«Mi pelo largo servía de cambuche para que no me pillaran lo que escondía; la música rock se volvió mi confidente, mi consejera y amiga»
EL FORTÍN DEL CABALLERO
(Bogotá D.C, Colombia)
Por, Alejandro de Jesús Barbosa
Cuando era niño solía jugar con animales en el espesor de las montañas. Corría con mis amigos a buscar una llanta abandonada o un cartón para dirigirme con ellos a hacer deslizamientos en alguna loma del municipio de El Charquito, en el cual mi padre trabajaba como ingeniero de planta de la Empresa de Energía de Bogotá.
Allí, en esa vereda cercana al Salto de Tequendama, se dio la niñez de este caballero que, cuando algunos tíos junto a mi padrino se reunían en casa de mis padres para celebrar algún evento familiar, el niño travieso daba botes en la sala de la casa con el sonido de Sweet y la emblemática ‘Ballroom Blitz’. Mientras un perro de raza Cocker Spaniel devoraba la torta al menor descuido de los anfitriones.
Con mamá ―siempre comprensiva― al lado de un padre algo estricto, pasaron los días de este niño que le hacía pistola a las tareas para poder escaparse a su realidad de pilatunas, paseos con el perro, juegos al aire libre, flirteos con amigas del colegio o lectura de revistas de cómics. Era todo un mundo de fantasía y libertad, en el cual siempre prevalecía el deseo de ser un valiente guerrero, porque desde pequeño sobresalió en quien escribe estas líneas el espíritu aventurero. Nada que envidiarle a William Wallace de la película ‘Corazón Valiente’.
En 1984 llegó de sopetón una dura noticia y era el traslado de papá de su empresa a una oficina en plena ciudad de Bogotá. Era para este niño de capul dejar ese paraíso del campo en el cual disfrutaba al máximo con sus hermanos menores y amigos, para arribar a la jungla de asfalto con su polución; dejar lejos a la mascota y los amigos para llegar a las fauces de un mundo nuevo en el que el tiempo pasa rápido por el afán de sus habitantes, el estrés de los trancones, la inseguridad y todo lo que conlleva llegar a la capital de un país.

En Bogotá no fue para nada fácil entrar a un buen colegio. Más con ese antecedente de estudio en un colegio del campo con otros métodos algo ortodoxos, rígidos y anticuados para un niño lleno de rebeldía e indisciplina que se oponía desde entonces al mal trato de sus profesores. Hago un paréntesis con ‘The Wall’ de Pink Floyd, porque estuve en las aulas de los 70 y ese trato fue el que recibí para estar ahí atento a lo que se me pedía y no dejar volar mi imaginación. Regla, juete o coscorrones sin parar. Así acostumbraron al niño. Ahora la consigna era, con 12 años de edad, cumplir con mis estudios y sacar adelante el bachillerato. Siempre en constante escape de esa realidad. Aquí ya no podía huir tan fácil a la montaña y debía aceptarlo. Estaba inmerso en la travesía urbana.
En 1986 logré entrar al Gimnasio Germán Peña, colegio del cual salió como bachiller el reconocido periodista German Castro Caycedo. Llegué a este escritor por ‘El Hueco’, que el profesor de español Ismael Sánchez nos puso de tarea para uno de los períodos de la materia en 1987.
Me llamaban mucho la atención los poetas, los escritores, su historia y aporte a la humanidad. En clases siempre tenía ocultos los audífonos de un walkman que papá me había regalado de cumpleaños. Mi pelo largo servía de cambuche para que no me pillaran lo que escondía; la música rock se volvió mi confidente, mi consejera y amiga. Escuchaba desde Def Leppard, hasta Megadeth o Metallica. Fueron tiempos en los cuales la violencia del narcotráfico, la guerrilla y los paracos azotaban a Colombia. Mi excusa era cerrar los ojos a esa realidad con las melodías de aquellos artistas que, por la radio de los 80, llegaban a las emisoras de la época o al ir de compras a las casetas de la 19 o aceras en los cuales vendían casetes con marcas reconocidas y a esfero traían el rótulo del título del grupo y sus canciones. Así conseguí mi primera colección musical.

