que intimidaba. La pata de una de las criaturas talladas medía cincuenta metros de largo por veintinueve de alto y los muslos se perdían allá arriba, en la negrura. Nos sentíamos como un grupo de hormigas explorando una habitación, perdiéndonos por días en los pasadizos, caminando entre una oscuridad que nos amortajaba y un silencio vacío y muerto. El aire también estaba muerto, porque nos asfixiábamos y sentíamos ahogos. La comida comenzó a escasear y la racionamos. Comencé a palidecer

A la tercera semana de entrar encontramos un pasadizo que nos llevó a un abismo. Bajamos durante seis horas y al llegar al fondo encontramos que todo era un valle negro y lleno de huesos y armas. A lo lejos se veía el dintel de una puerta gigantesca. Identifiqué escudos con diseños helenísticos, quizá de cuando Alejandro Magno conquistó la zona. Había charcos pestilentes y escuchamos ciertas voces lastimeras que los camarógrafos de la National Geographic consideraron —con temor y poco convencidos—eran el producto de vientos internos en la caverna. Empezamos a enfermarnos. Vimos zancudos del tamaño de un perro que nos atacaron y tuvimos que defendernos con bengalas y humo. Al ver los insectos, Carolina propuso desertar de la misión, pero yo no iba a detenerme por un grupo de Aedes albopictus con esteroides, después de todo lo que había tenido que hacer para conseguir la licencia y los fondos para el proyecto. Perdimos a seis hombres que se alejaron demasiado del campamento y de la luz. Atravesamos el fondo del abismo en cinco días y encontramos la puerta gigantesca, pero era de piedra maciza. Inamovible. Era imposible que algo así frustrase mi proyecto. Había más detrás de esa roca, lo intuía, lo sentía. Llevábamos dos cargas de explosivos y propuse usarlas para abrirnos paso. Carolina y los camarógrafos se rehusaron. Amenazaron con denunciarme ante la sociedad arqueológica si destruía la puerta. No me dejé amedrentar. Yo atravesaría todo con tal de encontrar las ruinas, sacrificaría a mis hombres y a mi equipo, y hasta pactaría con el dios con tal de llegar. Dinamité la puerta. En la caverna el eco de la explosión resonó con tal fuerza que por unos momentos solo oímos un pitido seco y agudo. Algunos se rehusaron a continuar. Les dije que si querían podían desandar el camino, arriesgarse con los insectos y el laberinto y salir de la caverna. No tuvieron más opción que seguirme. Atravesamos el portal y llegamos a una explanada y a una necrópolis. Todo era de un barroquismo sombrío. Mausoleos en forma de fauces. Estatuas de reyes con cabeza de murciélago. La exploración de las tumbas demoró diez días. La comida se hizo más escasa y tuvimos que cazar las ratas que pululaban en el cementerio y que no podíamos ni imaginar cómo hacían para sobrevivir en un lugar así. Antes de llegar al final, uno de los camarógrafos enfermó súbitamente.

3

El calor me disuelve. He caído enfermo después de una pesadilla, luego he comenzado a delirar sin remedio. Vomito la comida y sudo como si me bañase en lava. Siempre es de noche, siempre estamos bajo la luz escasa de los lamparines. El silencio que rompen nuestras pisadas es antiguo. Wallace me cuida y él y Javier me llevan en una hamaca. Hemos explorado todo y llegamos a una tumba que el profesor asegura es la del dios. Era como un zigurat, solo que en vez de subir, se hundía en la tierra. Todo está compuesto por cámaras conectadas por pasadizos. La oscuridad es casi maligna y avanzar es difícil. A través de la fiebre, las pinturas murales de las cámaras se difuminan bajo  el delirio. No veo sino detalles fugaces. Zarpas, fauces, gestos que simulan la sonrisa de un verdugo, la alegría de un monstruo. Sufro de pesadillas con el dios.  Parece un ojo gigantesco que es al mismo tiempo una boca llena de colmillos. Lo veo frente a un festín en el que se comen manjares hechos con muñones y cabezas. En los momentos de mayor desconexión escucho el contrasentido de un silencio que llama hacia lo más recóndito y oscuro de estos pasadizos.

4

—Pasadizos, pasadizos…, silencio en los pasadizos

—Cálmese Depress— dice Javier — le acabo de inyectar un antibiótico y…

—No le escucha—dijo Carolina­—. ¿No lo ve? Está delirando

—Es la fiebre…

—Es este sitio. El aire está viciado; la falta de luz nos afecta psicológicamente. Debimos habernos ido antes. ¿Qué hemos hecho metiéndonos hasta aquí, sin comida, sin auxilio? ¿No es una locura estar aquí? ¿No es insano dejar que nos siga guiando el profesor, cuando es tan evidente que también está afiebrado, que su ambición por estas ruinas nos está perdiendo?

—Su pasión por la arqueología…

—Su locura, porque eso es, locura, nos va a llevar hasta el mismísimo infierno si seguimos bajando por estas ruinas. ¿Has visto la cara que puso cuando encontró la puerta sellada? Unos ojos febriles, ambiciosos. No le basta haber encontrado todo esto. Quiere más.

