Melancholiam. Vampiric Monastery

(Melancholiam) ‘Vampiric Monastery’: La poesía en el ambiente negro


Por: Alcántar Aristides


La espalda me arde del bolso a cuestas que pesa por un computador portátil, elementos del trabajo y una cantidad ingente de pasos extra que tuve que dar debido a los cierres de la procesión religiosa que impedían el paso.

Llegar a casa y por fin librarme de esa carga. Tomar un respiro y sacar a pasear a mi mascota, que ruega por una salida al parque para no embadurnar nuestro hogar.

—Qué buena chica es mi Iblis— pensé.

Estando afuera noto con mayor claridad lo difícil que me resulta poner la postura recta, y mientras Iblis hacía sus necesidades tuve que recostarme en un banco para ver el cielo, la nada, la oscuridad.


Busqué la luna, pero en vano: no podía sostenerle los ojos. Pensé que estaba fatigado por la jornada laboral, pero en el fondo algo musitaba que no era cierto, como si una verdad necesitase ser develada. Mi mente optaba por recordar las canciones repetitivas y pegajosas de la procesión, así que preferí dirigir la cabeza al piso para tararear el Padre Nuestro, pero con el ritmo de la canción ‘The Sound of Silence’.


Un chillido de Iblis me sacó de mi breve admiración hacia la nada, indicándome la necesidad de irnos a casa. Atendí el llamado.

Mi estómago dolía, sentía frío en las manos, mi espalda baja me ardía. Tomé agua y esta dolió. Me abrigué con una chaqueta de cuero y corrientes de aire sentía adentro de mis brazos. Me acosté y mi cuerpo rechazaba el reposo boca arriba, pero el sueño se presentó debido a que no quería moverme más.


—Cobarde, lánguido, débil…— musitó una voz en mi cabeza mientras recordaba las horas diurnas y me veía a mí mismo en un fondo negro que se extendía a medida que yacía dormido.

Con los ojos cerrados toqué mi frente y noté mi ceño fruncido. ¿Estaba molesto o adolorido? Me molestaba lo poco brioso que era para defender mi voluntad y lo adolorido que estaba por cargar las masas que me colocaban encima, con las que luego destruirían poco a poco mi alma noble y piadosa.

Evil Art not for Mases

Recordé cómo me regañaron hoy por no cumplir con el deber que otro me acuñó. Pude ver los dientes de mi jefe, que me gritaba con una ligera excitación; su lomo se incrementaba y le salían vellosidades ingentes mientras sus colmillos crecían y sus babas se derramaban. Pude ver también mis comisuras apuntando hacia abajo, mis ojos increíblemente abiertos y brillantes por el sollozo contenido, mi nuca inclinada hacia adelante y mi espalda arqueada desde temprano.

¡Qué desagradable! ¡Qué vergüenza! ¡Qué ser tan deleznable estaba proyectando hacia los demás! Yo también quisiera destriparlo con palabras, pues la carne, cuando está avergonzada, sabe más intensa, aunque apeste a lástima.


No había terminado de llegar a esa conclusión cuando volví a mi cuerpo, y aquel depredador que estaba al frente mío lo vi cada vez más grande, pero con menos miedo.

¡Un momento! Él no está creciendo. ¡Yo me estoy encogiendo!

Nueve canciones componen el álbum, nueve poemas musicalizados con un sintetizador. Los títulos son: ‘El Viaje’, ‘El Engaño’, ‘Lunada Vampírica’, ‘Jezabel’, ‘A Dream, A Tear, My Fear’, ‘Vampiric Monastery’, ‘Iblis’, ‘El Retorno del Vampiro’, ‘Deseos y Despertares’.

Corro en cuatro patas por los pasillos de la oficina y, al cruzar el umbral del cubículo de la recepción, avisto un horizonte que ya no pertenece a ese espacio de luz blanca y paredes impecables. No: ahora veo las maderas que rechinan y bailan como si olas externas estuviesen golpeando ese lugar, ese pasillo por el que sigo corriendo, recordando el desagrado que sentía hacia mí, pero ahora con el empeño de destruir esas actitudes.

Mis memorias organizacionales son borradas cada vez que siento una brisa marina regodearse en mi cuerpo, mientras las rocas en el inframundo, más debajo de cualquier mar, se acomodan para recibirme.


Me detengo por un instante; mi corazón late desenfrenadamente, no por el afán, sino como si estuviese bravío por iniciar a latir después de mucho tiempo detenido. Tengo tanta energía que empiezo a roer la esquina de una caja para ingresar y resguardarme un instante. No por la necesidad de esconderme, sino por el llamado de las sombras que ahora mi piel empieza a extrañar.

