(Medellín, Antioquia, Colombia)
Por, Olugna
No se trata de caminarla por las noches bajo la lluvia, cubriéndose del frío, tratando de abrazarla entre las bocanadas de un cigarrillo que se apaga con la rapidez que desaparece una huella en el agua. No basta con perseguirla en cada titular de prensa que retrata sus tragedias, como el perro vagabundo que hurga en el fondo de una caneca, buscando un trozo de pan viejo. No es suficiente amarla a través de la tinta de sus escritores más desquiciados, queriendo descifrarla entre las líneas de esas novelas delirantes a las que se les rinde culto, con la misma intensidad que la memoria acecha sus recuerdos.
No hace falta acariciarla en cada noche bohemia, como tampoco es necesario apropiarse de sus símbolos y profanar sus parques con historias juveniles, para sentirse parte de ella y aceptarla con sus encantos y decadencias, para comprender que ―en sí misma― es un organismo vivo que late y se desangra, que respira y se asfixia, que sonríe, pero que también puede estallar en ira.
No basta con haber salido de su útero para llamarse un hijo suyo, porque esta ciudad ―cualquier ciudad del mundo― jamás le ha cerrado la puerta al forastero, ni ha negado un trozo de suelo para darle albergue al desterrado y un poco de alivio al errante. Esta historia toma como punto de partida Medellín, pero bien hubiese podido desarrollarse en Bogotá, Buenos Aires o Ciudad de México.
―La ciudad, entendida como escenario vital cuyo concepto se extiende más allá del ladrillo y el cemento, es un lugar obligado de la modernidad; por tanto, su concepto, desde lo simbólico, representa el pálpito del ser humano―. Explica Walter Jaramillo.
Busco ubicarme, en esta ocasión y con riesgo a equivocarme, en el interior de la placa discográfica, en el corazón de un trabajo musical que sin ser conceptual, resulta simbólico y visceral, para hacer de la ciudad, un escenario inquietante en el que todo puede ocurrir, en el que todo puede olvidarse; una polis en la que se puede soñar, pero en la que también se puede morir.
Es ‘Metrópolis’, quinto trabajo musical de Kandy, agrupación nacida en Medellín quince años atrás con el objetivo de trastocar aquellos límites que separan las emociones de la realidad, que dividen lo literal de lo simbólico, a partir de una propuesta que toma su origen en el rock para recorrerlo con libertad a través de sus diferentes expresiones.
―No es un disco conceptual, es un trabajo musical espontáneo; sin embargo, termina teniendo un alma que lo une―, agrega Walter.
Me ubico allí, al interior de una de las 10 canciones que han sido invitadas a formar parte de una placa discográfica conceptual que transita por diferentes expresiones artísticas, buscando descifrar esa ‘Metrópolis’ que ha sido dibujada por la agrupación con los trazos delicados y etéreos del rock ‘n’ roll; 10 bocados de una ciudad que se entrega al delirio, a la bohemia y a la soledad que atraviesa a los millones de sus transeúntes.
Es ‘Perros’, corte número ocho del álbum presentado semanas atrás por Kandy. Reparo en su título: es inquietante, visceral y ―de cierta forma― tan esquizofrénico como su estructura musical. Es una canción de indie rock, el aullido de una urbe que, también, aprendió a morder un trozo de existencia de aquellos que la hemos caminado y que nos hemos apropiado de sus espacios, como si fuesen la salida de escape a la que acudimos cuando deseamos experimentar un instante de libertad.
«Merodean las tabernas, van ladrándole a la luna»
‘PERROS’
Es una pieza musical simbólica y metafórica, que se desenvuelve a través de la poesía de su letra y del sonido progresivo de su música; que transmuta la concepción que cada individuo se ha hecho de la ciudad. Es un retrato fabulístico de nosotros mismos. Al fin y al cabo, no somos más que perros merodeando la vida, escarbando en las canecas la esencia de la existencia, mendigando un trozo de amor para olvidar el abandono que nos rodea.
«Van y vienen sin sus amos, flacos perros en dos piernas»
‘PERROS’
La voz de Walter Jaramillo, vocalista y guitarrista de Kandy, se proyecta como ese narrador omnisciente que vigila la ciudad. Al igual que la música que da forma a ‘Perros’, es una voz cambiante; al igual que las noches de la metrópolis, transmite angustia, delirio, intensidad. Es una canción que juega con la literatura y la bohemia.
Al igual que los protagonistas de la canción ―esos seres antropomorfos y zoomorfos que comparten las mismas calles―, escarbo entre sus líneas, con la intención de descifrar en ellas, la metrópolis que propone Kandy en su quinta producción musical. Es un ejercicio complejo, porque más allá de las definiciones que ha hecho la academia y de las interpretaciones subjetivas que se han construido desde el arte, la ciudad, es ―en sí misma― un organismo vivo que muta su esencia, que camina el tiempo y que se transfigura en la visión de cada uno de sus habitantes.
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