Javier no respondió. Habían avanzado galería por galería a través de la tumba y descubierto cámaras llenas de ataúdes verticales donde yacían los sacerdotes del dios. Encontraron una sala llena de ofrendas depositadas sobre cráneos volteados, otra sala de torturas saturada de gritos y de sangre seca. Y habían avanzado a la fuerza, acarreados por la energía del profesor, que los hacia sobrellevar el asombro y el espanto de ver cosas así, catalogando huesos o haciendo bosquejos apurados de los relieves y las pinturas. Por último, hallaron la cámara mortuoria principal, con un catafalco gigantesco, y un altar lleno de escombros.

Los pocos hombres que quedaban limpiaron la cámara y encontraron una puerta sellada en una de las esquinas. “El silencio no es más que la muerte de los gritos”, había leído el profesor y ahora estaba entusiasmado, aún quedada más por ver. —Descansemos por hoy —había dicho—, la abriremos mañana—, y durante la noche sintieron cómo el silencio parecía empozarse y concentrarse dentro de cada uno de ellos

Al día siguiente el profesor mandó colocar los explosivos alrededor de la puerta. Todos estaban expectantes. Habían descubierto una magnitud monstruosa a lo largo del camino y ahora debían toparse con algo tan secreto que tenía una maldición como advertencia. Carolina intentó convencer al profesor de que ya era exigirles demasiado a todos el que continuasen con la investigación, pero el profesor no hizo caso y colocó el mismo el cable detonante.

—Señores, la maravilla de todo lo anterior no es nada respecto a lo que encontraremos detrás de esta puerta — sentenció, y detonó la carga de dinamita

El sonido de la explosión fue callado por un grito que reventó cuando el sello de la puerta se rompió, potente, monstruoso. Y nadie vio la tumba del dios ni vio su cadáver aún putrefacto, porque que el grito los sacó de sí mismos. Era como si la montaña gritase, como si con la intromisión del profesor el dios hubiere despertado y su furia era tal que los poseyó. Uno a uno todos cayeron al suelo, gimiendo, tirando de las orejas hasta extirpárselas en chorros rojos; la maldición los convirtió en una sola masa enfurecida que se agredía a sí misma. Los hombres se lanzaron unos contra otros, se arrebataban pedazos de piel y se mordían hasta que la sangre se les mezclaba con la saliva. Bajo el influjo del grito que los torturaba con su intensidad comenzaron a comerse sus propias lenguas, a arrancarse los músculos. Carolina se lanzó sobre uno de los hombres y comenzó a masticarle la nariz mientras este le desgarraba los senos. Uno de los camarógrafos se reía histéricamente en tanto se rompía la mano izquierda con una roca, a cada golpe sus dedos parecían retorcerse y el dolor le intensificaba el delirio. Uno de los hombres tuvo una visión tan espantosa que gritando se vació los ojos con las manos y los estrujó hasta que de su puño brotó un líquido espeso y blancuzco. Se mecieron los cabellos, se arrancaron los párpados, tiraron de sus labios tan fuerte que la piel de los carrillos se les desgarró y la boca se les convirtió en un jirón sangriento.

Antes de sucumbir en un sacrificio dantesco, antes de desaparecer entre la oscuridad y la tristeza de las ruinas, antes de que las luces se apagaran, lo último que vieron fue cómo el profesor gritaba y aullaba mientras estrellaba violentamente su cabeza contra las piedras del altar de ese dios mudo.

[1]¨En un principio, cuando todo era increado, solo había el silencio. El dios mudo originó el primer acorde de la creación a partir su esencia más infame. Shugnani había sido un demonio en otra dimensión y en castigo por revelarse ante su señor, se le condenó a un encierro en este universo. En venganza él creo el mundo y lo habitó de bestias que llamó humanos y eran físicamente idénticas a su señor, y los trató como si ahora él fuese el señor y ellos esclavos, y les enseñó el arte de la guerra y la especulación económica. Contaminado por la muerte, Shugnani falleció y fue enterrado en la necrópolis de Boar, en una zona comprendida dentro del valle de Zeravshan¨. Miculicich, Octavio, Interpretaciones de los mitos de los Yaghnobi, pág. 402

Un poco más de Jorge

Me llamo Jorge Montoya y oficialmente soy un homeless desde hace un día. (05/09/18). Estoy buscando trabajo. He dormido en un portal, junto a un venezolano, y leo una y otra vez el mismo libro de Oswaldo Reynoso. He sido tentado dos veces para recibir dinero a cambio de sexo. Mi mochila tiene una chompa, dos polos negros Killstar, un pantalón negro, dos mudas de ropa interior, una manta, una botella llena de agua de caño, un cuaderno, una pluma estilográfica, una bolsa con la mitad de mi almuerzo, pinceles, un estuche de acuarelas y 16 gramos de marihuana. El momento más feliz de este año fue el concierto de Luca Bocci. No diré el más triste. +51 941717362 para conversas ‘random’ por WhatsApp.