Sombras parlanchinas que me empiezan a contar viejos y atractivos secretos y yo, halagado por mí mismo al iniciar mi nueva vida, la primera aventura, me dejo seducir por sus palabras. Muchas de esas palabras dichas en un idioma desconocido, pero que logro comprender por fragmentos.

Rostros en las sombras logro distinguir; atisbos de sonrisas puedo ver, pero algo despierta mi desconfianza en ellos: el piso está húmedo y resbaloso, como si la babaza de mi jefe me acompañase del otro mundo hasta el lugar en el que me encuentro. ¿O no será más bien las mismas babas de depredador que me están rodeando?

«He llegado con firme esperanza, el puerto lejano ante mí apareció. A lo lejos las sombras de inerte pasado. A lo lejos las sombras de un cruel corazón». ‘El Engaño’.

Su trampa he logrado descubrir y, retirándome los fuegos fatuos que ya emergían de mis entrañas, decido huir por el hueco que había abierto hacía un instante para luego cambiar de opinión, girarme hacia el vacío y lanzarme hacia este.

Con mis garras y dientes muerdo y rasgo todo aquello que está al frente mío. La risa de muerte es clara y burlona, aunque a veces emite ligero lamento. No porque le haga daño en su forma, sino porque sabe que con cada alarido de batalla muestra la voluntad de vivir.

Mi cola cae, ya no la siento; no importa que no pueda verla en la húmeda oscuridad. Mis manos, aunque nunca perdieron los pulgares oponibles, cobran una forma más familiar para mí y, en una esquina de la caja, logro ver un destello claro que enceguece mi ojo izquierdo por un instante.


Está arriba, muy en la cima, y aunque cuesta trepar, sigo avanzando sin desfallecer en mi empresa, pues mi cuerpo nuevamente siente el ardor, la mística, el abraso hacia la ejecución de un poder inimaginable.

Nueve veces me he caído y otras nueve me he reincorporado, clavando mis dedos, garras y dientes en la pared para avanzar hacia ella, hacia el calor que me brindará la fémina amada que presiento me está esperando, la que más deseo tener en mis brazos y restregándose contra todo mi cuerpo.

Avanzo, retrocedo. Avanzo un poco más y retrocedo todo lo que había iniciado, hasta que finalmente logro atravesar el hueco que me separa de esta oscuridad y la libertad de la noche.

«Como violines en otros planos / tocando tristes otros amores / tocando cerca a otras almas / como mi vieja guitarra mirando a otros cielos». ‘A Dream, A Tear, My Fear’.

Ahí está, hermosa, atractiva y erótica mujer esperando por mí en el satélite terrestre. Y, contrario a mi expectativa, no me recibe con alegría, sino que me atrapa, me hiere, incendia mi cuerpo y, donde había quemaduras de los fuegos fatuos, ahora solo hay al rojo vivo dolor y erotismo incandescente.

Mi lujuria se desencadena fluidamente, como si vidas anteriores me estuviesen aconsejando sobre lo que debo haber. Pero esta entrega al placer no es solo sensitiva, sino racional. Cada vez que me porto absorto dentro del placer, mi mujer me rechaza, pateándome al otro rincón de la luna. Me exige no parar con la seducción y la progresiva búsqueda de ella.

Ella, mi reina del amor perverso, cada vez que estoy con ella de nuevo va golpeando todo a su alrededor: el suelo del arrepentimiento, el dosel de la santidad y mi rescoldo de aquella pureza latente en mi existencia.


En el frenesí abarrotado de rostros que me miran decepcionados por mi renacer, mi transformación roedora en pro de algo mejor, un estado superior, un ser poderoso por encima de los otros hombres.

¿Será la brutalidad de la sangre que tiñe el astro de rojo carmesí? ¿Será el terror que despierta cuánto puede una rata con cara, a la que solían pisotear, aguantar algo que sería impensable para la mayoría de los hombres y las mujeres con poderes?

Las piedras infernales que se acomodaban cuando estaba en el inicio de este viaje rompen la tierra para elevarse hasta el cielo y servirme de escalones. El súcubo que me poseía me despide con un golpe y, a medida que voy bajando, mis piernas crecen como las de una persona nuevamente.

Mentalmente converso con aquellos rostros que me hicieron doblegar y los imagino impactados por la mirada fija que mantengo hacia el final del camino empedrado, hacia ese monasterio que parece hablarme e invitarme para continuar mi transformación.

