Parte II
Un gaucho anónimo y borracho cantando cuarenta chacareras tenía más valor que cien discos de estudio
Por: Sebastián González Z.
Volviendo a Luca, debemos hablar de su choque cultural, de ese cuando llegó a la Argentina del retorno democrático, aquella que lo recibió como si fuera un alienígena despeinado y carismático, que traía desde Europa un manifiesto sonoro imposible de clasificar. No venía a adaptarse, venía a dinamitar. Su sola presencia encarnaba una cachetada para la cultura rock de su país, que por esos años se debatía entre la solemnidad de la lírica progresiva, los excesos de egomanía post-dictadura y el nacimiento de un star system tan nacionalista como autocomplaciente. Luca, con su acento inclasificable y sus frases lapidarias, entraba a esa escena como un bárbaro con guitarra eléctrica.
A Luca no le gustaba el rock argentino. Lo decía con todas las letras. Le repugnaban las imitaciones criollas de Dylan, Steely Dan o Crosby, Stills & Nash. «¿Bob Dylan tailandés? ¡Un asco!», dijo en una entrevista que todavía retumba como un escupitajo sagrado. No entendía cómo se podía idolatrar a tipos que, para él, hacían una música sin agallas. Charly, Fito, Abuelo, León, Los Redondos. Sí, incluso Los Redondos, eran para él parte de un sainete narcisista donde todos se creían próceres. Los respetaba como personas, pero detestaba la idea de sacralizarlos. Y esa irreverencia lo volvió único.
Al mismo tiempo tenía una sensibilidad profunda, afilada, que lo conectaba con lo visceral. ‘Barro Tal Vez’, de Spinetta, lo conmovía. Amaba el folclore cuando lo sentía real: un gaucho anónimo y borracho cantando cuarenta chacareras tenía más valor que cien discos de estudio. Lo suyo no era el academicismo: era la tripa, la mugre, la belleza rota. Podía hablar de Atahualpa Yupanqui con respeto y un segundo después escupirle a cualquier «progresivo» con pretensiones de genio.
Musicalmente era un crisol inédito: punk, reggae, dub, funk, minimalismo. Sumo no sonaba a nada de lo que se hacía acá, y eso era su mayor fuerza. En los 80, mientras todos querían ser solistas poéticos, Luca y sus compañeros eran una banda de pub salvaje, un ritual callejero con olor a cerveza y transpiración. Luca cantaba como un dios borracho y lúcido, rodeado de músicos que entendían que la energía era más importante que la técnica. Por eso podían mezclar a James Brown con The Fall, a King Crimson con Black Uhuru, a Lou Reed con Bob Marley. Era rock mestizo, hijo de mil padres, y eso enloquecía a los que querían pureza.
Su desprecio por la solemnidad se transformó en bandera. Se reía del concepto de cultura rock, de la vanguardia cool, del esnobismo artístico. Prefería una pensión en Once a una suite de hotel. Se burlaba de los que querían explicar el rock con teorías. Vivía como cantaba, cantaba como pensaba, pensaba como amaba: con intensidad feroz.

Ahí estaba el secreto de Sumo: no era solamente canciones. Era un lenguaje nuevo, una energía nueva, un gesto de rebeldía que venía a decir: basta de solemnidad, basta de ídolos de cartón, basta de copiar modelos ajenos. La Argentina de los ochenta necesitaba un sacudón estético y ético. Y Luca se lo dio como un uppercut de amor brutal.
Como todo mito o leyenda urbana, antes de trascender debe tener un final feroz y estridente, siendo reflejo fiel de su vida; El 22 de diciembre de 1987, Buenos Aires amaneció con un silencio extraño, espeso, como si algo irremediable acabara de suceder. En una pensión de San Telmo, en una habitación desordenada de la calle Alsina, Luca Prodan fue encontrado sin vida. Su cuerpo, ya devastado por años de excesos, había dicho basta. El diagnóstico oficial habló de un paro cardíaco provocado por una cirrosis hepática fulminante. Pero la muerte de Luca nunca fue una cuestión simple ni clínica. Fue el punto final de una batalla larga y brutal contra su propio cuerpo, contra sus fantasmas, contra un mundo que nunca estuvo a su altura.

Los años de ginebra sin tregua, de whisky con pastillas, de una sobriedad intermitente y una furia permanente, habían hecho mella en su hígado, en sus venas, en su carne. Algunos dicen que aquella madrugada fue la heroína la que le apagó los ojos. Otros, que simplemente dejó de pelear. En su entorno más íntimo se hablaba de una rendición lenta, inevitable. El último acto de un hombre que vivió cada minuto como si fuera el primero, y también el último. Su cuerpo fue sepultado primero en Avellaneda, pero su hermano Andrea lo llevó luego a Nono, Córdoba, ese rincón místico que Luca había elegido para escapar del ruido del mundo y donde su energía aún parece flotar entre las piedras.
Sumo no sobrevivió a esa pérdida. El animal dejó de rugir. Dos días después de su último show, la banda se disolvió, como si nadie pudiera, ni quisiera, tomar el lugar de su alma. De ese final nacieron nuevas bestias: divididos, con la potencia instrumental de Mollo y Arnedo, y Las Pelotas, lideradas por Sokol y Daffunchio, quienes continuaron ese legado bastardo, callejero y visceral que Luca había sembrado. En 1989, los ecos de su voz volvieron en forma de ‘Fiebre’, un álbum póstumo con grabaciones crudas, inacabadas, que supieron conservar la electricidad sucia de sus primeras creaciones. Más tarde aparecería ‘Time’, ‘Fate’, ‘Love’, un rescate emocional de demos olvidados que hoy suenan como epitafios rockeros.
Los homenajes no tardaron. Un disco tributo furioso titulado ‘Fuck You’ en 1995, reuniones fugaces de los miembros originales, documentales que intentaron capturar lo incontenible: Luca vive, El último show, y ahora una biopic en camino, con un nuevo rostro tratando de interpretar lo que fue imposible de imitar.
Casi cuatro décadas después, el nombre de Luca Prodan sigue latiendo en el corazón cultural de Argentina. Su casa en San Telmo se volvió altar para devotos del rock, la ciudad de Hurlingham le levantó una escultura, y su imagen desgreñada, desafiante, eternamente lúcida en su locura sigue mirando de frente a generaciones que descubren en él algo que no está en ningún manual: verdad cruda, sin filtros, sin concesiones. Como su música.
Luca fue mucho más que un frontman. Fue un catalizador, un apóstol del ruido con alma de poeta y corazón de perro callejero. Murió joven, pero no trágicamente: murió como viven los que queman la vida con la misma pasión con la que otros apenas la sobreviven. En cada riff de Sumo, en cada letra que escupe honestidad brutal, hay una parte de él que sigue viva. Como él mismo dijo alguna vez, con esa mezcla de sabiduría punk y cinismo místico:
«¿Qué es el rock? ¡Es el kcor al revés!»
Y Luca, sin saberlo, escribió ese enigma con su propio cuerpo, con su voz, con su muerte. Y con eso alcanzó la eternidad.
Sebastián González Zuluaga es un cuyabro de pura cepa, rockero de corazón y futbolero de pasión. Estudiante de último semestre de derecho en la UGCA de Armenia y director de Tendencia Rocker, combina su amor por la música con una visión crítica del mundo. Siempre entre el ruido de las guitarras y el debate, busca dejar su huella en la cultura y el derecho.