(Bogotá D.C., Colombia)
A mi mamá…
Por, Andrés Angulo Linares
Era un cuarto grande. Las paredes en madera recreaban esos escenarios fantásticos con los cuales soñaba constantemente. Afuera, bien podría encontrar un mundo habitado por dinosaurios o una selva recóndita guardando para nosotros –mi abuelita, mi mamá y yo–, animales maravillosos aún no descubiertos por la ciencia. Tenía 12 años, nuestra casa construida con latas y tablas, era la cuarta en un barrio ubicado en la lejanía occidental de la ciudad.
Doña Pacha no dudó por instante en comprar un lote cuando la empresa para la cual trabajó decidió terminar su contrato. Garantizarnos un techo para doña Leo –mi abuelita– y para mí, siempre había sido su prioridad. Esa tarde de enero, vio ese sueño hacerse realidad.
El mundo para mí, por aquella época, giraba alrededor del estudio, las tareas, los carros, la música y meterme en uno que otro lío. Poco tiempo me quedaba para reflexionar sobre todo el esfuerzo que había detrás de cada cosa que me daba. Muchas o pocas, ambas estuvieron dispuestas siempre a darme gusto, aún sin merecerlo.
La vida para la mayoría de nuestros padres no fue para nada sencilla. La crianza para ellos, también, fue muy diferente. Conocieron el trabajo desde muy jóvenes, muchos crecieron entre la pobreza y la rudeza de una educación hogareña que consideraba que el castigo físico era la opción segura para formar a los hijos, el futuro de Colombia en ese entonces. Eran otros tiempos.
Aún con pocos recursos, doña Pacha siempre procuró rodearme de las comodidades que podía darme con lo poco que ganaba. No conozco un solo día en el que no hubiese trabajado. Salía de casa a las 4 de la mañana, regresaba después de las 10 de noche. Siempre tuvo tiempo para revisar mis tareas, para preguntarme cómo estaba. Cada domingo me llevaba a un lugar diferente.
«La mejor herencia que puedo darle es el estudio y el amor al trabajo», era la frase que constantemente escuchaba pronunciar. Siempre firme, siempre leal a sus principios. La honestidad y la dignidad han sido pilares de su existencia.
La vi vendiendo arepas y chorizos, también de carpintera; la vi trabajando como operaria haciendo clavos para caballos, también trapeando pisos durante veinte años. Fuese cual fuese la situación, nunca ha estado quieta. Siempre ha sido independiente, feminista y orgullosa.
Entregó sus mejores años viviendo en función mía y de mi abuelita. Salía de vez en cuando a divertirse. Quizás algunas fiestas o algunos paseos lograban sacarla de su rutina; pero, la verdad, el mayor tiempo de su vida siempre lo ha entregado a otras personas.
La coherencia y el buen ejemplo fueron los ejes fundamentales sobre los cuales me formó. De carácter recio, firme en sus convicciones y un tanto estricta, siempre buscaba una manera pedagógica para educarme. Lograba doblegar mi rebeldía con pequeños gestos. Las mejores lecciones recibidas por parte de ella, se esconden en detalles sencillos que guardaban en su interior una carga simbólica enorme.
Siempre he sido rebelde, de mal temperamento y con un talento único para meterme en problemas. Durante muchos años desafié su autoridad; sin embargo, en sus brazos siempre he encontrado un lugar, ¡Mi lugar!
Ella dice no recordar aquellos años, pero yo sí los recuerdo casi en su totalidad. Cada uno de ellos escribió una lección que muchos años más tarde vine a comprender. El paso del tiempo ha dejado huella en nosotros, no somos los mismos.
Los años que estuve por fuera de casa me enseñaron a comprender y a interpretar sus enseñanzas. Ella, siempre leal; yo, el que cada día tiene un nuevo lío para escribir; sin embargo, siempre ha respetado mis decisiones de vida aunque no las comparta.
No hay amor más grande que aquel que siente una madre por sus hijos; en ella, doña Pacha, así lo veo todos los días. Pocas veces nos decimos que nos amamos; pero allí está el amor, en cada café, en cada almuerzo, en cada bendición que me da antes de salir.
Hoy, muchos años después, mucho ha cambiado: ya nos somos tres, solo dos; la vida nos ha curtido un poco, pero también nos ha recompensado; ella se mantiene firme, ética y leal, yo… bueno, sigo siendo yo; la casa en la que crecí, gracias a ella, hoy es de concreto, tiene dos pisos.
El barrio en el que vivimos, ya aparece en el mapa.