«No había duda, la medalla de esa clase hubiese sido para él»
Por, Olugna
La mañana de ese viernes, 2 de agosto, inició diferente a los 211 días anteriores. Esa mañana Daniel se despertó con una sonrisa tan brillante que sintió que la habitación se iluminaba; se levantó al primer intento. No perdió tiempo. En dos minutos ya estaba bajo la ducha. Sintió el agua fría que rodó por su cuerpo como un manantial que lo refrescó.
―¡Hijueputa! ―gritó eufórico. «Hace años no me bañaba con agua fría». Pensó.
En verdad era una mañana diferente. Había tomado una decisión, ese día la victoria sería para él. Desayunó y se despidió de su mamá con una sonrisa.
―Amén ―Respondió a la bendición que ella le dio sobre la frente.
Tomó el mismo bus –el SE10– que lo habría de llevar a la universidad en una hora. El conductor de nombre Belisario, un viejo gordo de rostro gris, parecía contagiado por la alegría de Daniel. Lo llevó en solo 40 minutos.
―Necesito hablar contigo, Sara. Sólo dos minutos ―Le dijo a su compañera, que como él, había llegado mucho antes de que comenzara la primera clase.
―Veci, deme un tinto grande, por favor ―Le pidió Daniel a doña Jhaneth, la señora cuarentona de la cafetería― ¿Qué quieres, Sara?
Ella pidió un capuchino.
Hablaron unos cuantos minutos. No pararon de reír, parecían felices. Esa mañana la mesa 15 de la cafetería se llenó de esa magia solo posible de hallar en dos almas enamoradas.
―¡Puta madre! Marica, mire a Daniel. ¡Güevón, la besó! ―dijo con sorpresa John Jairo, el mejor amigo de Daniel, dirigiéndose a Hernán y a Gustavo cuando entraron a la cafetería y se toparon con la escena.
Daniel salía de una larga depresión, fruto de varios sucesos que habían ocurrido en su vida en los últimos meses. Era el amargado de la clase, a las constantes bromas de sus compañeros y de algunos profesores, había respondido, la mayoría de las veces, en forma agresiva.
No salía de juerga con sus compañeros de clase, reía muy poco y en las pocas ocasiones que había intentado ser gracioso, sus chistes no provocaban risa alguna y sus intentos fallidos por ser comediante, daban lugar a crueles bromas –esas sí– bastante buenas, por parte de los demás estudiantes.
―Es un idiota —decían en más de una ocasión las chicas de la clase, de ahí la sorpresa de sus compañeros cuando lo vieron besando a Sara, de 23 años y un rostro hermoso.
―¡Jueputa! Yo juraba que era gay ―dijo John Jairo― Hasta tenía las palabras listas para cuando me contara que había salido del closet. Y miren al muy cabrón, besándose con Sara, mi Sara. Y en mi cara.
El discurso, en un principio jocoso, para John Jairo había terminado en enojo. No había duda, Daniel se comportaba como un campeón. Las clases transcurrieron sin afán. Entre las largas y tediosas cátedras de los profesores, las horas del día se esfumaron sin mayor expectativa. Solo faltaba la clase de Movimientos Sociales en Latinoamérica, ese viernes había entrega de ensayos con su respectiva sustentación. Daniel cerraría la tanda de expositores de la jornada.
Definitivamente no era él, entregó el ensayo, cinco hojas maravillosamente escritas. El mediocre, como se lo recordaban constantemente sus profesores, se había quedado en casa. Durante las exposiciones de sus compañeros preguntó, cuestionó y ganó los debates. Si en las universidades acostumbraran a condecorar con banderitas ridículas a los estudiantes sobresalientes, no había duda, la medalla de esa clase hubiese sido para él.
Llegó su turno, se levantó en frente de la clase, saludó, presentó su tema con tono fuerte, seguro de sí mismo, sonriente. Su rostro estaba iluminado, la mirada triste, que era una de sus señas particulares, había sido reemplazada por una que proyectaba esperanza. Su discurso era encantador. Hizo bromas llenas de sarcasmo que sacaron risas a todos. Finalizando su presentación, empezó a esculcarse, buscaba en sus bolsillos una y otra vez, sin encontrar lo que estaba buscando.
―¡Ahí está pintado! ―Gritó Jhon Jairo.
Hubo risas.
―¡Ah! ¡En mi chaqueta! ―Exclamó Daniel―. Sara, me la alcanzas, por fa.
Una vez Sara le alcanzó la chaqueta, Daniel sacó de un bolsillo interior una pistola automática de 15 tiros. El primer disparo lo recibió Sara en el pecho; el segundo fue para William, el profesor; cayeron en su orden y en cuestión de segundos: Jhon Jario, Mónica, ‘Toño’, Gustavo, Rubén, Catalina, Juan, Mario, Sergio, Hernán, Mateo y Pablo. Antes de su último disparo me miró y me dirigió una corta frase:
―Tienes que escribir sobre este día.
Sonó el último disparo y cayó Daniel con un hoyo en la sien. Los policías llegaron demasiado tarde.