Odas diabólicas y atmosféricas desde 1994 es la definición de Melancholiam. Metal negro hecho en el suroccidente colombiano.

—¡Salve, oh, señor! ¡Salve el vampiro!— gritan los demonios, jinnes y espectros en el monte tupido.

Monte que solo permite el paso escabroso a aquellos seres que están dispuestos a sentir los punzones de las enredaderas en las plantas descalzas; aquellos a los que no les importará estrellar sus dedos contra las rocas húmedas. Aquellos que son como yo, que lo han dado todo para encontrar la sabiduría condenada y ser el vampiro.

Vampiro que dará un sentido a este nuevo mundo pendiente de sacar utilidad apropiada a los débiles con trabajo y premiará al fuerte con poder. Con magia revivida a lo largo del planeta, el vampiro hace presencia.

¡Es hora de despegar! ¡Es hora de entrar a este monasterio y hacer tránsito hacia el mundo del cual provengo para reclamar lo que por derecho considero como propio! Que, a través de la maldición del dolor constante, el mundo quede a mi disposición.

¡No más baile! ¡No más expectativa! Mi transformación está completa: dejo de tener diez pezones para volver a los dos de siempre y mi hocico se siente reducido para tener mi nuevo rostro, el rostro del poder, el rostro de la maldición.

En el salón principal del monasterio hay una puerta que lleva a otra bóveda. Despido profunda oscuridad. Vacilo un poco, pero con el nuevo ser que soy no me acobardo y, con determinación y chorros de babas por el hambre que me atosiga, giro el pomo y atravieso la última frontera que me separa de mi reinado.

¿Pero qué veo? Es mi rostro de todos los días reflejado en los ojos de Iblis, que está al frente mío mirándome, pero no preocupada como cuando me despierto de una pesadilla, sino ansiosa, como si desease un paseo. En sus ojos negros, iluminados por un destello que parece ser la llama de un fósforo, puedo ver que, aunque tengo el mismo cuerpo antes de la transformación, este tiene otra mirada.

Lo único que permanece en mí antes de recostarme en mi cama es el hambre que ahora ansío saciar. Pero primero, necesito ver de frente y erguido a la luna.

El álbum cuenta con una dedicatoria para Lord Satuul (Ian Sandoval), quien mora hoy día en el infierno y algún día se encontrará con su compañero Lord Zephus y su vampírico arte.


Alcántar Arístides

Reseña Nacido en la frontera, de casa tranquila y vecino del conflicto. Amante de las letras duras, la música agresiva y a caminar sin audífonos. Se le ha visto en toques y ferias del libro, pero mantiénese en casa barriendo para oír música echado en el piso al lado del perro.

Agradecimientos especiales a Lizeth Cardona, sin su ayuda no hubiese sido posible enriquecer el análisis de este álbum.

epifania-narcocracia

‘Epifanía’ (Narcocracia): la revelación tardía de una mano entrenada


Por: Olugna | Fotografías de apoyo: Laboratorio Amarillo


Entre sus dedos pulgar e índice sostiene la barbera eléctrica que desliza con cuidado sobre la cabeza de su cliente. Una estrella va tomando forma sobre el lienzo de cabello negro. José encontró en la barbería un arte al que dedica su tiempo completo en Aguachica. Conforme su negocio creció, su reputación también lo hizo.

Fotografía: Laboratorio Amarillo – Aguachica, Cesar

Sus dedos pulgar e índice aprietan el grip; el anular y el meñique sirven de trípode para su máquina tatuadora. Es una flor bastante grande la que está dibujando sobre el muslo izquierdo de la chica que ha confiado en él. Cuervo demuestra su talento en una convención celebrada en Cesar.

Fotografía: Laboratorio Amarillo – Aguachica, Cesar

Entre los pulgares e índices de ambas manos solo hay espacio para el hilo que pronto se convertirá en una mochila de material reciclado. Gabriel nació en la comunidad indígena zenú asentada en San Basilio de Palenque. Heredó de sus ancestros la cultura, la tradición y la destreza para el tejido.

Fotografía: Laboratorio Amarillo – San Basilio de Palenque, Bolívar

Su índice extendido se mantiene alerta; los demás dedos sostienen la empuñadora del fusil. Le dijeron, cuando fue enlistado, que en el monte se haría hombre; que su deber era, como el de los chicos que ese día reclutó el ejército, defender la patria y convertirse en un héroe orgulloso de dar su vida como tributo. Pudo haber sido la suerte de Jorge, Francisco o Gabriel.