Revisó: Iván René León

Dos deseos y una siesta

Se podían ver dos cuerpos acurrucados en la cama: él abrazaba la espalda de ella, y el silencio hacía lo mismo con los alrededores.

Por, Sofía Betancourt

(Bogotá, Colombia)

Se podían ver dos cuerpos acurrucados en la cama: él abrazaba la espalda de ella, y el silencio hacía lo mismo con los alrededores. El cabello de ella se extendía verticalmente sobre la almohada, como si fuera una línea continua de su cuerpo. Él estaba tan cerca de su cuello, que cualquiera hubiese pensado que le estaba susurrando sus más hondos sentimientos provenientes de una recolección exhaustiva de devaneos pasados.

La alcoba respiraba con ellos: era la formación de un único conjunto de aire; un único pulmón llevando su propio ritmo. A pesar de que no había ninguna luz encendida, y la noche era espesa e impenetrable, la figura de ella era la de un dinosaurio bebé despertando de aquella larga siesta que llamamos gestación. Estirando su cuerpo se abría camino para salir del cascarón imaginario, y toda ella brillaba del color de la luna reflejada en la hoja de una navaja.

Su luz palpitaba de vez en cuando, y él la sostenía más fuerte con sus brazos. También podíamos ver cómo fruncía el ceño y se esforzaba por no despertarse de aquella otra siesta. El brillo de ella florecía con menos trabajo, pero más intenso. Él apretaba sus dientes y la contraía hacia su cuerpo; no era que le molestara la luz, sino porque sabía que ella despertaba.

Sentía el cariño que la envolvía: era el calor de un amor tan cargado, que ella perdía su fuerza física con cada abrazo que él reiniciaba. Él quería decirle que ella era su mundo, y aun cuando ella ya sabía esto, trataba de zafarse de la órbita. Y aunque intentó, el amor fue tan poderoso, que ella se desvaneció en una brisa de arena blanca que lo acompañó hasta el día de su muerte.

¿Qué nos dice Sofía sobre ella?

Nací en Bogotá, tengo 22 años, soy estudiante de economía y literatura en la Pontificia Universidad Javeriana, y creo en mi obsesión por las matemáticas y el lenguaje. “Dejo pasar un millón de oportunidades para enseñarle a la vida que no es cuando ella quiera sino cuando a mí se me dé la gana” (TetricMachine), en mis ratos libres toco la guitarra, me disfrazo de la novia de Batman y me la paso decorando la Bati-cueva.

 

Revisó: Iván René León

La noche

Sangre, hedores, gritos, voces, lamentos, llantos, rostros dentro de la penumbra, ojos al acecho. El ladrido insistente de un perro; cerca, después lejos, todos al unísono.

Por, Gabriel Cedillo López

La noche era extraña, de aquellas donde cualquier ruido parece provenir de algo amenazante o de alguien que implora por auxilio. La oscuridad. Aquella donde de cualquier rincón sumergido en la negrura pareciera emerger un horror inenarrable, una danza de espectros, criaturas inimaginables, perturbadoras de sueños y realidades concebidas únicamente en las entrañas más perturbadas de la mente.

Sangre, hedores, gritos, voces, lamentos, llantos, rostros dentro de la penumbra, ojos al acecho. El ladrido insistente de un perro; cerca, después lejos, todos al unísono. Un ladrido gutural que se apaga de la nada. Silencio. No se oye nada más, ni a kilómetros. Todo se desvanece. Tranquilidad, sueño. Párpados que pesan, se cierran en la penumbra y entonces ya no existe nada. Pero la mente es traicionera, una vil embustera que ama los juegos. Todo adentro se nubla, se cubre de niebla espesa, el cerebro se desconecta.

Tú.  Un lugar que reconoces en medio de todo lo desconocido. Alguien te sigue. O tú lo sigues a él. Espera, es ella. Se quita la capucha en cuanto hacen contacto visual. Te reconoce, de una vida pasada tal vez. No existe en tu presente, ni en tu realidad. Se acerca a ti y te sonríe, los ojos han desaparecido, no están en su sitio. De los agujeros brota un líquido escarlata. Tú estás de pie observando. Mientras tu cuerpo tiene espasmos (el perteneciente a la realidad), ella golpea tu pecho y caes al vacío. Tu cuerpo se sobresalta.

Ella, la criatura, te espera abajo de nuevo, recostada justo al lado de tu cuerpo. Tranquilidad. Escuchas su respiración pausada un par de segundos. Te giras y tomas su garganta entre tus manos. Fue un micro segundo pero lo escuchas, o al menos crees haberlo escuchado, un gemido de placer o de dolor, no lo sabes pero tampoco le das importancia. Continúas y aprietas con más fuerza y los ojos de ella se inyectan en sangre, no es tan difícil. La polla se te pone dura. El cuerpo se relaja y no vuelve a moverse. Muerte. Caes agotado encima del cuero inerte. Tu mente está relajada, despejada de la neblina y tu cuerpo de nuevo te pertenece. La realidad está distorsionada. ¿Estás aquí? Menos mal que fue todo un sueño. Pero ¿lo fue?

