Sumo-Luca Podran

Estallando desde el océano: cómo Luca Prodan, el héroe imposible del rock argentino, reinventó el género

Parte I


Por: Sebastián González Z.


A casi 38 años de su último suspiro, Luca Prodan sigue estallando desde el margen. El italiano errante que huyó del privilegio, del protocolo, de las paredes bien pintadas de su hogar europeo, eligió el exilio voluntario para encender una revolución cruda en el corazón del rock argentino. Desde Traslasierra hasta el Abasto, con su voz ronca y su mirada de náufrago lúcido, desafió la lógica de un país en plena combustión. Con Sumo, su banda-puñal, levantó la bandera de lo improbable: punk, reggae, poesía y caos en un solo grito. Casi cuatro décadas después, todavía resuena esa consigna que ya no es solo tributo, sino sentencia: Luca’s Not Dead!


Luca nació en Roma, pero venía de todos lados y de ninguno. Su sangre era un mapa de imperios en ruinas: un padre austriaco con raíces italianas y alma china; una madre escocesa nacida en Pekín, criada en internados donde el amor se medía con reglas y la tristeza se barría bajo la alfombra. En esa mezcla de linajes, exilios y continentes, Luca creció como un animal hermoso y encerrado. Hijo de la aristocracia, nieto del desarraigo.

Los Prodan eran una familia marcada por el lujo, la guerra y el tránsito perpetuo. Mario, su padre, había estudiado en el severo Gordonstoun. Sí, el mismo colegio que moldeó al príncipe Carlos, y se convirtió en empresario en la China de entreguerras. Allí conoció a Cecilia Pollock, hija de un alto funcionario de transporte. Vivían entre mármol y seda, en casas donde se hablaban cinco idiomas y el mundo parecía no tener grietas. Pero en 1943, el Ejército Imperial Japonés los atrapó en la vorágine: 18 meses en un campo de concentración, hambre, miedo, hacinamiento. Cuando salieron, regresaron a Europa sin más patrimonio que la memoria.


Roma los recibió vencidos, pero no por mucho tiempo. Mario era astuto, coleccionista de arte oriental y negociante de alma. En poco tiempo volvió a levantar fortuna. Y fue allí, en esa ciudad que renacía sobre sus ruinas, donde Luca irrumpió en el mundo un 17 de mayo de 1953, como si su sola existencia fuera un gesto teatral: su madre rompió bolsa en pleno palco del Teatro dell’Opera, mientras sonaba una gala de ballet. El telón se abrió para él antes de que pudiera llorar por primera vez. «Eligió un lugar apropiado», recordaría Cecilia décadas más tarde, sin saber que su hijo llegaba para incendiar los escenarios del futuro.


Tragedia, exilio, lujo. Tres palabras que lo acompañarían como fantasmas durante toda la vida. Luca fue criado entre discos, libros y silencios de mármol. Pero no bastaron los vinilos ni las bibliotecas para calmar la incomodidad en sus huesos. Lo suyo no era la obediencia ni la tradición: lo suyo era dinamitarlo todo desde adentro.

Cuentan que Luca le rompió la nariz al mismísimo Carlos de Inglaterra. Fue en Gordonstoun, ese castillo disciplinario donde se enseñaba a formar futuros líderes del Imperio a punta de frío, represión emocional y castigos físicos. Allí, entre caminatas militares y horarios insoportables, el adolescente Luca ya empezaba a rechazar los moldes. Un día, harto de las jerarquías vacías y de la arrogancia de su compañero real, le propinó un golpe directo al rostro del heredero al trono. La sangre azul se mezcló con el polvo escocés y Luca fue expulsado del colegio con honores invertidos: se marchó como el hereje que osó cuestionar al sistema en carne viva. Fue más que una pelea adolescente; fue un manifiesto precoz: el poder no le merecía respeto, solo desprecio. Esa escena temprana resume al Prodan que el rock argentino adoptaría años después: insolente, furioso, honesto hasta la médula.

