Por, Escritor Amargo
La hierba aún se encontraba húmeda por el rocío y las aves cantaban con fuerza, con un frenesí eterno de óperas inefables y eternas, tan viejas como la tierra y el tiempo mismo.
El cielo empezaba a teñirse con el ocre del astro mayor que seguía acercándose y daba a las nubes ese color metálico y purpureo de sueños que pronto serían olvidados por las personas que dormían plácidas en sus camas; el olor de las flores era vago, se mezclaba con la tierra mojada y el pasto que se quebraba bajo mis pasos cansados; y éstos, más que pasos, eran un arrastrar desesperante de pies abatidos.
Mi caminata terminó por fin frente a un viejo estanque en medio de un gran terreno baldío, rodeado por un seto descuidado en el que los hambrientos pichones de gorriones y palomas clamaban a sus madres por alimento. Me detuve finalmente para contemplar el agua ondeante, llena de vida; renacuajos y ninfas de libélulas, algunos líquenes y flores de boro; la danza infinita de las mariposas y los patinadores en la superficie.
Me agaché lentamente para tomar una roca, absorber el frío que la envolvía, juguetear con ella unos minutos y luego lanzarla. Pude gozar con la trayectoria casi en cámara lenta, maravillado con el arco de su movimiento y el golpe que rompía en ondas la superficie acuífera… el sonido fue algo apagado y profundo, como el resuello de un gigante que se encontrara embebido en sueños turbios y alcancé a ver cómo poco a poco se perdía camino al fondo oscuro.
En ese movimiento maravilloso y casi entrópico, sentí que los últimos atisbos de mi voluntad y cordura se hundían, se iban de mi ser, abandonaban mi mente cansada y abatida por dilemas propios de un hombre solitario; de un hombre que jamás conoció el mundo más allá de la buhardilla en que se refugiaba con sus libros cual fortaleza inexpugnable, que jamás terminó de aprender cómo funcionaba la vida en una sociedad convulsa y salvaje, en una sociedad despiadada y codiciosa… indolente y estúpida.
El último atisbo de mi voluntad y cordura se iban al fondo del estanque, donde reposaría acunada por renacuajos y ninfas, abrazada por las raíces de las plantas; sepultada por el fango y la porquería, por los detritus de décadas y décadas de ciclos de vida efímera e imperceptible.
Mis ojos permanecían fijos en el centro del estanque y a la vez perdidos y vidriosos, mi respiración era lenta y pausada y mi boca era sólo una mueca estática; mi cabello se mecía lentamente con la brisa de la mañana, mis oídos estaban embotados de la música de las aves, de los cantos de los últimos grillos que rezagados aún cantaban a una luna gibosa que muchas horas antes se había perdido tras las montañas con sus secretos ominosos. Era en un todo, la estampa misma de la miseria y mi mente un torbellino inenarrable de pensamientos, letanías rotas, divagaciones, elucubraciones perversas; dudas sin respuesta, ansiedades sin remedio.
El último atisbo de mi cordura era ahora una burbuja de aire atrapada en alguna de las muchas irregularidades de la roca arrojada, apegándose a ella como la vida misma a mi cuerpo cansado y ajado por las caminatas largas y sin sentido de mis noches sin sosiego.
La voluntad por el contrario… permanecía intacta, aunque pareciera absurdo, pues era su fuerza y no otra la que me mantenía en pie, me mantenía vivo, me obligaba a respirar; mi voluntad permanecía intacta, aunque yo mismo la creyera quebrantada por las largas horas de vigilia e insomnio.
Tan embebido en mis contemplaciones y el remolino fastuoso de pensamientos y emociones me encontraba, que no me había percatado del amanecer que finalmente había llegado y la luz tibia que me acariciaba sin reserva ni pudor, tan embebido estaba, que no fue, sino el croar de un viejo sapo en la otra orilla del estanque el que pudo sacarme de aquel letargo.
El croar de ese viejo sapo pudo despertarme, pues siempre tuve recelo y cierto miedo hacia esas criaturas, que no podían producir en mí más que repugnancia y muy en el fondo fascinación. Su proceso de vida y las transformaciones a que se somete a lo largo de su ciclo nunca dejaron de llamar mi atención, porque para mí, al igual que libélulas, mariposas y escarabajos, eran lo más cercano al mítico fénix.
El croar de ese viejo sapo y otros más que empezaban a juntarse lentamente, fueron el detonante, el impulso que al final le dio el valor al hastío y al cansancio de mi cuerpo y mente para arrojarme a las frías aguas… como la piedra de hacía un rato… y empecé a hundirme; despacio, sin prisa, sin arrepentimientos.
Empecé a fundirme con el todo y la nada misma en un paroxismo absurdo de descanso obligado mientras dejaba de respirar, empecé a hundirme mientras mis pulmones se llenaban de agua helada y a comprender que el final de todo no era un final, por el contrario, era el inicio de un sendero maravilloso e ignoto.
Vi todo eso, mientras me desvanecía con lágrimas de alegría infame en la brisa provocada por el aleteo de mil mariposas; vi a mi cuerpo irse, me despedí de él con una sonrisa, sabiendo que descansaría sin interrupciones allá en aquel estanque; allá donde cantan los sapos.