Tu cuerpo está, pero tu mente no. Y ella, ¿sigue allí? Sin embargo, no te atreves a mirar, por si está. Tu mente sigue afuera. Sueño. Realidad. Sueño. Realidad. Pero aun así, duermes.

Por, Gabriel Cedillo López

(México)

 

Reseña del Autor

Gabriel Cedillo López, (19 de Septiembre de 1996) Mexicano. Nacido en la ciudad de Papantla Veracruz. Estudiante de Derecho en la Universidad del Golfo de México…

Conoce más de Gabriel

Revisó: Erika Molina Gallego (Editora Narraciones Transeúntes)

 

“Sueños, pesadillas, placer, dolor, muerte… ¿Cuál es la realidad?”

A ese niño

Te recuerdo con aquella dulce sonrisa de infancia eterna que hoy se ve perdida y aun sabiéndolo me mantengo alejado por una simple ironía

Por, Isaac Alvarado

Así como cuando susurro tu nombre cada noche
y abrazo la almohada en sentimiento de añoranza
resquebrajando mi alma en tristes melodías

Porque te recuerdo con aquella dulce sonrisa
de infancia eterna que hoy se ve perdida
y aun sabiéndolo me mantengo alejado
por una simple ironía

En prosa te recuerdo versión joven mía
te extraño y llamo con esta alma herida
bríndame de esa tenacidad que tenía esos días
llenos de júbilo sólo porque vivía

y en silencio me encuentro con esa humilde respuesta
aquella que no se hace rogar y permanece inquieta
«Estoy aquí en la dicha del buen vivir
yo sólo espero que me dejes Salir»

 

Por, Isaac Alvarado

Maracay  (Venezuela)

Revisó: Erika Molina Gallego (Editora Narraciones Transeúntes)

“Un dialogo necesario, con el niño que todos llevamos dentro”.

Reseña del Autor

Mi nombre es Isaac Alejandro Alvarado Colman, nací el 20 de diciembre de 1990, en la ciudad de Caracas en el Distrito Capital, Venezuela, soy el hijo mayor de mis padres Ramón Alvarado y Gilied Colman…

Conoce más de Isaac…

Cabeza abajo

¿Sería verdad que algo puede apoderarse de las personas y las cambiarlas, volverlas incapaces de pensar por sí solas?

Por, Andrés Vinueza Sánchez

(Guayaquil, Ecuador)

Todo empezó un día en que algo extraño ocurrió en la ciudad en que vivía, una tormenta eléctrica azotó durante toda la noche y nos quedamos sin energía, sin comunicaciones, sólo había oscuridad, la ansiedad me invadió pero traté de estar calmado, hasta que después de cuatro horas, todo volvió a la normalidad… o eso pensaba.

Llevaba varios días con una extraña sensación, empezaba a analizar los acontecimientos que veía, en mi casa, en el trabajo, en la ciudad, algo invadía mi curiosidad y quise investigar. Veía los noticieros, indagaba en internet tratando de encontrar un motivo, pasaba las noches pensando, analizando, maquinando la manera en que podía encontrar respuestas. Quería entender lo que sucedía, ¿Sería verdad lo que tanto veía en las películas? ¿Sería verdad que algo puede apoderarse de las personas y las cambiarlas, volverlas incapaces de pensar por sí solas? no lo creía, pero el mundo se estaba convirtiendo en un desierto lleno de lo que alguna vez fueron personas “normales”.  Se habían convertido en seres irracionales, deambulando movidos por una fuerza que los consumía, algo más allá de toda comprensión. No era un virus, no era una enfermedad; era algo peor, algo creado por la humanidad. ¡Pero qué equivocado estaba!

Salí de mi casa y empecé a caminar por las calles, veía como todos poco a poco se convertían en “eso”, todos caminaban con la cabeza abajo, con los dedos atrofiados, me acercaba a ellos y les hablaba pero no respondían, no se comunicaban, ¿podía ser cierto? me preguntaba, ¿se habrán convertido en zombis, atrapados en su propia realidad?

Poco a poco más personas empezaban a bajar la cabeza, y se perdían completamente, sus ojos mirando en dirección fija, sus labios apenas hacían gesto, sus manos se convertían en un nudo, y dejaban de hablar.

Los días seguían transcurriendo y me aferraba a la idea de que podía luchar contra eso, de que yo podía ser diferente, pasaba noches en vela encerrado sin salir, luchando contra esa fuerza que me llamaba a ser uno de ellos.

Un día mientras caminaba por la calle algo me invadió y sentí que perdía las fuerzas, tenía que tomar una decisión ¿podía escapar de eso? ¿Podía sobrevivir en este nuevo mundo? Estaba asustado, convertirme en “ellos” parecía una tarea sencilla, y sólo dependía de mí, no podía huir, no lo lograría, no tenía futuro si no me unía a ellos, y así llegó lo inevitable. Me armé de fuerza, el mundo como lo conocía habría de terminar, y entonces, conté hasta diez y lo hice, metí la mano en mi bolsillo, saqué mi celular, lo encendí  y en ese momento, como habían hecho todos, yo también bajé la cabeza.

