«Un beso en la frente despertó a Felipe en esa casa antigua y desconocida, nada de lo vivido había sido un sueño»
Ella
I
Era una mañana sabatina de marzo, con un sistema frontal inesperado en pleno tiempo de temperaturas altas, propios de un país tropical, árido y deforestado.
Marco se despertó muy de madrugada por el ruido de ese dispositivo para acortar distancias y el culpable de comunicarnos menos.
Él se levantó, abrió el grifo, no había agua, –“esta señora se gastó el agua”– dijo para sí, en alusión a su empleada doméstica.
Tomó su teléfono y le escribió a ella: –“Hola buenos días, es bueno despertar y saber que aún me quiere, yo nunca dejé de hacerlo”.
Marco había estado conversando con ella hasta tarde el viernes anterior, quería decirle todo lo que los dos meses anteriores no le había dicho, quería contarle sus rutinas, sus libros, sus viajes, las últimas noticias de política, astronomía o lo que carajos fuere, solo quería hablarle, comunicarse con ella, estar en sintonía con ella, volver a la complicidad subversiva e insolente que ambos escondían. La tarde del viernes, en el mismo lugar, a la misma hora, 10 años más viejos, con conocimiento de causa. Con ese contrato vencido y vuelto a extender, se habían reencontrado.
Él sabía que ese encuentro sería lapidario, concluyente y definitivo. Marco pensaba: “Quiere que hablemos en el mismo lugar donde inició nuestro intercambio de besos y caricias”, aunque el sentimiento, se decía, había nacido mucho antes de diferentes formas y matices.
Marco se aferraba a la idea de que ella quería conciliar las desavenencias de los últimos días y que podrían perturbar, la que Marco creía, era la nueva relación de ella. Quiere llevar la fiesta en paz. Quiere sellar esto, que por varios años fue intenso y amado. Ahora quiere, como acto de cortesía, contarle su voluntad y sus planes a futuro con esa nueva persona.
Marco sentado en su mecedora escuchaba esa mañana a Silvio, y sus canciones que, como su hijo le decía, son reflexivas.
Ella respondió a su chat 25 minutos después: “buenos días, que rico despertar y ver este mensaje, Yo tampoco dejé de hacerlo”.
II
Las semanas previas había sido un crisol de escaramuzas. Él agredía, ella recurría a replegar sus fuerzas. Ella contraatacó y él tenía que callar y soportar aquello, que para él, se resbalaba de entre sus manos. Y así, en ese ir y venir de ataques, cada uno, por su lado, trataba de lamer sus heridas.
Esa semana, él había tratado de aceptar esa que creía era la nueva realidad, se decía: “ella ha tomado ya una opción, para que hablar para que despojarme de mi dignidad y competir con un tercero”.
Él ya tenía suficiente luchando contra sus demonios internos, con sus enemigos internos, su inseguridad y complejos. –“No puedo competir, me doy por derrotado”.
Él siempre tuvo miedo a las pruebas de admisión así fuesen para entrar a un estadio de fútbol.
“Cómo competir con la juventud, cómo competir con el estar disponible 24/7, cómo competir siendo un anónimo para su familia, cómo competir al no estar para ella en sus noches de duda, en sus momentos de alegría, en sus fechas especiales, en sus preguntas y consultas, en su cotidianidad, antes de su noche en la cama, en sus enfermedades, cuando su carro se averíe, a una llamada a cualquier hora del día, a un desayuno de sábado en la montaña… cómo competir con la green card”, se decía y repetía. Ella le había hablado de la posibilidad de obtenerla con él. –“Hasta donde el imperio, asesino de niños en Siria, se nos cuela en los huesos”–, pensaba él.
Él trataba de darse auto terapias. Sin embargo, no era más que una masturbación que aumentaba su vacío.
Se decía y con mucha razón, “Ella merece lo mejor, ha sido especial conmigo en todo tiempo e incondicional en sus tiempos de angustia. He sido un tanto ingrato, dejó abiertos muchos cerrojos y en esos entraron los cuidados y atenciones de otro”, él lo consideraba razonable, mas se decía que si tan solo hubiese tenido más sensibilidad, esa que se debe tener por una mujer que ha sido fuego y aceite en su vida, esa mujer que lo quema y desnuda en sus interioridades, que lo eleva y lo trae a sus infiernos terrenales, que le ha dado los mejores años de su vida, los mejores besos, las más atrevidas caricias, las más provocativas fotos, la más inteligentes conversaciones y las más increíbles revelaciones.
