(Tauramena, Casanare, Colombia)
Por, Edward Alejandro Vargas Perilla
Era ya muy tarde, tal vez más de media noche cuando la epifanía llegaba de golpe a mi cabeza. ¿Cómo pude ser tan estúpido? ¿Cómo no vi antes lo que estaba sucediendo? No lo sabía, pero era claro… había jugado todas mis esperanzas en una última tirada de las cartas contra el destino.
Al mirar las cosas en retrospectiva, era claro que la partida estaba perdida desde antes de empezar, que las cartas estaban marcadas y yo había sido simplemente una víctima ingenua de la falsa esperanza y la luz falaz de la fe ciega, aunque… la verdad, tampoco había mucho que perder.
Era ya muy tarde… y al compás del baile frenético de la luz de las velas, podía ver con claridad cada uno de los pasos dados en el camino que indefectiblemente me llevaría a la ruina, a perder más de lo imaginado, a dejar mi cuerpo vacío y mi alma rota. La reflexión se rompió con la noción del tiempo, se rompió con cada uno de los fragmentos de mi alma herida y mi mente agotada; la reflexión fue, tal vez, no más que el impulso de una conciencia que se apagaba.
La luna reposaba gibosa sobre un manto de nubes plateadas y un lienzo de estrellas miserables, opacadas por las luces lejanas de una ciudad gris e imbécil; era en su totalidad un cuadro desdichado, nacido de las manos de un pintor sin inspiración, de un aurífice decadente que se ahoga en vasos de whisky barato para alimentar la infame tristeza que invade a las almas marchitas y solitarias, almas que se ven abocadas a buscar algo de compañía y calor, almas que claman mudas por el calor de los cuerpos vacíos y sin rostro de hombres y mujeres, mayores o menores, que se sientan a consumir sin mesura alguna o siquiera conciencia, uno tras otro esos vasos de vino barato y avinagrado de sus propias realidades.
Lo que nos lleva a ver de la manera más cruda, cuán inmensa es sin duda la tristeza que envilece los cuerpos y convierte las conversaciones lejanas en ecos difusos, en ruido blanco de fondo. Inmensa es sin duda la tristeza que ahoga los gritos de dolor y los convierte en sonrisas forzadas y contrahechas, que desaparecen en los otros y buscan aprobación en los cuerpos que llenan la estancia.
Cuando era ya muy tarde, tal vez más de media noche dejé ir a mi mente en divagaciones con el whisky desabrido y me perdí en cada una de las decisiones tomadas a lo largo de mi miserable existencia; una a una las contemplé y las sopesé en la balanza moribunda del sentido común. Desde muy niño, sospechaba en el fondo de mi alma, que algo no andaba bien conmigo, sospechaba y podía sentir que estaba roto y desconectado de todo.
En mi adolescencia se hizo más notorio, lo sentía más fuerte en mi corazón juvenil y curioso, lo sentía expandiéndose de a poco por mi mente, horadando mi espíritu y devorando la luz que salvaguarda la vida… No había duda de que era una enfermedad, pero… ¿de qué tipo? ¿Sería acaso de esas que consumen la carne y los huesos… ¿o una de esas que destruyen la mente y el alma? ¿O a lo mejor era de esas muy raras que destruyen los tres: cuerpo mente y espíritu? Era difícil siquiera pensar en catalogarla, pensar en que realmente pudiera estar dentro de mí.
Y con el pasar del tiempo y la llegada final de la adultez, se hizo completamente notoria, empezando por regalarme unas ojeras eternas, luego, volver mi cabello ralo y delgado… y finalmente… comenzar a consumirme lentamente, dejando a su paso las máculas de profanas fiebres y ulceraciones por toda mi piel.
Cuando era ya muy tarde, tal vez pasada la media noche, la cabeza empezó a darme vueltas, tal vez por el exceso de licor barato, tal vez por la precaria alimentación o la falta misma de sueño durante tantas semanas… semanas eternas, de noches frías y estáticas, invadidas por pesadillas recurrentes, por vacíos inconmensurables de afecto y motivos, motivos para vivir, para seguir adelante, para sonreír… la cabeza me daba vueltas de manera vertiginosa, el sonido se iba y volvía y luego las risas vacías de la taberna hacían temblar cada miserable trozo de mi carne enferma; las luces de las paredes parecían fantásticas centellas por momentos… y luego… solo llamas parpadeantes de una lámpara oxidada de petróleo. Imágenes, colores, sensaciones, temblores… todo… me llenaba y me vaciaba una y otra vez, era tan solo una hoja mustia atrapada por el viento, era tan solo una gota de agua perdida en la corriente impetuosa e indolente de un río poderoso. Lo era todo y no era nada; segundo a segundo, minuto a minuto. Por un breve instante empecé a recobrar la conciencia… y luego, mi mente quedó en blanco, fue poseída por el arrebato de la ira miserable y estúpida de la ignorancia, fue poseída por la furia que solo puede contener y soportar en silencio un alma demacrada y envilecida por los vejámenes de un destino esclavizante; Era ahora, por ponerle un nombre, el instrumento sin voluntad de los sentimientos. Había perdido todo atisbo de razón, había perdido la fuerza que reprimía mi frustración y me entregué por completo a esa orgía de gritos y violencia; aparté de mi vista la jarra cuarteada y asquerosa de cristal en la que aún había poco más de un trago y con los gritos que son propios solo de una bestia, descargué mis puños en la barra.