Fue un chico bien con un corazón lleno de grietas. Mientras su familia lo destinaba a un futuro de trajes y sobremesas de porcelana, él elegía el lado B de Londres: el heroinómano solitario, el músico callejero, el poeta del margen. Su hermano Andrea triunfaba como cineasta, su hermana Michela en la diplomacia, y él… él abrazaba la autodestrucción como forma de protesta existencial. En esa fractura, en ese grito no domesticado, empezó a gestarse el artista que después incendiaría el rock argentino. Luca no renegaba de su sangre, pero tampoco se arrodillaba ante ella. Si algo le enseñaron los salones de su infancia, fue que la verdad no se sirve en copas de cristal.

No vino a Latinoamérica a buscar fama ni patria. Vino a salvarse. Cuando Londres le cerró todas las puertas, incluida la de su propio cuerpo, Luca no huyó: se desvaneció. Hundido en la heroína, caminando entre callejones donde la noche olía a vómito y a derrota, escribió cartas que eran plegarias. Una de ellas fue para Timmy McKern, un viejo amigo que vivía en las sierras cordobesas. Le habló del vino barato, del cielo limpio, de una tierra donde no lo conocía nadie. Luca no necesitaba una ciudad, necesitaba un abismo distinto. Y Argentina, rota por dentro tras la dictadura, ofrecía justo eso: un lugar donde empezar a morir de otra manera.


Llegó con un bolso, una foto y cicatrices que nadie veía. Pisó Ezeiza como quien pisa otro planeta, con la certeza de que, si se quedaba un día más en Europa, no vería la mañana siguiente. No hablaba bien el idioma, no conocía las costumbres, pero algo en ese caos lo abrazó. El idioma de la desesperación es universal, y el suyo empezaba a sonar como un bajo distorsionado en el fondo del pecho. Córdoba lo cobijó primero, como si la tierra misma le ofreciera un respiro. Después vendrían Hurlingham, los bares, los excesos, los amigos. Pero en ese primer aterrizaje ya estaba todo: la fuga, el hambre, la posibilidad de resucitar en un país que también buscaba volver a nacer.


En la misma noche de su llegada a Hurlingham, después de la cena, Germán Daffunchio, marinero de veinte años, cuñado de Timmy, tomó una guitarra criolla y rasgueó unos acordes. Luca cantó. Y en ese instante, sin plan, sin nombre, sin nada, nació Sumo. Se fueron al campo, a Traslasierra, Córdoba, donde el paisaje era áspero, verde y libertario. Con ellos viajaron Daffunchio y un amigo suyo, Alejandro Sokol. Allí, entre zapadas, vino barato, porros artesanales y la lejanía del horror urbano, empezó a gestarse algo más fuerte que una banda: un estallido.

Era 1981. La dictadura aún gobernaba con voz de trueno y sombra. Las grandes ciudades estaban tomadas por el miedo, y muchos artistas huían al campo buscando aire y anonimato. Luca se desintoxicaba con marihuana, ginebra y música, en un ritual torcido y sagrado. Decía que se había tomado «80.000 damajuanas», y quizás no era metáfora: en esa mezcla de alcohol, pastizales y noches infinitas, comenzaba a purgar los restos de la heroína. En el único bar del paraje Las Calles, se aficionó a la ginebra, una botella diaria para aplacar los fantasmas. Cuando volvió a Buenos Aires, ya no era el mismo: traía una banda en los huesos, una misión en el pecho y el salvajismo necesario para incendiar el under porteño, ese movimiento cultural que surgía como respuesta al silencio impuesto por la dictadura. En ese mundo, donde las drogas eran puerta y condena, Luca, según Pettinato, jamás se entregó a la cocaína. Él tenía su propio veneno, su propio ritmo, su propia guerra.


Tras esas primeras grabaciones en el aire místico de Nono, el plan era claro: había que salir del monte, llevar ese caos sonoro al conurbano, a las venas abiertas de Buenos Aires. Hurlingham, el barrio natal de los McKern, se convertía en el próximo refugio. El movimiento parecía simple, pero como todo cambio en la vida de Luca, traía consecuencias. Ricardo Curtet, el guitarrista rítmico que había sumado cuerpo y temple a la formación, acababa de ser padre. Su hijo recién nacido lo obligó a elegir entre la paternidad o la banda, y eligió la sangre. Volvió a Mina Clavero con su familia, dejando en pausa ese sueño eléctrico que apenas empezaba a tomar forma. Era el primer sacudón de una historia donde nada sería lineal, donde la vida real y el arte estarían siempre en colisión.