Él buscaba en su interior, como salvia en sus venas, la mejor terapia que lo llevara a la resignación permanente de su pérdida.
Se repetía una y otra vez –“Qué feo estar enfermo de amor, se pierde el apetito, el gusto por la vida, y cada minuto en una tortura en día a día”.
¡El último jueves él pensó –“Debo dejarla ir, no voy a competir, no iré contra la corriente, debo desearle lo mejor” – y añadió – “Para ella, ¡suerte! Se merece lo mejor… yo no pude darlo”.
III
Antes de ese encuentro donde comenzó todo, él no quería terminar esa velada, pero estaba ahí en su cita con el destino, pidiendo la cuenta al mesero.
Ella le dijo –“que me quiere preguntar, pregunte lo que quiera”. Él daba por hechos consumados su nueva relación, ella le desmintió y le aseguró que estaba ahí, donde comenzó todo, porque le importaba y porque lo seguía queriendo.
Él la vio, sintió correr una cortina en su pecho y corrían cataratas de una sensación infantil, adolescente, adulta, pero sobre todo humana.
Él llegó a despedirla a su carro y no pudo más, con esa mano invisible, que lo empujaba a buscar su boca, la capturó, sintió la fragilidad de sus labios, la dulzura de su piel, la frescura de sus fluidos y sus arterias estaban a punto de salirse de su cuerpo.
Ella le dijo —“comencemos hoy aquí a escribir un nuevo cuento”.
IV
Marco manejaba por las calles de esa ciudad maldita y escapaba de esa selva burguesa, atravesando norte a sur con un tráfico ya amigable. Iba hilvanando en su mente las frases y versos del poema que ya construía, para esa mujer que lo había apendejado, y se preguntaba si eso vivido era ilusión.
Él estaba convencido que ella lo había citado con el destino para decir un adiós civilizado, después de 10 años se decía —“Quiere tener la cortesía de despedirse frente a frente. Pedirme que la deje tranquila, que no haya insultos, que llevemos un día a día normal para lograr un salario en paz”.
Pero Marco y ella levantaron al mismo tiempo una bandera blanca y salieron de la trinchera, para decidir emboscar cada los besos, caricias y tiempos que se habían negado.
Marco llegó a su casa y pensó —“la mejor forma de acariciarte esta noche es escribirte”… y así fue:
Ella
Es esa paz que trae el silencio de la noche,
Es esa tormenta que desborda los ríos
Es esa llama que atiza mi infierno
Y la miel que se bebe en el paraíso.
Es esa daga que se clava y abre hemorragias
Es ese hisopo que sana y limpia la herida
Es un huracán su paso
Es un descanso su voz.
Sus manos toscas y tiernas
Sus pies delineados y firmes
Ella es la gloria y la condenación
Ella es un silbido y un golpe al orgullo
Ella es mil neuronas maquinando despacio
Ella señala el rumbo de la osa mayor
Ella besa la vía láctea.
Ella es un libro que deshojo página a página
Sin querer nunca encontrar epílogo
Ella es la que ha nutrido mis fantasías
Ella enarbola en mi pecho la bandera rebelde y subversiva
Ella besa mis labios y mi sangre se tense
Ella toca mi sexo y mi corazón asalta mi pecho.
Ella es el huracán y el silencio de la noche
La brisa que se cuela en mi ventana
La selva húmeda para caminar
La lluvia que recorre mis espaldas.
Esa es ella, y ella lo sabe…
V
Marco dudaba del tiempo compartido con ella, en tierra de extraños y de narcos, café y vallenato, de la faena de la noche anterior. Despertó y la vio a su lado, entre sábanas blancas, dormida, agotada, plena, suya, y dijo —“Es cierto, ella me cautivó”.
VI
Ella descansaba son sus piernas dobladas sobre la alfombra… desnuda, mujer completa y conquistada, le narraba las mejores sensaciones de placer que Marco inspiraba y provocaba en ella.
Él clavaba sus ojos en ella, quería detener el tiempo y abrazarla por horas. Y se dijo para sí—“Quiero tenerte siempre”
FIN
Por, Alex Bonilla
Reseña del Autor
Alex Bonilla, es realmente Mario Fernández, amante de la literatura e imperfecto escritor de poesía.