Llegó la época de la universidad. Al fin había cerrado el ciclo del colegio. Ese que añoro porque pude ser libre y tener mis «mechas largas» sin que nadie me molestara. De tantos disgustos, regaños y recriminaciones mis profesores se acostumbraron. Ya no había necesidad de cortarme el pelo; ya, mis superiores incluidos mis padres, aceptaban ese gusto que tenía por el rock y el metal. En una época de mi colegio en la semana de la cultura fue a tocar la agrupación Apocalipsis con el consentimiento del rector Gerardo Sanín Echeverry (QEPD). Fue un día inolvidable. Con mis compañeros de clases poníamos cartulinas negras en las ventanas, forrábamos el salón en papel silueta negro y armábamos los primeros pogos de nuestros años mozos. De fondo sonaba La Pestilencia o Darkness.
También Juancho, un compañero de grado once, llevaba su vieja camioneta Chevrolet Luv y sobre el plantón ponía un tornamesa y a sonar: una oda a los Toreros Muertos. Toda una fiesta, en la cual hasta las novias se escapaban del colegio para acompañarnos en estas farras de locura.
De ese ir y venir con la música llegó mi paso por Todelar Stereo 103.9 F.M., un domingo que estaba en el apartamento del conjunto Alejandría del barrio Barrancas con algunos amigos y escuché una voz femenina sensual que presentaba un especial de baladas. Su nombre, Alexandra García. La imaginaba guapa. Toda una modelo (porque con esa voz…). Y así me desplacé a la calle 57 con 18 que era el sitio en el cual quedaba la emisora a poder conocerla. Con mucha curiosidad y algo de miedo me asomé a los estudios. Una gordita querida me hizo seguir. Con una amplia sonrisa me recibió y me propuso ayudarle a sacar adelante un programa que ella hacía en las noches. Se llamaba ‘En Pijama’. Para mí era como un sueño, porque era muy dado en esa época a escuchar emisoras y grabar mi música favorita.

En este espacio comenzó mi gusto por el rock colombiano. Conocí a Elkin Ramírez, precursor del rock nacional, e hice un pacto de lealtad con él: apoyar a los artistas que, en ese entonces, se acercaban con sus discos a la emisora. Hablo de Pasaporte, Lakesis, Nueve, Excalibur, Escape, Signos Vitales, Darkness, Hangar 27, Tráfico, Andrómeda y tantos que vieron en mí, una esperanza para mostrar sus proyectos. Ya se imaginarán lo complejo.
Una época en la que apenas se daba la llegada del CD. No había recursos de tecnología como existen actualmente para dar visibilidad a los proyectos de Colombia. Todo era muy rudimentario. Solo existía Audio 8 y había que tener mucha plata para grabar allí. Las disqueras como Codiscos solo le apostaban a Kraken y eso después de reunir 500 firmas. El rock colombiano vivía «entre el miedo y la incertidumbre» como lo había titulado Lucho Barrera, editor en aquel entonces de una revista reconocida de Bogotá. Además, en las emisoras como La X se programaba anglo y era casi un logro que aceptaran programar lo nuestro. Una odisea.
De ahí nació un sueño. De poder aprovechar la llegada de la internet y las primeras redes sociales como MSN Groups de Hotmail para apoyar el Rock Nacional con un proyecto novedoso, serio y con nombre propio.

De algunas reuniones, encuestas en bares y el deseo de armar algo grande que fuera reconocido, un 23 de marzo de 2004 este servidor decidió dejar de lado la fantasía y sus propios sueños de aventura de la niñez y adolescencia, con caballeros de la edad media, gladiadores y vikingos para forjar su propia armadura y crear El Fortín del Caballero, un portal en internet cuyo objetivo principal es dar una mano a la industria del rock hecho en Colombia.
Así se consolidó esta idea entre la magia, el lenguaje de las runas, el rock y la armadura del rey Arturo. Así nació la leyenda de El Fortín que hoy llega a 19 años de historia.
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