(Tauramena, Casanare, Colombia)
Por, Edward Alejandro Vargas Perilla
Fue un largo viaje, mi cuerpo ya no estaba hecho para recorrer tantas distancias como hace mucho tiempo lo hiciera con el ímpetu propio de la juventud y la energía que otorga el hambre de explorar nuevos horizontes, fue un largo y agotador viaje, pero frente a mí se erguía con algo de su antigua gloria un campanario abandonado; me posé con el alivio que regala un refugio anhelado y luego de mirar en dirección a un roble solitario, donde el cuerpo de un joven se encontraba agazapado en la sombras, el sueño me venció y cerré los ojos para siempre, o eso me hizo creer el agotamiento.
Bajo aquel roble negro que daba sombra a las puertas de un vetusto cementerio, adornado por la vieja estatua de un ángel ya deformada por el paso de inconmensurables años, y con los rastros ininteligibles de una inscripción en su base, borrada por las inclemencias del tiempo, tal vez desde antes de la fundación misma de la ciudad… yacía entre sombras, tendido boca arriba mi cuerpo.
Recuerdo el dolor. Sí, el dolor punzante en el costado… la piel ajada y maltratada, ese zumbido en la cabeza y el profundo rechazo a abrir los ojos, pues sentía que la luz quemaba. Eso lo recuerdo bien, el dolor de mi primer despertar en este lugar ¿o era el último?; no sabía cómo había llegado ni mucho menos el porqué estaba tan lastimado.
También recuerdo los ojos curiosos de todas esas personas que comenzaban a llegar y a agolparse en torno a mí, que seguía yaciendo en el suelo empedrado de lo que ahora podía darme cuenta, era un camino, áspero y duro.
Algunas manos amigas se tendieron hacia mí, aún oscuras por la luz refulgente de un sol calcinante de verano y me tomaron con fuerza por los brazos para ponerme en pie, y aunque tambaleante y confundido, logré mantenerme firme lo mejor que pude, dejando que mis ojos lastimados se acostumbraran al brillo del astro luminoso que se alzaba sobre un cielo de color indefinido.
Lentamente fui abriendo los ojos; con timidez al principio, luego, con la avidez de un explorador… y al final, con el desconcierto y muy en el fondo, el horror de darme cuenta que estaba en un lugar muy diferente a mi hogar, o a lo que había estado percibiendo por años como mi hogar, esa ciudad enorme y de apariencia eterna; este lugar era todo lo contrario, era un pueblo pequeño, con tintes de comarca, rodeada por valles, montañas y bosques brumosos y ancestrales.
Con el pasar de los minutos, ante la mirada expectante y atenta de esas personas, mi horror se fue convirtiendo en alivio, en alegría, pues estaba lejos de ese lugar frío y hostil al que por pura costumbre llamaba hogar, estaba lejos de todas las cosas que me lastimaban y que se habían convertido en una criatura de mil brazos arremolinándose en mi mente… estaba lejos de ese lugar del que decidí huir hacia las montañas, buscando un soplo de brisa fresca, buscando un risco…
Mi mente no era más que un puñado de imágenes distorsionadas, sonidos indescifrables, sensaciones extrañas… me dolía la garganta y me era imposible articular palabra alguna, mis ojos seguían reacios a abrirse completamente a la luz… y luego, las fuerzas empezaron a abandonar mi cuerpo otra vez; fui hundiéndome en la negrura de la inconciencia y el sopor de la fiebre me hizo dormir profundamente.
Fue una noche, tal vez varios días… en los que mi mente y mi alma erraron por parajes y escenarios amorfos, por grutas llenas de los ecos reverberantes de preguntas inconexas, de voces demandantes y de llantos amargos.
Finalmente desperté, uno de tantos despertares… de esos a los que me había acostumbrado, con la respiración agitada, el corazón palpitante y la angustia en los ojos; uno de esos despertares sudorosos y confusos, aunados al dolor sordo de una jaqueca creciente. Desperté, eso era claro, una brisa gélida hacía temblar mi cuerpo… y de las personas no había rastro alguno, pudo haber sido parte del delirio de la fiebre.