Por, Andrés Vinueza Sánchez

Guayaquil (Ecuador)

Reseña del autor

Nacido en Quito (Ecuador) 33 años, Ingeniero Comercial de profesión, residente de una hermosa ciudad llamada Guayaquil, desde muy pequeño junto a mis hermanos mi Padre nos inculcó y plantó en nosotros el amor por la lectura. Encuentro en la ciencia ficción mi mayor inspiración, por lo cual escribí “Extinción”, cuento que fue seleccionado en el concurso “A través de las estrellas”.  Mi escritor favorito es Isaac Asimov.

El apoyo de mi esposa y familia me motiva a seguir escribiendo y encontrándome con esa fascinación que pueden formar unas cuantas letras en algo maravilloso como un cuento.

Reseña completa

 

Revisó: Erika Molina Gallego (Editora Narraciones Transeúntes)

“Reconocimiento consciente de la cruda y envolvente realidad actual”

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A lo lejos alguien grita

Por un instante los murmullos cesan y regresan como un zumbido que me perturba hasta alterarme los nervios ¿Qué está pasando? presiento la amenaza de algo que no puedo ver, mi cuerpo se paraliza,  mi corazón se acelera.

Por, Cindy Ramos

La mañana en una casa sin inquilinos.

Recorro con la mirada expectante las tres habitaciones, ¿estarán ahí?  Me pregunto mientras atravieso el corredor con los pies descalzos. La baldosa fría despierta las urgencias matutinas de mi cuerpo. Abro la puerta del baño, piso sin querer charquitos de agua, evidencia de que alguien estuvo ahí.  ¿Dónde estarán? Subo la tapa del inodoro, mi vejiga se vacía, jalo la cadena, y por un instante cierro los ojos y encuentro aquel sonido de cisterna relajante. Me acerco al espejo, observo mi cabello enmarañado, mis ojos de mirada soñolienta. Me miro, me contemplo, giro mi rostro hacia la derecha, luego hacia la izquierda, gesticulo  para espantar la pereza de mi rostro, pero aún tengo sueño. Salgo del baño, atravieso la sala buscando llegar a aquel sofá gris, llego e instantáneamente me rindo ante la fuerza de atracción con la que aquellos grises y suaves cojines atraen mi cuerpo, caigo de espaldas y de inmediato mi mirada se pierde en aquel techo que simula ser un mar de leche, ya no tengo sueño. Siento que algo vibra bajo mi espalda, me volteo y encuentro que es mi celular atrapado en una grieta del sofá, me resisto por un momento a rescatarlo, pero cedo ante la curiosidad que me causa saber si aquella mujer de nombre enigmático que stalkeé anoche ha aceptado mi invitación a salir. Ingreso la contraseña: buda90, al desbloquearlo encuentro que tengo un tráfico de notificaciones de Facebook, y entre ellas sólo una me interesa: mensaje de Aurora.

«¿Quién eres? ¿Te conozco? » Pregunta ella.

«Hola Aurora,  soy el sonido de un viejo reloj de pared, en otras ocasiones puedo llegar a ser una gota de agua que cae del grifo, frecuentemente soy las voces, los pasos agitados de mis vecinos. Hoy soy una mañana de migajas de pan sobre la mesa, seis sillas en desorden, paredes blancas, una baldosa sin barrer, una cama que exhala e inhala pereza. Hoy soy una casa abandonada. Y tú, ¿quién eres? »

«PDT: ¿Puede alguna persona conocer a otra? te propongo reinventar las reglas del te conozco.  Seré tu espejo, tu reflejo, si así lo acordamos» Respondo.

De repente escucho lo que parecen ser murmullos.  Desvío mi mirada del celular para ver hacia la puerta principal, puede ser María, mi vecina, que tiene la costumbre de bajar por las escaleras a golpear mi puerta. Pero al parecer aquellos murmullos no provienen del exterior, sino de alguna habitación. ¿Habrán regresado?, pero si es muy temprano para que algunos de aquellos insípidos universitarios hayan regresado, además ninguno de ellos conversa entre sí.

Por un instante los murmullos cesan y regresan como un zumbido que me perturba hasta alterarme los nervios ¿Qué está pasando? presiento la amenaza de algo que no puedo ver, mi cuerpo se paraliza,  mi corazón se acelera. Siento la necesidad de ir al encuentro de aquellos murmullos, necesito moverme. Abandono el sofá, cruzo la sala, subo las escaleras, me percato de que aquellos murmullos no provienen de la habitación de Luis, ni de José. Con sigilo me acerco a la habitación de Carlos, los murmullos son tan fuertes que la puerta parece vibrar, siento miedo, pero aun así decido abrir,  giro lentamente la perilla, al abrir la puerta rechina, aquel sonido me paraliza, me quedo en el umbral, busco con la mirada entre aquella oscuridad espesa a Carlos, veo una figura que parece ser él,  sentado al costado de su cama. ¿Qué estará murmurando?, de momento calla, así que aprovecho para preguntarle si se encuentra bien. Siento que me mira, no puedo dejar de sentir miedo. Con la voz temblorosa le pregunto nuevamente

— Carlos, ¿estás bien?—

De repente, su rostro desfigurado aparece ante mí

— ¡Cuidado!— grita.