¡Anímate a participar de nuestra Convocatoria Narraciones Transeúntes!
Revisó: Andrés Angulo Linares (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)
¿Qué es lo que sigue?
José María arrancó a correr, asustado, casi inválido, sus piernas casi se partían, sus 65 años le pasaron por la mente, no duró mucho, no valían tanto la pena. No avanzó más de diez metros cuando la primera bala entró por su espalda y salió por su pecho, estaba cerca a la casa se doña Pancha, con la mano-sangre sobre la casa dio unos pasos dejando huella de la guerra y la muerte en el pueblo y la muerte en el hogar.
El comandante de la brigada levantó la botella de ron que tenía en la mano y gritó ¡Salud!, todas sus carnes se movían repulsivas y su poder conferido por las armas también. El hombre convertido en bestia ya medio prendo y con la sevicia desprendida en sus ojos bebió un trago de la botella y ordenó que destaparan más, que sacaran más ron de la tienda, que todos en el pueblo debían celebrar junto a ellos, fue y buscó a doña Rosalba, la esposa de José María y le dio un trago y ella con el corazón lleno de lágrimas tomó un sorbo que le supo a mierda y sangre, cuando llegó a su estómago se convirtió en el recuerdo de José: sudoroso, desesperado, con el cuerpo lleno de temblores, muerto. Un recuerdo de mierda y sangre.
Aquí nadie era de ningún bando, nadie tenía partido ni lo quería tener porque eso ha sido la causa de la violencia en este país, nadie se metía con nadie, ni en política. Ninguno de nosotros tenía cuartel y mucho menos armas para defenderse de nadie, solo nos dedicamos a cosechar coca y pancoger todo para vivir, porque eso es lo que hoy la tierra nos regala, sin embargo, la guerrilla y los paras se habían apostado aquí y tenían en la cabeza el cuento que ayudábamos a los unos o a los otros y eso en esta tierra no pasaba, aunque nos hicieron creer a nosotros mismos que cada vecino era un enemigo y que esta situación ocurría entre la propia familia.
Esa mañana desde muy temprano todos estábamos arrodillados y en una fila, incluyendo niños y ancianos, también Marisela una jovencita de unos veintidós años que estaba embarazada.
Ella fue la siguiente, La pasaron al frente y la dejaron de pie, la miraron de arriba abajo, todos ebrios y asquerosos, a estos tipos no les importaba nada, no les importaba la vida, no les importaba la muerte, solo les importaba satisfacer sus placeres enfermos que son vergonzosos, que el diablo debe castigar. Yo miraba el cielo y pedía algo de humanidad, pero el cielo estaba cerrado y toldado de lágrimas, bajé la cabeza y miré a mi alrededor pedí que el diablo existiera para ellos, como para nosotros.
Marisela estaba temblando, sudorosa y el comandante gritaba a los cuatro vientos porque estaba ahí:
-Su noviecito es de las FARC y ya que no está en el pueblo alguien tiene que pagar. El mensaje es claro, si ustedes colaboran con esos “perros” están colaborando con la insurgencia, están delinquiendo y nosotros vinimos aquí a purificar la zona, a limpiar esta tierra de delincuentes- y el de uniforme militar, “fariano” o “paraco”, puso la bayoneta en el suelo.
Marisela de rodillas pedía piedad por ella, su hijo, su marido, su pueblo. El comandante la miró como a nada, pidió la botella de ron, se la trajeron y bebió un largo trago que se le escurrió por el roto de la boca y cayó sobre la asustada muchacha, luego le pasó la botella y le pidió que bebiera, ella entre el susto tomó un trago corto pensando en su esposo y en su hijo, volvió a ver como se desplomaba el cuerpo de José María y en la pared de doña Pancha vio la huella de la violencia que en quién sabe cuántos años va a desaparecer. Echó una mirada al pueblo y a su familia porque en este pueblo todos emparentaban de algún modo y sin darse cuenta se terminaban casando entre parientes.