Fotografía: Contexto Media

Julián interpreta una guitarra acústica desgastada. Su dedo medio sobre la cuarta cuerda, en el segundo traste; el índice presiona la segunda en el primero. Es un arpegio firme y solemne. Los acordes en Do menor convergen en una tonalidad que rinde homenaje —desde los sonidos tradicionales— al campo, a esa fracción del país marcada por el conflicto. En una cotidianidad fracturada por la huella de la violencia, la música construye un escenario donde la esencia de la ruralidad permanece al margen de la profanación de las armas y los uniformes.


La lentitud de la melodía inicial define también una intención. Es una canción para contemplar en silencio, para sacudirse de los titulares e intentar escuchar la versión —una poco difundida— de la guerra desde la perspectiva de uno de sus protagonistas; uno sin nombre, sin rostro y sin origen definido, pero que encarna esa voz que no nos llega, la de aquellos que protegen una patria que los ignora o defienden un ideario que, al final, tampoco los representa.


‘Epifanía’ construye un relato que en Colombia es un lugar común, pero no por ello poco doloroso. La voz coral, interpretada por los cuatro integrantes de Narcocracia, se une al sonido recreado por la guitarra acústica: un lamento apacible y ceremonioso que rinde tributo a las vidas que han sido entregadas al conflicto y a aquellas que, sin conocer la muerte, fueron privadas de cualquier deseo de vivir. Leandro, Héctor, Julián y Alexander tienen sus ojos cubiertos: el retrato de un país que no ha sido capaz de leer en voz alta su propia tragedia.


Como la vida en los municipios —imperturbable y pausada cuando la violencia se mantiene alejada de sus hijos—, la introducción de ‘Epifanía’ transcurre con tranquilidad a lo largo de 50 segundos. Los sonidos autóctonos reciben con naturalidad al heavy metal: una transición que evoca cómo las estridencias empezaron a narrar ese país que ha sido usado como campo de batalla. La voz aguda de Fabián Galindo, vocalista de Holyforce invitado a participar de ‘Epifanía’, asume el rol de un cronista que narra la vida que dejan atrás los jóvenes arrebatados por la guerra.


Los segmentos instrumentales sirven de antesala a cada estrofa. La agudeza de la voz se desgarra progresivamente: un escenario teatral cuyo telón se abre lentamente para pasar del lamento a la ira. Con la violencia como trasfondo constante, los sonidos extremos han encontrado en ella uno de sus impulsos más prolíficos. Entre el dolor, la impotencia y la rabia se produce un instante revelador en el que las vendas caen, la realidad sacude y deja al descubierto las heridas y cicatrices de la guerra. No hay marcha atrás: la epifanía destapa los cadáveres y desentierra sus historias.

La delicadeza trazada por los ritmos tradicionales, la elegancia del heavy metal y la solemnidad de la letra no son suficientes: la historia de Colombia debe ser contada con la misma furia con la que fue escrita. El groove, en la canción compuesta por Narcocracia junto a Natalia Díaz Guardiola, se encarga de completar el relato de ese soldado que abrió los ojos demasiado tarde. La voz aguda del comienzo se transforma en screams crudos que juegan, al mismo tiempo, con lo simbólico y lo descarnado.

La rabia, en ‘Epifanía’, es también desahogo. La velocidad que adquiere la canción, los segmentos instrumentales prolongados, los solos de guitarra de Alexander Piraban —el segundo integrante de Holyforce que fue invitado—, las intervenciones rasgadas de Leandro y los primeros planos a sus facciones dibujan el rostro desfigurado de un país que, desde siempre, ha sido profanado.


La ópera trágica e intensa que dirige Narcocracia en esta pieza con que cierra el ciclo de ‘Triunvirato’ se extiende por ocho minutos. Es convulsa, como la guerra que retrata. La sangre, en Colombia, no ha dejado de gotear. La revelación tardía duele, pero las manos inocentes —que podrían ser las de José, Cuervo o Gabriel—, forzadas a disparar, flagelan con mayor fuerza.



Sobre Olugna

Cada crónica es un ritual. Quizás suene demasiado romántico, pero así es. Así soy yo, complejo y trascendental; sensitivo y melancólico, pero entregado a una labor que, después de algunos años, me ha abierto la posibilidad de vivir de mis dos grandes pasiones: la escritura y la música. A la primera me acerqué como creador, a la segunda –con un talento negado para ejecutarla– como espectador.