Despierto sobresaltado, busco torpemente desactivar la alarma de mi celular, la desactivo, salgo de prisa de mi cama, me baño, me visto y levanto la maleta del suelo. Salgo de mi cuarto, me encuentro con mis dos compañeros de casa, nos damos un tímido saludo con la mirada. Bajo las escaleras y encuentro que Ximena, la chica dueña de la casa, ya está en el sofá enviando mensajes por su celular. Me pregunto qué mujer estará tratando de seducir.

—Adiós Ximena, nos vemos en la noche— digo tímidamente.

—Adiós Carlos—  Contesta ella con pereza.

Recojo las llaves de la mesita de la entrada, salgo, y al cerrar la puerta recuerdo que debo entregarle el sobre con la renta a Ximena, abro la puerta, saco de mi maleta el sobre y se lo entrego. Por un instante al verla fijamente a los ojos se me eriza la piel, siento miedo. Pestañeo y sacudo sutilmente mi cabeza de un lado a otro.

—un« hola Aurora, ¿cómo estás?» bastaría— le digo

Ximena, cambia su mirada por una de perplejidad. Me despido nuevamente, salgo y cierro la puerta. Bajo las escaleras, veo de un lado a otro la calle, cruzo. Escucho como las llantas de un carro rechinan contra el pavimento.  A lo lejos alguien grita: ¡Cuidado!

 

Por, Cindy Ramos

Bogotá (Colombia)

 

Reseña del Autor

Cindy Liliana Ramos Sánchez (Bogotá, Colombia; 1990) Psicóloga egresada de la universidad Cooperativa de Colombia.

«Ojo con esos días, semanas, meses, años de pensamiento estático. Ojo que a los rebeldes se les puede domesticar las ideas».

 

Revisó: Erika Molina Gallego (Editora Narraciones Transeúntes)

 

“Enigmático e inesperado. Una historia que te deja con ganas de más”.

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Ensayo sobre la tristeza

Nota tras nota deja a su corazón sentir lo que la palabra no le basta para identificar, la forma de su tristeza es un arpegio, y el sentimiento se acomoda en cada sonido

Por, Irving Pacheco Gutiérrez

Un hombre triste escucha a Chopin en casa, las notas salen y mortifican su ánimo. Afuera, no muy lejos de allí, alguien se sorprende de oír esta música en un barrio tan común, como si la forma que toma la melancolía cuando el piano vibra no tuviera sentido en ese lugar. Una pareja pasa y observa curiosa al hombre en el sillón, se ha dejado la ventana abierta. Pequeño monstruo, solo, en un sillón, con los ojos cerrados y un libro sobre sus flacos muslos. La habitación es la sala y está a media luz, una botella de vino vacía le rinde tributo a sus pies.

Lo ven pero él no a ellos. Nota tras nota deja a su corazón sentir lo que la palabra no le basta para identificar, la forma de su tristeza es un arpegio, y el sentimiento se acomoda en cada sonido, Nocturne le da un poco de paz, sólo para dejarlo melancólico en cuanto cesa, y se pregunta si algún día acabará todo esto. Si pudiera hablarnos diría él, que el corazón le sangra a un ritmo soportable, justo ahora, como si lo que lo pone en ese estado fuera más fácil de sobrellevar cuando tiene una métrica cadenciosa. Y se pregunta «¿Dónde acaba este puente?». Por su cabeza pasa a cada momento terminar todo aventándose al abismo que corre por ambos lados del camino, pero es demasiado y aleja estos pensamientos fútiles de suicidio mediante la música, como si éste fuera una nota discordante y no hubiese espacio para ella en esta perfecta aunque muy triste sonata que viene siendo su vida.

Ahora escucha a Franz Liszt y la cadencia de su tristeza mejora un poco, al menos ahora, la entiende como un sentimiento sobre llevable, algo que puede llegar a cargar con el tiempo, como el cuerpo que le creció desde hace mucho, como el prejuicio que nunca tuvo y un día se encontró con que lo tenía ya metido en la cabeza. Piensa que esto es así, y sonríe para sus adentros al pensar lo fuerte que se ha vuelto para cargar todo eso y lo fuerte que tendrá que ser para seguir aumentando el peso que añade indiferente su corazón. «El hombre es una bestia que tiene que hacerse, es un camino al superhombre» Así reza el libro que tiene ahora entre sus manos, y él así lo cree, por tanto sabe que todo esto no es más que una de las cosas que tiene que superar para lograr algún día ser.

Pero no ahora, en el hoy esto no lo ocupa, y por lo tanto se levanta de su asiento y cierra de un golpe las cortinas blancas que ha dejado abiertas y por donde los vecinos han mirado curiosos, la ventana recorre sus rieles y silencia un poco el Sueño de amor que tocaba quedamente en este acomodo de canciones. La tristeza ha pasado ya, pero no quiere decir que nunca vaya a volver, probablemente otro amor perdido la traiga en forma de ilusión sólo para luego extrapolarse en lo contrario. Volverá, sí, en la forma de la cara de un gato que querrá y algún día morirá envenenado por un tipo que odia a los gatos, o le faltará valor para mirar a la cara a la chica que le gusta y le verá casarse mientras aprieta los puños contra sus muslos. Volverá, siempre lo hace, al igual que lo hace la felicidad, pero ese es otro apartado, en esta ocasión se permitió sentir la tristeza, por un amor perdido, por una muerte, y por él mismo.

