(Yumbo, Valle del Cauca, Colombia)
Por, Julián Alejandro
Si Dios existe, habita en la voz de los rebeldes. He visto a quienes viven del día a día atreverse a manifestar, –aunque esto suponga que no ganen un peso durante las protestas–. Me alegra encontrarme personas que no salen desde la comodidad de sus privilegios, sino desde la precariedad que se les ha impuesto. En las calles y en barricadas improvisadas veo amigos que llevan encima una tristeza lapidaria, a los que el sistema nunca les permitió acceder a un trabajo digno, a educación superior –a pesar de que son listísimos– y mucho menos a un sistema de salud que les proporcione la ayuda necesaria para dejar de sentirse devastados. En sus ojos he visto el brillo de la esperanza y la determinación de quien lo ha perdido todo y por eso mismo está dispuesto a dejar hasta el último aliento para conseguir un país en el que se pueda descubrir la felicidad. Estos amigos, –despreciados por muchos que se creen buenas personas–, confrontan valientemente en nombre de todos. Para ustedes mi admiración y respeto.
A pesar de los intentos fallidos de represión y la brutalidad policial, cientos de miles de colombianas y colombianos siguen manifestándose en las principales ciudades del país, ejerciendo el derecho legítimo a protestar. La forma en que la ciudadanía consigue que el Paro cobre fuerza y arrincone al Gobierno Nacional, es un triunfo para la democracia. Iván Duque y el Centro Democrático se han enterado del repudio que sentimos, esto los debe tener al borde de una convulsión.
Colombia arde, pero en esta ocasión el combustible que incendia las calles es el de la justa molestia ciudadana. Cada manifestante que levanta su voz en contra del establecimiento impide que se olviden las víctimas de los falsos positivos y realza la necesidad de descubrir quienes dieron las órdenes, –nuestros muertos merecen ser reparados con la verdad para sus familiares y el enjuiciamiento de los culpables–. En las calles gritamos al gobierno que a causa de unos cuantos pillos –que se cuidan entre sí–, la miseria nos impide vivir dignamente: no olvidamos las diferentes formas de corrupción que nos han costado billones de pesos a los colombianos.
Han tratado por todos los medios amedrentar y debilitar la manifestación, –están convencidos que podrán seguir desangrando a Colombia–. Iván Duque anuncia con la arrogancia típica de los malvados que se implementará la figura de “asistencia militar” en los centros urbanos del país. ¿Una vez más nos amenaza en representación de su jefe?, ¿pretende llevar a cabo una Operación Orión a escala nacional? El descaro de este tipo es pasmoso.
El estruendoso despertar de los colombianos es digno de narrarse en una epopeya en la que los desposeídos se unifican para reclamar todo aquello que les fue arrebatado. No creo en nacionalismos, pero los manifestantes en las calles han conseguido que cada día transcurrido del paro, recupere el orgullo de ser colombiano, la esperanza de compartir el territorio con ciudadanos capaces de asumir el destino de sus vidas. Es imposible no dejar que palpite en mí la fe en la rebeldía.
En diferentes ciudades del país, en un gesto provocador a quienes han sido responsables de la pobreza sistemática de nuestra nación, vemos caer los ídolos del pasado, las estatuas de una extensa época que al parecer empieza a terminar. Los muertos que dejan las jornadas de manifestación son un testimonio del asco que siente este gobierno por la vida. En un país que el silencio ha sido ley, el aturdimiento que provocan las calles es una bendición, el principio de un desagravio memorable. Después de tantos años sumergidos en la pasividad, empezamos a proceder como sujetos ética y políticamente activos.
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Un hombre tuvo la capacidad de aniquilar la institucionalidad del país, ese mismo hombre ha conseguido que los colombianos dejemos a un lado nuestras diferencias y salgamos sin reparo a denunciar la criminalidad del gobierno, a exigir que se retire la reforma tributaria y, como van las cosas, que este megalómano asuma sus crímenes. La incitación desde su cuenta de Twitter a las fuerzas militares para que procedan en contra de la población –que ejercemos el legítimo derecho a la protesta–, es una prueba indiscutible de que este no respeta la vida y ha convertido la fuerza pública en el instrumento de terror más caro en nuestra contra y, lo más ofensivo es que se paga con nuestros impuestos. Sería reconfortante decirle a Álvaro Uribe en la cara «su maldad nos unió». Ya no tenemos miedo.
Julián Alejandro
Gestor cultural y periodista. Nació en Santiago de Cali en 1988, ha vivido en diferentes regiones del país, lo que permitió que conociera las diferentes formas de violencia que suceden en Colombia. Actualmente se encuentra radicado en Yumbo, Valle.
Fotografía: Dany Pérez (Metal Judan)