Por, René Jiménez
En un verdadero libreto de novela, de esos que Gustavo Bolívar ya no escribe, se convirtió el escándalo que inculpa al hijo del presidente de la República Nicolás Petro ―el mismo Nicolás― de recibir dineros de narcotraficantes; quienes creyeron estar entregándolos para la campaña presidencial, pero que Nicolás Petro se los había apropiado para el incremento de su patrimonio personal. Todo parece indicar, que el delfín engañó a los mafiosos con tal habilidad, que se llegó a sentir un verdadero heredero de casta, apellido y clan como se acostumbra en estas tierras independizadas del reino de España, pero no del atraso mental de los días de la colonia.
Al parecer, y según el relato de su exesposa, sumado al material revelado gustosamente por la prensa; el joven Nicolás no pudo contener sus ganas de aprovechar el momento, de disfrutar de la papaya, de sacarle jugo a las circunstancias, y en una jugada digna del más delicado de los carteristas, timó de manera audaz a las viejas glorias del narcotráfico, quienes, aunque olvidadas en el tiempo, hoy buscan completar sus semanas para la pensión, haciéndose nombrar alcaldes o concejales de un pueblito de la costa o cualquier Magangué que se les atraviese.
El escándalo es tal, que hasta a los humos yerbateros producidos por las revelaciones de Susana Boreal lograron disipar. La historia de amor del diputado del Magdalena y su caótico pero revelador final, ha sido el entremés de todos los comensales en las mesas del altiplano y el verdadero fresco en las tardes del caribe y los llanos. No cabe duda de que, entre contratar al novio, negarlo frente al mundo porque una no es de novios; y robarse el corazón de una mujer, casarse con ella, construirle una casa en el aire y luego dejarla por ahí porque la vida cambia, hay una gran diferencia. Pues, mientras de la pequeña historia de sexo, porritos y contrato da para un escueto capítulo de la virgen de Guadalupe, en donde todos terminan rehabilitados gracias al viento milagroso; la de Nico el delfín da para una novela turca de esas que parece no tener fin, donde los protagonistas van una y otra vez del amor al odio.
Por lo hasta ahora revelado, el joven Nicolás parece ser la primera víctima del encantado que habita al palacio de Nariño, del cual el mismo Petro afirmó: «No es si no meterse al Palacio de Nariño y ya verán cómo se experimenta esa droga. Ves los gobelinos y las sillas doradas y crees que eres un rey. Incluso, es una trampa. Si el presidente entra, cree que es un rey y que ese es su mundo, está siendo engañado porque el poder real está afuera». Al parecer, bastó una visita del diputado Nicolás para caer en la trampa de los gobelinos y las cortinas de Tutina.
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Su visita lo dejó antojado de tener un lugar digno de su grandeza. Como cualquier Luis XIV o Charlie III, el auto aclamado Nicolás se antojó de tener su propio recinto palaciego, donde gozar de esta droga sin molestar a nadie, donde fumarse los porritos sin que se sienta el humito. Sin saber que su obsesión por este Versalles caribeño, sería el camino más corto hacia la ruina que viven los reyes malvados de los cuentos de princesas, el joven Nicolás se lanzó a tan corrupta empresa.
El palacete a orillas del Atlántico se encontraba a tan solo $1.600.000.000 de distancia y hacia juego con el carruaje 4×4 de $190.000.000 que un hada madrina, interesada en uno que otro contratico, le había regalado a este ceniciento político. Sin embargo, en el camino quiso cambiar de princesa para habitarla y gracias a eso el país conoce el cuento. En un giro digno del viento de la virgen mexicana, el anuncio del divorcio provocó un cataclismo digno de las tramas de cualquier familia real del siglo XVI. El milagro de la morenita guadalupana fue para los colombianos y, además del matrimonio, la compra se cayó. Y menos mal fue así, porque si lo hace, tendríamos que mantenerla, muy seguramente con alguna cuota burocrática. Hoy, como una bestia maldita, el antiguo prometedor delfín tendrá que vagar por la justicia y las portadas, que encantadas harán de su historia una maldición de la cual solo la intervención divina ―pues por el comunicado de presidencia, no será la de su padre― lo podrá librar.
De ser esto cierto, el joven y ambicioso Nicolás no solamente engañó, usó, o fue intermediario de su padre, sino que traicionó un proyecto político de nación que se ha venido construyendo desde que somos República, a los héroes del puente, el pantano y las batallas de independencia; a quienes en los últimos 70 años han muerto bajo el yugo de un estado monopolizado, a los ochos millones de desplazados por la violencia, a las dos millones de víctimas, a quienes dieron su vida en las caballerizas del cantón norte, a los miles que lo han hecho en la guerra contra los narcóticos, a las víctimas de la UP, a los de los bombazos de Escobar y los carteles, a quienes han marchado y protestado durante décadas por los derechos del pueblo; a los que han sacado su cacerola en cada paro, a los jóvenes y no tan jóvenes del estallido social y a los 11 millones de votos que son del pueblo y no de su bolsillo o de algún rey por más Petro que sea.