(Cali, Valle del Cauca)
Por, Andrés Angulo Linares
Los minutos se hacen eternos, los sentidos se paralizan, la respiración se acelera y la angustia se apodera de la expresión; la atmósfera oscura de la noche, si se quiere, también una fuerte tormenta; temores internos, demonios del pasado se recrean en una mente trastornada; la realidad se trastoca y de alguna manera, se siente una presencia extraña que no –necesariamente– se hace visible. Seres fantásticos irrumpen en un espacio, contradiciendo la claridad de la lógica y alimentándose del miedo que generan.
El género de terror, fascinante y esquivo para muchos escritores, cobra vida en los dedos de Luis A. Suescún, escritor caleño autor de La Semilla del Vampiro y de La peste de los Solitarios, quien a través de tres títulos, recoge leyendas campesinas y urbanas, narraciones de muertos que regresan a la vida, fantasmas incapaces de abandonar esta dimensión, vampiros y espectros, y monstruos de su propia inspiración en el compilado de 30 cuentos titulados como Relatos Macabros.
Compuesto por La Casa de la Bruja, El Poseído Bajo los Árboles y Cuando los Nidos se Rompen, Relatos Macabros se proyecta como una obra de culto que rinde homenaje a un género que ha sido transitado miles de veces a través del cine, el cómic o la literatura, pero que muy pocas veces logra transmitir una sensación de miedo en el espectador. Es comprensible, el terror narrado de forma equivocada puede despertar el efecto contrario al esperado por las mentes creadoras.
La obra se encuentra disponible bajo la modalidad de preventa en www.relatosmacabros.com
Pescadores Bajo Una Luna Roja,
Fragmento tomado del segundo tomo de Relatos Macabros
Cuando los paramédicos entraron al pequeño apartamento donde vivían Bianca y Alfonsina, ambas estudiantes de ingeniería de la IULM, los recibió una oscuridad sepulcral que contrastaba con el sol que destellaba sobre las edificaciones y los serenos canales que atravesaban el barrio Navigli al sur de Milán. «Una oscuridad de sepulcro faraónico», pensó Carlo Rossi, enfermero auxiliar, al entrar a la habitación de cortinas cerradas en donde Alfonsina se había acobijado tanto como si fuera una ostra.
-Señorita Vitale, mi nombre es Leonardo Esposito, somos del Servicio Sanitario Nacional de Italia y la vamos a llevar de urgencia al hospital universitario San Rafael -se presentó el otro paramédico-. Permítame ayudarla a levantarse de la cama.
-Oh, creo que ya estoy mejor y… no tengo ninguna intención de… -terminó la frase en un sonoro eructo. Acababa de vomitar profusamente dentro de las cobijas.
-Debe estar muy intoxicada… -concluyó Bianca desde la entrada y se tapó la boca de puro asco-. Así lleva cinco días quejándose de dolor.
-No se preocupe, hemos manejado casos peores -respondió el paramédico.
De inmediato Carlo y Leonardo rodearon la cama de la enferma y en dos movimientos la despojaron de las cobijas, pero lo que yacía sobre las sábanas hizo gritar de espanto a Bianca. El antes atlético cuerpo de Alfonsina se encontraba gris y forrado en los huesos, cubierto por una resina de sus propias excrecencias, pero lo más significativo era la cabeza.
-Santo cielo -murmuró Leonardo-. ¿Qué es eso…?
Porque la cabeza de Alfonsina estaba tan inflamada que parecía una calabaza de otoño, no solo por lo roja sino por las venas tan marcadas que cruzaban un rostro desfigurado que, por la presión arterial, tenía los ojos casi fuera de sus órbitas y con las venas a punto de reventar.
-¡La luz, el ruido!, ¡estoy ciega! -gritó Alfonsina desencajada y se llevó unas grises y alargadas manos a la cabeza como si pesara toneladas-. Oh, quisiera estar sorda también -gruñó antes de rodar por el suelo y vomitar una babaza transparente y gelatinosa.