La cultura y las artes como herramientas de paz, memoria y dignidad en contextos de vulnerabilidad. Una mirada social para la transformación y la justicia
Por: Diana María Galvis Lara
En Colombia, hablar de paz implica necesariamente hablar de desigualdad, exclusión y de las múltiples formas en que amplios sectores de la población han visto restringido el acceso efectivo a sus derechos fundamentales. La historia reciente del país, marcada por décadas de conflicto armado, pobreza estructural y fragmentación social, ha dejado profundas huellas en comunidades rurales y urbanas, en niñas, niños, jóvenes, mujeres, personas mayores, víctimas del conflicto, personas con discapacidad, comunidades étnicas y otros grupos históricamente vulnerados.
Sin embargo, la construcción de paz no puede limitarse a acuerdos políticos ni a la implementación de políticas públicas desconectadas de la vida cotidiana. La paz, entendida como un proceso social, requiere escenarios de reconocimiento, expresión y reconstrucción del tejido social. En este marco, la cultura, la música y las artes emergen no solo como manifestaciones simbólicas, sino como herramientas concretas de transformación social, sanación colectiva y garantía de derechos.
Históricamente, la cultura ha sido un espacio de resistencia. En los territorios más golpeados por la violencia, el arte ha permitido nombrar lo innombrable, resignificar el dolor y reconstruir la memoria colectiva. La música, el teatro, la danza, la literatura y las artes visuales han acompañado procesos comunitarios en los que las personas recuperan la voz, fortalecen su identidad y reconstruyen la confianza, elementos fundamentales para cualquier proceso de paz sostenible.
Desde una perspectiva psicosocial, las expresiones artísticas cumplen una función reparadora. La violencia no solo afecta el cuerpo físico, sino también el mundo emocional, los vínculos y la percepción de futuro. En este sentido, el arte se convierte en un lenguaje alternativo que posibilita la elaboración del trauma, la expresión de emociones contenidas y la construcción de narrativas personales y colectivas más dignas. No se trata únicamente de producir obras artísticas, sino de generar procesos en los que las personas vuelven a reconocerse como sujetas de derechos y no únicamente como víctimas de su contexto.
La vulnerabilidad social no responde a una única condición, sino a la convergencia de múltiples factores: pobreza, exclusión educativa, falta de acceso a la salud, desempleo, desplazamiento forzado, discriminación, violencia intrafamiliar, consumo problemático de sustancias, entre otros. Frente a esta complejidad, las respuestas institucionales resultan insuficientes si no incorporan enfoques integrales y diferenciales. En este escenario, la cultura permite tender puentes allí donde otras estrategias no logran llegar.
Los espacios culturales comunitarios se han consolidado como escenarios de prevención de violencias, fortalecimiento de habilidades sociales y construcción de ciudadanía. Un taller de música, un proceso teatral o un colectivo artístico pueden convertirse en lugares seguros donde niñas, niños y jóvenes encuentran alternativas frente a contextos de riesgo, fortalecen su autoestima y proyectan trayectorias de vida alejadas de la violencia. De igual forma, para personas adultas y adultas mayores, las prácticas artísticas favorecen el bienestar emocional, la participación social y el reconocimiento de sus historias y saberes.
La cultura también cumple un papel fundamental en la construcción de memoria y verdad. En un país como Colombia, donde el silencio ha sido impuesto durante años, las artes permiten narrar lo ocurrido desde múltiples voces, dignificando las experiencias de quienes han sido históricamente invisibilizados. A través de canciones, murales, obras teatrales o textos escritos, las comunidades elaboran relatos propios que cuestionan la estigmatización y promueven una comprensión más humana del conflicto y sus consecuencias.
Asimismo, la cultura constituye un escenario privilegiado para el ejercicio de los derechos humanos. El derecho a la participación, a la libre expresión, a la identidad cultural y al acceso a la vida cultural no son derechos accesorios, sino pilares de una sociedad democrática. Garantizar estos derechos implica reconocer que las personas no solo requieren asistencia material, sino también espacios para crear, expresar, disentir y construir sentido colectivo.
Desde una mirada institucional, resulta indispensable que las políticas públicas integren de manera real —y no meramente simbólica— el enfoque cultural en sus estrategias de intervención social. Esto supone reconocer a los procesos artísticos y culturales como aliados en la prevención de violencias, la promoción de la salud mental, la reconciliación y la cohesión social. No basta con acciones aisladas o eventos conmemorativos; se requiere una apuesta sostenida por procesos comunitarios que fortalezcan capacidades locales y promuevan la autonomía de las comunidades.
La paz, entendida como un proceso cotidiano, se construye en los pequeños actos de reconocimiento, en la posibilidad de narrar la propia historia sin miedo, en la creación colectiva y en el encuentro con el otro desde la diferencia. En este sentido, la cultura no es un complemento de la paz, sino uno de sus pilares fundamentales.
Pensar la cultura, la música y las artes como herramientas de transformación social implica también cuestionar modelos tradicionales de intervención que priorizan el control sobre el cuidado y la productividad sobre la dignidad. Implica reconocer que las personas en situación de vulnerabilidad no son únicamente receptoras de ayuda, sino portadoras de saberes, memorias y capacidades creativas que pueden aportar de manera significativa a la construcción de una sociedad más justa.
En un país que aún transita entre la herida y la esperanza, apostar por la cultura es apostar por la vida. Es reconocer que, incluso en los contextos más adversos, la creación sigue siendo un acto profundamente político y humano. La paz no se decreta: se canta, se pinta, se escribe y se baila, día a día, en los territorios.