Ha apagado el sonido ya, y en la oscuridad, sueña con abismos.

 

Por, Irving Pacheco Gutiérrez

Alvarado (Veracruz, México)

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Un viaje a través de los sueños

Un leve escalofrío recorrió su espalda y su corazón se estremeció, pero la curiosidad le hizo volverse. Para su sorpresa la luz ya no era tan brillante, pero ahora se veía mucho más cerca.

Por, Erika Molina Gallego

La hamaca se movía suavemente con el viento, el sonido del mar llenaba sus oídos, la suave brisa llegaba hasta su cara y el sol era apenas un tenue brillo en el horizonte. Aletargado, no sentía más que su lenta  respiración. Una voz suave y delicada, casi imperceptible llegó a sus oídos.

—Jacinto— sintió como la voz lo llamaba, esta vez con más fuerza.

Asustado se lanzó de la hamaca sin pensarlo, aún un poco atontado por el sueño. Allí no había más que unas cuantas palmeras y las olas del mar que llegaban suavemente hasta la playa. Sacudió la cabeza, convencido de que no había sido más que el sonido del viento y se disponía a volver a dormir. De repente cerca de la orilla, una luz brillante llamó su atención.

—Jacinto, hay algo que te gustaría ver—Volvió a escuchar en un suave hilo de voz. Aterrado, tomó su sombrero de paja y caminó despacio hacia la luz, que cada vez brillaba con más fuerza. A medio camino decidió volver; quizá era sólo producto del reflejo del sol que se escondía poco a poco dando paso a la noche. Giró con intención de marcharse a casa, pero la voz silbó de nuevo en su oído.

—Jacinto— esta vez fue clara y contundente.

—No tengas miedo, acércate—

Un leve escalofrío recorrió su espalda y su corazón se estremeció, pero la curiosidad le hizo volverse. Para su sorpresa la luz ya no era tan brillante, pero ahora se veía mucho más cerca. Caminó hacia ella expectante y temeroso y cuando sus ojos descubrieron de qué se trataba, dio un paso atrás y cayó al suelo chapoteando el agua que llegaba hasta la playa.

Se levantó deprisa queriendo comprobar que no estaba soñando y volvió a mirar su descubrimiento. «No puede ser posible» dijo para sí  y se frotó los ojos sin poder creerlo.

— ¿Por qué te sorprendes? ¿Acaso no has pensado siempre que nuestra existencia es real?— preguntó una hermosa sirena que lo miraba fijamente, mientras agitaba su enorme cola plateada y dejaba ver su rostro angelical.

Jacinto sintió que se tragaba la lengua, quería salir corriendo, pero no pudo siquiera ponerse de pie. Ella no dejaba de mirarlo, tenía una sonrisa dulce y misteriosa y su voz era tan cautivante como el danzar de las olas en alta mar.

—Ven conmigo— dijo la sirena, ofreciendo su mano a Jacinto.

Miles de recuerdos llegaron a su mente en aquel momento, mientras seguía petrificado sin poder mover un sólo dedo; los libros que llenaban sus repisas, todas las veces que sus amigos lo habían tildado de loco, las leyendas que desde niño solía escuchar…

— ¿Vienes?— escuchó de nuevo a la sirena.

Al fin, llevado por su curiosidad se armó de valor y preguntó:

— ¿Eres real? ¿Cuál es tu nombre?—

—Mi nombre no importa —respondió ella— puedes llamarme como quieras—. Lo que importa es lo que tengo para ti.

Jacinto sacudió de nuevo su cabeza, miró a todas partes, estaba completamente solo.

—Quiero ir contigo— dijo con voz temblorosa.

En ese instante el mar que segundos antes había estado en calma, rugió embravecido, mientras las olas se levantaban en enormes y oscuras paredes. Tomó la mano de la sirena y se dejó llevar, disfrutando la sensación de incertidumbre y aventura que lo embargaba.

Después de lo que sintió como horas de flotar a la deriva, se encontró en un lugar enigmático y hermoso, había grandes rocas de las cuales caían chorros de agua clara y cientos de sirenas danzaban una melodía que ningún instrumento conocido podría tocar. Había agua por todos lados, pero él seguía respirando. El miedo que había sentido antes ya no estaba, lo único que sentía era una felicidad embriagadora.

— ¿Dónde estamos? ¿Qué hacemos aquí?— preguntó a su compañera de viaje.

—Haces muchas preguntas — respondió ella.