Las personas en todo el lugar enmudecieron, la música cesó y al compás de murmullos y de danzarinas columnas de humo de cigarrillos baratos, me dejé caer de rodillas para gritar y llorar como nunca lo había hecho antes, me dejé caer para llorar con amargura por todas y cada una de las cosas que no había llorado; abrí la puerta del llanto con la llave de la furia y la inconciencia, abrí la puerta al lugar más recóndito de mi ser y desnudé lo poco que me hacía humano.
Lloré por el tiempo que dura el tiempo, lloré hasta que mi garganta sentía desgarrarse con cada gemido inmundo y lloré hasta que la última de esas lágrimas negras abandonó mi cuerpo. Luego del llanto, vino el silencio de mi boca, la respiración agitada de la lucha del alma moribunda y luego la calma, la calma que precede a la tormenta. En silencio y frente a los ojos vacíos de toda aquella gente, dirigí mi mano huesuda y débil al interior del bolsillo de mi gabardina para buscar el revólver; lo sentí… el mango de madera de sándalo, el acero frío y su peso inconfundible, estaba cargado… y en menos tiempo del que cualquiera hubiese imaginado, lo llevé sin duda ni escrúpulos a mi boca.
El cañón se sentía ansioso en mi paladar y el sabor del metal, inconfundible en mi lengua… luego… una leve flexión de mi índice izquierdo haló del gatillo, que accionó el percutor y liberó la bala plateada con violencia y la velocidad de una estrella… directo a mi cabeza. El rugido de la detonación fue atronador, envolvió todo y a todos dentro de la estancia, fue quizá el último sonido retenido en mi memoria, y luego, el silencio y ese blanco eterno de la nada.
Me perdí a mí mismo durante incontables eras, siglos, eones quizás. El segundo que tardó mi cuerpo en caer y yacer en medio del charco de sangre, habrá sido interminable para todas esas personas, pero, ¿a quién le importaba? No era mi problema, ya no. Luego del silencio, de la atronadora explosión y de más silencio vinieron los gritos, los quejidos ahogados de quienes habían tenido si no el privilegio, la desgracia de presenciar semejante atrocidad.
Algunas personas caminaban de un lado a otro, algunas personas gritaban… otros podían no más que gimotear como imbéciles, agazapados en sus butacas… y yo… yo solo observaba mi cuerpo miserable e inmundo, tirado en el suelo, con los ojos vidriosos, mirando a la nada, con la boca entre abierta, sosteniendo aún el revólver entre los dientes, en medio de cuajarones de sangre y carne. Estaba a menos de un metro de distancia de mi cuerpo y veía todo sucediendo muy despacio, era un espectador que guardaba cada detalle, cada gemido, cada comentario, cada aroma… Estaba a menos de un metro de mi cuerpo y con la delicia del que no sufre, me daba cuenta que nadie podía verme ahora.
Cuando era ya muy tarde, tal vez pasada la media noche mi alma al fin, libre de las vicisitudes de la humanidad, libre de los pensamientos, del tiempo, de las preocupaciones o el remordimiento esbozó una sonrisa sardónica, sínica, aliviada y dio la espalda para abandonar la estancia; cuando era ya muy tarde, atravesé la puerta de madera, tomé el camino que llevaba a las afueras del pueblo y me perdí para siempre con las brumas de la madrugada, me fundí en la nada misma y abrí los brazos a la siguiente existencia esperando con un dejo de anhelo, que no fuera tan miserable, complicada y vacua como la que acababa de abandonar, en medio de un espectáculo atroz, salvaje y sangriento, buscando algo de alivio y paz, sonreía y me alejaba de esa tierra infecta, y lo había hecho de la única manera, que a mi pensar me desligaba finalmente de esa existencia insoportable y predispuesta por el destino, lo había hecho ya al final bajo mis propios términos y condiciones.