Aun así, la visión no se detuvo. Sumo comenzaba a dejar de ser una zapada (una joda, o una recocha o simplemente un rato de ensayo) entre amigos para transformarse en un manifiesto sonoro: multicultural, crudo, impredecible. Stephanie Nuttal, con sus baquetas británicas y su historial punk, era un signo del quiebre: una mujer, extranjera, poderosa, rompiendo moldes en un país donde el machismo aún era norma y las bandas hablaban siempre en masculino. El traslado a Buenos Aires era más que geográfico: era la entrada a otro mundo, donde el arte comenzaba a recuperar las calles, pero la sombra de la dictadura todavía ensuciaba el aire. Y ahí iba Luca, con sus botellas, sus discos, sus poemas rotos, listo para patear la puerta del rock nacional argentino.


Con ‘Llegando los monos’, Sumo deja de ser una promesa excéntrica del under y se transforma en una bestia imparable. Estamos en 1986, en plena transición democrática, mientras la cultura argentina busca un nuevo relato. Sumo no lo escribe: lo incendia. El disco, grabado en los Estudios Moebio es una ráfaga furiosa, eléctrica, magnética. El bajo de Arnedo martilla como una locomotora funky, la batería de Superman Troglio bombea con furia tribal, las guitarras de Ricardo Mollo y Germán Daffunchio atraviesan como cuchillas. Encima de eso, la voz de Luca: brutal, sincera, burlona, hiriente, sabia. Un frontman con voz de trueno y ojos de nihilista iluminado.


‘Los viejos vinagres’, ‘El ojo blindado’, ‘Nextweek’, ‘TV Caliente’, ‘Que me pisen’… Cada canción es un dardo envenenado. La crítica social no se hace con el dedo en alto, sino con una carcajada sarcástica. Luca no denuncia: se caga de risa del sistema, de los burgueses, de los caretas, de los idiotas. El Abasto, antes un barrio de nadie, se convierte en territorio simbólico del grupo. Sumo canta desde las cloacas del mundo, pero con ritmo bailable, con groove infeccioso. Punk, funk, reggae, ska, dub, rock industrial… Todo entra, todo sirve, todo se mezcla. Y el resultado no suena a nada conocido: suena a Sumo.


Ese disco explota. El boca en boca es imparable. Obras Sanitarias, templo del rock nacional, les abre las puertas. Sumo se sube al escenario como si fuese la última noche del mundo. Luca, desafiante, baila como un zombi poseído: escupe inglés, español, dialecto demente. La gente no entiende del todo, pero siente. Y eso alcanza. Nadie queda igual después de ver a Sumo en vivo. No era una banda: era una experiencia, una patada en el pecho.

Después llegó ‘After Chabón’ (1987), y aunque el contexto ya era de apogeo, Sumo no se aburguesó. El disco mantiene la tensión, la incomodidad, la ironía. Luca canta más en castellano, pero no por concesión, sino por decisión estética: quiere hablar más claro, más fuerte, más directo. ‘Crua-Chan’, ‘Lo quiero ya’, ‘Mañana en el Abasto’, ‘No tan distintos’… temas con un filo político más punzante, pero sin perder el espíritu callejero y burlón. El título mismo, ‘Después del chabón’ parece premonitorio.


En ese momento, Sumo ya era un fenómeno cultural. Estaba en la televisión, en los diarios, en las paredes de las ciudades. Pero no se vendía: se multiplicaba. Nunca perdió el hambre, la bronca, el rugido. Esa segunda etapa es la de la consolidación; sí, pero también la de la furia más refinada, más consciente, más potente. Sus integrantes era los reyes del rock sin corona ni protocolo; los que hablaban con música y se cagaban en el qué dirán. Sumo no buscó la consagración: la tomó a patadas.

Continuará…


Sebastián González Zuluaga es un cuyabro de pura cepa, rockero de corazón y futbolero de pasión. Estudiante de último semestre de derecho en la UGCA de Armenia y director de Tendencia Rocker, combina su amor por la música con una visión crítica del mundo. Siempre entre el ruido de las guitarras y el debate, busca dejar su huella en la cultura y el derecho.

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