—Estas aquí para hacer realidad tus fantasías, para recordar todo aquello que has olvidado, para que tus sueños vayan más allá de una hamaca, para recorrer tu vida y descubrirte—

La sirena levantó su mano y señaló hacia el frente, allí había una pequeña casita de paja, que Jacinto reconoció enseguida. Entendiendo lo que quería decirle, avanzó hacia allí y al mirar atrás ella ya no estaba, ni el mar, ni las otras sirenas, sólo había una pequeña playa oscura y la choza en la que había vivido toda su niñez. Dudó si entrar, pero allí no había otra salida, así que lo hizo. Lo primero que vio fue a su madre, quien había muerto hace un par de años, de inmediato las lágrimas rodaron por sus mejillas, corrió hacia ella e intentó abrazarla, pero sus manos traspasaron su cuerpo, haciéndolo comprender que aquello no era más que un espejismo. La contempló por un largo rato, deseando que fuera real, hasta que se vio a sí mismo sentado en un rincón de la cocina, perdido entre su libro favorito, uno que precisamente le había regalado su madre. Recordó lo que pensaba en ese momento «algún día seré un gran escritor». La imagen se volvió borrosa, sintió una sacudida y de pronto todo aquello desapareció.

Ahora se encontraba en el mar, pescando con su padre.

—Eso de los libros no es para usted, métaselo en la cabeza— le decía.

Vio su cara de alegría cuando sacó del mar un gran pez.

—Así se hace mijo—dijo acariciando su cabeza con cariño.

La canoa se hundió y repentinamente se encontró nadando en medio de una tormenta, luchaba con las olas, no podía ver nada, pero escuchaba muchas voces a la vez, su madre que le decía:

—Tú puedes Jacinto, no te des por vencido—

Su padre repitiendo que dejara de soñar y la hermosa sirena que decía en su oído:

—Encuentra lo que has venido a buscar—

Luchaba con todas sus fuerzas por alcanzar la orilla, pero el enfurecido mar lo hundía cada vez más y ésta parecía cada vez más lejana, las fuerzas le fallaban y al final se dejó hundir en lo profundo.

Cuando recuperó la consciencia, estaba de nuevo frente a las sirenas que danzaban. Se sentía extrañamente cansado, a pesar de esto sus pies empezaron a moverse hacia éstas que le abrían paso mientras avanzaba. Al final distinguió a aquella que lo había llevado hasta allí. Estaba igual de hermosa, pero había algo extraño en ella; en lugar de su cola, ahora tenía un par de largas piernas y lucía un elegante vestido azul. Se encontraba parada en lo que parecía un teatro y le extendía de nuevo su mano.

Ahora caminaba en medio de un numeroso público que aplaudía con entusiasmo. Siguió caminando sin saber qué era todo aquello y al llegar al estrado se dio cuenta de que llevaba un elegante traje, uno que nada tenía que ver con sus humildes vestiduras y su sombrero de paja. La sirena se apartó y lo dejó frente al público, entregándole un libro que llevaba su nombre.

Los aplausos se desvanecieron lentamente y la oscuridad le cegó de nuevo…

Despertó de golpe en su hamaca, con la cálida brisa en el rostro y la luna asomando su cara. Allí todo estaba igual, este viaje había sido sólo un sueño, uno que le ayudó a comprender cuanto había dejado atrás, un viaje que se convertiría en una gran historia, la historia de su vida, en la cual sería él quien escribiría el final.

 

Por, Erika Molina Gallego

Medellín (Colombia)

 

 

Reseña del Autor

 

Enamorada de las letras y la música, descubriendo mundos a través de los libros, queriendo encontrar el verdadero sentido de la literatura más allá de lo intelectual.

 

 

Revisó: Andrés Angulo Linares

Perdido

Anegado en un intenso mar de lágrimas y tristeza, aguardando por su compañía, manteniendo su fe intacta de que aquella persona con hermosa y radiante sonrisa regresará a iluminar su amarga y decadente vida sumergida en la oscuridad, esa que algún día le hizo soñar con alcanzar su mundo preferido, ese donde podían estar juntos sin temor a nada, donde sus corazones podían volverse uno en el momento que sus labios se rosaban.

De tan lindas promesas hoy solo quedan recuerdos y dolor, en su mente vive siempre la pesarosa pregunta de “¿Por qué?” ¿Por qué se esfumó el amor y tanta alegría se convirtió en aflicción?, ¿cómo esa hermosa rosa podría tener tantas espinas? o ¿acaso no supo cultivar ese amor y a causa de ello se ha quedado solo? no entendía nada, pero a pesar de no comprender lo que había sucedido, la esperaba con una radiante sonrisa que ocultaba perfectamente todas las lágrimas derramadas en aquella interminable espera.

 

Por, Gabriel Henao

Medellín (Colombia)

 

 

Reseña del Autor

 

Gabriel Henao

Yondó – Antioquia

14 de febrero de 1999

Terminé Mis estudios de bachiller a los 15 años, actualmente estoy realizando mis estudios universitarios en Medellín.

 

 

Revisó: Erika Molina Gallego (Editora Narraciones Transeúntes)

 

“Transmite emociones profundas con palabras sencillas, sentimientos que se desprenden de situaciones comunes y que despiertan en el lector entusiasmo y fascinación”