(Tecomán, Colima, México)
Por, Gabriel Valdovinos Vázquez
—¿A qué has venido, Felipa? Debiste ahorrarte la molestia de verme así, y a mí la angustia de mostrarme en esta situación. Acércate, acomódate donde puedas escucharme.
Siempre has estado al pendiente, siempre atenta a mis desgracias; antes era una tras otra, ahora son muchas a la vez. Tú has visto cómo me voy apagando, ahogada entre tantas lágrimas; hundiéndome en este remolino que me devora y me sumerge sin lograr tocar fondo.
Durante muchos años curaba mi cansancio con la satisfacción de tener cerca a mis hijos, de sentir su inocencia y su cariño como un remedio para mis heridas.
Nunca fui capaz de encontrar con quien formar una familia estable. Renovaba mi esperanza y entregaba mis ilusiones a quien yo creía que por fin me daría la compañía, el sosiego y la paz de un hogar. Para nuevamente encontrarme sola y destrozada; con menos fuerzas, con más desengaños, con menos fe y más hijos.
Siete años tenía Manuelito. Verlo sufrir y morir, por no poder pagar sus tratamientos, fue una gran tortura. Una daga atravesó mi pecho. Tristemente, fue sólo la primera.
¿Por qué un niño ha de sufrir de esa manera? ¿Qué males paga con su dolor? ¿No es suficiente martirio para una Madre, ver con impotencia cómo su pequeño hijo se desgarra en horas de intensa e inmerecida tortura? ¿Quedará para una mujer agravio sin cubrir, después de pagar tan cruentamente el precio de sus errores, viendo cómo se despedaza, en medio de estremecedores gritos de dolor, entre sus brazos, el fruto de sus entrañas?
—A nadie deseo eso Felipa. Una Madre sepulta su alma y su deseo de vivir cuando lleva a la tumba a un hijo.
¿De dónde saco alientos para seguir luchando? Sólo me mantuvo a flote el ver que Héctor y Anita me necesitaban.
Héctor siempre tan cariñoso, lleno de planes, siempre soñando con un mundo mejor; a pesar de la realidad tan dura, a cada momento tenía una frase o una sonrisa esperanzadora, como si sus jóvenes ojos vieran muy cerca un paraíso que los míos eran incapaces de descubrir, cubiertos como los tengo de eternas lágrimas.
Apenas lo aceptaron, empezó a trabajar y me entregaba todas las propinas que conseguía, sólo dejaba para su camión. Cuando yo llegaba, él estaba listo para atenderme, abrazarme y platicar con alegría de lo que vivió en su escuela o en su trabajo.
—Él era un verdadero ángel para mí, Felipa. Es el hijo que todas las Madres merecemos.
Yo le pedía al cielo con todo mi corazón que Héctor encontrara una buena mujer, para que pudieran formar el nido que siempre quiso tener. Y que criara hijos tan sanos y buenos como él.
—Eso es lo que necesita el mundo, Felipa. Hombres buenos, mujeres buenas. Que no se dejen llevar por las tristezas, las miserias, los vicios y los malos deseos del mundo.
Pero ya vez lo que pasó. Un día al llegar a casa, él no estaba. Nadie supo más de él. Nadie me ayudó a buscarlo, a nadie le interesa encontrar el corazón extraviado de una Madre que pierde a su hijo.
Piensan que todos los que desaparecen, es porque andan en malos pasos. Me veían como si yo estuviera loca, me ignoraban, me humillaban, me ofendían…
—Cuatro años han pasado ya, Felipa. No sé si sea lo correcto, pero como Madre, preferiría la certeza de que él ya está con Dios, tener un lugar donde visitar sus restos y no la incertidumbre de pensar que también está sufriendo injustamente, como sufrió mi Manuelito.
—¡Dime que no estoy loca, Felipa! Dime que es preferible saber que tu hijo está muerto, a encender una veladora sin tener la menor idea de cuál es su paradero.
Otra espada que atraviesa mi corazón, Felipa. Es una herida que nunca sana. Un desangrar constante que consume mis entrañas, todo el día, noches enteras. Agonía eterna que me acompaña mientras saco alientos de la nada para animar a Anita.
—Injusta e incomprensible es la vida, Felipa. He visto Madres que ven crecer a sus hijos, a sus nietos y aún más generaciones. Creo que es el sueño de toda mujer.
También conozco casos de Madres que desprecian, maltratan, desatienden o abandonan a sus hijos por cualquier motivo. No las juzgo. Cada quien tiene sus razones y dará cuenta de sus actos.
Y yo, no quiero hacerme la víctima, pero ¿por qué no tengo un hogar donde mis hijos y yo vivamos unidos? ¿Por qué el destino me separa de ellos de esta manera? Todo lo que está a mi alcance lo he dado por ellos. Y, uno a uno, han sido arrancados de mi lado, de la peor forma.
—Tú me conoces Felipa, te consta que no soy mala. Pero un especial instinto hace a cualquier madre capaz de defender hasta con su vida, o a costa de la de otros, a sus hijos.
Saber que ese infeliz, abusando de su poder y de la corrupción de la ley, se vengaba de manera tan cobarde de los desprecios de Anita, me hizo hervir la sangre y despertó dentro de mí a una incontenible bestia. Ella no tenía ninguna obligación de someterse a ese rufián si no sentía por él ningún afecto.
Esa amañada sentencia en contra de Anita es una verdadera aberración. Treinta años en la cárcel por un montón de crímenes que no cometió, es destruir el presente y el futuro de mi joven hija.
—No me alcanzará la vida para verla de nuevo en libertad, Felipa.
Lo único que me queda de valor, mi hija, ahora cautiva y yo vagando como una sombra en pena por las calles. Esto no tiene ningún sentido.
Yo nunca quise la muerte de ese sinvergüenza, no porque sea digno algo mejor, claro que no. Merece la peor de las torturas. Pero me contuvo sólo el hecho de pensar que él tiene una Madre, y que seguramente esa mujer no merece que yo le arrebate a su hijo, aunque éste sea la peor alimaña.
Claro que nunca pensé en matarlo. Pero al tenerlo tan cerca, vi la oportunidad de desahogar mi odio y encontré el motivo perfecto para que me trajeran hasta esta cárcel. ¡Al fin podría pasar los últimos días de mi vida al lado de Anita!
—No me felicites en este día de las Madres, Felipa. Una vez más la vida me juega una mala pasada. He llegado a este sitio demasiado tarde. Me acaban de dar la noticia de que ya no soy mamá de nadie.
Encontraron a Anita sin vida, dentro de su celda.
Gabriel Valdovinos Vázquez
Originario de Tecomán, Colima, un poblado típico de la costa del Pacífico Mexicano, vio la luz el 12 de septiembre de 1970. En esos cálidos ambientes vivió y realizó sus estudios, desempeñándose en el comercio y el servicio público.
Es autor de tres libros de relatos cortos, Jubileo, Destellos de Esperanza y Desafíos, aun no publicados.
Es colaborador de varias revistas de diversos países de América y Europa, Estados Unidos, México, Perú, Colombia, España y Cuba.
Actualmente escribe y publica de manera colaborativa en redes sociales relatos cortos y micro cuentos, los cuales pretenden ser una propuesta para generar en sus lectores algunos remansos en los que las evocaciones de paisajes, vivencias, personajes, nostalgias, aspiraciones y sueños equilibren y conforten, ante la avalancha de realidades y acontecimientos que infestan esos medios y amenazan con su aplastante dosis de desaliento.Correo Electrónico: valvazga@gmail.com