El esplendor que emite la luna se cuela por el velo tierno que cubre la ventana cerrada, da permiso para contemplar con claridad cada objeto del lugar.
Por, Déborah Henao
El esplendor que emite la luna se cuela por el velo tierno que cubre la ventana cerrada, da permiso para contemplar con claridad cada objeto del lugar.
Los colores de las paredes incorporan la melancolía; remolinos que fueron hechos por una brocha juegan ahora con el azul, amarillo y blanco, forman círculos que se encuentran, danzan en movimientos suaves.
Íntimo nido, atrapa los olores; dulces, amargos, salados, agrios, algunos alegres, otros tristes.
Se empañan de amarguras los utensilios que a diario moran en los mesones teñidos de hollín.
Una botella de vino semivacía, recubierta de un brillo pálido reposa encima del mesón, el líquido de uva dulce está en la espera de las gargantas resecas.
Varios pedazos de carne; fina, gruesa, ajada, delicada o tosca reposarán al otro día con todos sus fluidos en la corona que sostiene el cuello largo de cristal. Al lado se hallan tres derretidas velas ancladas en la boca de metal del candelabro forjado en bronce, con la más fina delicadeza, los rastros de parafina adheridos en los bordes, languidecieron las figuras talladas de la mano de su creador. Las huellas se perdieron en la suciedad y el olvido.
Una puerta abatida, acanalada gobierna impetuosa, asegura con su cerrojo antiguo la confianza que allí se teje.
Una marmita con su hondo hueco respira la esencia que permanece incrustada en su pared de barro, el tizne atrapado por los años le cubre el rabo vetusto. La marmita está seca en su interior como todas las noches, queda olvidada en la guarrería de residuos, en la espera de que las sombras famélicas, con el despertar de sus tripas sin piedad retorciéndose dentro de sus estómagos hambrientos, llenen de nuevo su oquedad.
En una diminuta piscina de metal rutilante descansan entre manchas de guiso, y aceite, las escudillas, de forma cóncava, con tres ramitas de color verde adornando cada parte superior, las escudillas ya no tienen destello, los rostros no se reflejan en su superficie. La rutina de todos los días las mato de pena.
No muy lejos del fogón, hay una diminuta cucharita, está sola, por algún descuido de algunas manos indiferentes cayó, ahora sólo las hormigas sienten su presencia, suben y bajan de aquella colina.
No muy retirada de aquella colina abandonada, una butaca alta de madera tosca, sirve de aposento a un pequeño gato que se oculta entre las sombras que trae la noche, una parte de su peludo cuerpo esta tumbado, la otra se inclina hacía dentro de sí mismo, la nariz huele sus genitales, la lengua carrasposa aprovecha para explorar; mientras, una mesa de leño guarda con recelo el secreto de todas las noches.
En el día sirve para preparar alimentos desprovistos de sabor, la sangre de los conejos, pollos y cabras, se filtra por las ranuras, el olor a muerto es amalgamado con ajo y sal.
En las noches el aroma a comida se combina con fluidos celestiales, la mesa tan antigua como los ocasos, ha resistido las más grandes tempestades. Su apariencia es triste; pero su fuerza es de dioses.
Esta noche, como todas las noches, los dos mismos cuerpos se aman a escondidas, en el encubridor lugar, que acalla las pasiones desbordantes.
Los cuerpos entretejidos por el deseo, quieren fundirse, uno encima del otro, brazos y piernas balanceándose de arriba hacia abajo.
Se puede oír el crujir de los huesos al contacto intermitente, frotan sus carnes con frenesí, se escucha la cadencia de una sonata clásica, perduran los acordes, aumenta la complejidad, la duración.
Se derriten los instrumentos, ahora hacen parte de un mar irresistible, de aguas revueltas.
Se detiene la sonata clásica, los cuerpos están cubiertos de sal, agitados reposan sin dejar de entretejer sus almas sofocadas, la oscilación recae en las respiraciones entrecortadas, la vida queda en los corazones palpitantes, los ojos puestos en blanco.
Las uñas pasearon por la espalda de él, dejaron señales de caminos rojos, senderos que enmarcan lugares explorados. Las piernas abiertas de ella reciben como una madre las caderas y muslos del cuerpo fatigado que yace encima.
La mujer retiene con amor el líquido de la pasión descargada en su vientre. Le quema parte de su piel. La mesa deja de temblar, las patas retoman su postura erguida, en silencio espera el amanecer.
Por, Déborah Henao
Bogotá (Colombia)
Reseña del Autor
Déborah Henao, nacida en Buga Valle, criada en Bogotá a partir de los años. Soltera, independiente y amante de los gatos.
Soy Magistra en Psicología clínica con énfasis Psicoanalítico, de la Universidad Javeriana, actualmente docente de la Universidad Cooperativa de Colombia. Especialista en Creación Narrativa de la Universidad Central. Participé en el taller de poesía en el Fondo de Cultura Gabriel García Márquez, dirigido por el poeta Federico Díaz Granados. Gané el tercer premio en el concurso de poesía Nidia Erika Bautista, con el poema: “El Aroma de las Mujeres Desaparecidas” 2016.
Revisó: Erika Molina Gallego (Editora Narraciones Transeúntes)