Miré en derredor con desconfianza, con miedo y recelo… pero ¿cómo no hacerlo? Al haber despertado en el mismo suelo frío y duro del camino, a la entrada del cementerio, iluminado tenuemente por una luna menguante y gibosa. Busqué en todas direcciones señales de vida, la luz de alguna ventana, el ruido de las risas o conversaciones de las personas; pero todo estaba en silencio, ni siquiera los grillos se atrevían a ambientar la trémula noche que me cobijaba sin estrellas. Traté de levantarme, cosa que me fue imposible, entonces me senté lo mejor que pude, apoyado en el tronco nudoso del roble y fijé mi vista en el cementerio.
Dentro, todo estaba como se hubiese esperado: silencioso, ominoso, lúgubre y tranquilo… custodiado por la antaño imponente mole de lo que ahora no era más que una iglesia semiderruida, con un campanario oscuro y devastado… un campanario que servía de refugio a un solitario gorrión que dormitaba profundo y al que ahora miraba con mis ojos cansados, como quien ausculta en busca de indicios, en busca de respuestas.
Me quedé mirando fijamente a aquella avecilla, sin pensar en nada, me dolía demasiado la cabeza, pero era en cierta forma un alivio ver algo vivo en un lugar de muerte y silencio como en el que me encontraba… lo miré con fijeza, hasta que una punzada penetrante y seca me hizo cerrar los ojos; la jaqueca estaba empeorando y la resequedad de mi boca era insoportable. Cuando abrí los ojos nuevamente, el gorrión seguía en el mismo lugar… mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra y podía verlo con un poco más de detalle, era un ave de avanzada de edad, tal vez más de la que él deseara y soportara.
Otra punzada, aguda y ensañada con mi cabeza débil y confundida, una punzada, que a diferencia de la anterior… venía acompañada de imágenes borrosas y sonidos distantes; una punzada más, y otra y otra… el dolor era insoportable, me hacía gritar y lastimar mi garganta seca e inflamada por la falta de líquido. Era un infierno, pero con cada golpe de dolor, las imágenes eran más claras.
Podía ver claramente el batiburrillo de imágenes en mi cabeza y a la par sentir todo con admiración absoluta; la brisa helada mordiendo cada parte desnuda de mi cuerpo, lágrimas corriendo por mis mejillas, una respiración agitada y convulsa, mis piernas forzadas a correr más allá de lo posible, cuesta abajo sin poder parar; la velocidad aumentando con cada zancada… y al final, un salto. Un salto de fe y desespero al vacío, un salto con todo el impulso adquirido con la carrera y la rabia amarga de un alma destrozada; un salto anhelando el vuelo de las aves, luego… un vacío infinito y el sonido ensordecedor de la caída, una caída que se prolongó hasta más allá de los límites de lo absurdo.
El golpe repentino de la memoria que volvía con salvaje indolencia, me hizo convulsionar y perder el sentido, mi cuerpo se retorcía de maneras extrañas y la fiebre se empezó a apoderar de mí nuevamente. No podía esperarse otra cosa, sabiendo la cantidad absurda de laceraciones y golpes que tenía por todas partes. La oscuridad veló nuevamente mis ojos y el silencio empezó a invadirme con voraz premura, para dejarme finalmente en una vacuidad estéril de absoluto entendimiento; el entendimiento de un ciclo eterno de despertares, el entendimiento de lo fútil que es buscar esperanza, de lo vano que es buscar en qué creer, de querer hallar explicaciones para el bucle infernal de vivir en el uróboro de las almas errantes.
La mañana llegó nuevamente, como lo hace siempre, con ese andar infinito y neutral del discurrir de la vida. Volví a abrir los ojos, veía todo diferente, en un ángulo extraño, elevado… pero afortunadamente, los temblores cesaron al darme cuenta que me encontraba donde el sueño había logrado dominarme, abrí los ojos en la punta del campanario de la iglesia, arrullado por la brisa y el sol estival de ese febrero amargo; todo estaba bien, seguía siendo un gorrión errante, viejo y solitario, con las alas de un ángel vagabundo; mirando hacia abajo… donde acaso un perro, ajeno a mi mirada, se disponía a buscar cobijo bajo un banco de madera, justo junto al cuerpo de un joven de rasgos indefinibles que me miraba con interés, un ángel vagabundo con los ojos tristes, con los ojos de un gorrión moribundo.