La muchacha despertó con un puntapié en su vientre que le dolió a todos en el pueblo, le dijeron perra y puta mientras la golpeaba un monstruo de seis pies y ella sentía como que las fuerzas se le iban, pero se agarró el vientre y lo cubrió con sus brazos y empezó a patalear desde el piso como para que no le pegaran, pero esto emocionaba más al monstruo y golpeaba con más fuerza, con más pies. Marisela no derramó una lágrima hasta que murió con el bebé.
Los “cerdos” rieron y siguieron emborrachándose con la violencia. El aire estaba cargado de dolor y alcohol. Los otros pobladores a los que obligaron a beber arrodillados mientras miraban como caían los “guerrilleros” el trago no los embriagaba ni perdían sus sentidos, sino que les permitió sentir la agonía de Marisela por partida doble y oler ese aire cargado de dolor y sangre. Bajaron sus cabezas y dejaron escurrir algunas oraciones envueltas en lágrimas.
Arrodillados y destruidos miramos hacia arriba, como si buscáramos a Dios, pero en cambio nos encontramos con una capa de concreto que estaba toldada de lágrimas.
¿Nos miramos a los ojos
y nos preguntamos si acaso iban a parar?
Por, Andrés Borrero
elmegafonoalternativo@gmail.com
Sobre el Autor
Periodista. Nacido en el año de 1994 en Bogota. Se ha interesado en la cultura y la gestión de la misma. Actualmente trabaja en CEPALC en un programa dedicado a la literatura y la difusión de escritores jóvenes.
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Imagen tomada: http://www.colombiainforma.info/especial-paramilitarismo-la-continuidad-de-la-violencia-en-la-busqueda-de-la-paz/
El resonar del teléfono
La tormenta cesó; a cántaros, el agua se deslizaba por las calles, cual riada desbocada. A través de la ventana, desdesu casa, Antonio observaba fijamente la calle principal. Un frío aterrador penetró sus huesos
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La tormenta cesó; a cántaros, el agua se deslizaba por las calles, cual riada desbocada. A través de la ventana, desdesu casa, Antonio observaba fijamente la calle principal. Un frío aterrador penetró sus huesos; aun así, su delgado cuerpo permaneció quieto. Por unos instantes, presenció aquel fúnebre cielo gris: «¡Mierda de clima!… ¿Cuándo será que todo esto acaba?», pensó, no sin algo de nostalgia. En su rostro, adornando aquellas cuencas profundas, donde yacían sus ojos melancólicos, un par de ojeras negras, destellaban opacas… De pie, a su lado, Hermes lo miraba con lástima, aunque para Antonio se sintió inquisidora e intrusiva; algo nervioso, comenzó a sudar frío, lo miró de reojo y percibió su desnudez saboreando el olor de su piel, amarga como sábila.
—¡Rin, rin, rin! — aquel sonido le heló hasta la médula. Miró hacia la mesa, en el centro de aquella habitación grande y sombría: alta, antigua, de tres patas, de color negro; encima, se apenas se lograba distinguir un viejo teléfono, que hacía eco en toda la estancia, con su sonido tan fuerte.
-¡RIN…RIN…RIN…RIN…RIN!
El teléfono resonó una y otra vez; Antonio tembló… tembló… tembló; con sus manos huesudasserecubrió las orejas, intentando acallar aquel sonido: lo asaltó el temor. Caminó lento, hasta la mesa, con manos temblorosas tomó el teléfono y, con la voz entrecortada y algunas gotas de agua que se deslizaron por su frente, balbuceó:
—¡ Aló, Aló…!
Silencio. Nadie arguyó nada. Únicamente escuchó una leve respiración del otro lado. Intentó hablar, pero no pudo, sintió las ideas desorganizadas, mientras hacía un esfuerzo sobrehumano para pronunciar palabra.
—¡Aló!… ¿Quién… llama? —Nadie, nadie, nadie al otro lado. Colgó.
Permaneció un instante de pie, junto aquella mesa; giró su cabeza lentamente, como si temiera encontrar algo o alguien frente a la ventana. Hermes seguía ahí con su esquelético, blanco y frío cuerpo desnudo; de pie, mirándolo, extendió sus largos brazos invitándolo a acercarse. Más calmado, obedeció; ahora tomó con sus manos el cuello de Hermes, aproximaron los labios, Antonio pudo sentir cómo aquel frío penetrante proveniente de Hermes le heló la saliva; sin embargo, eso no lo detuvo para besarlo… se acariciaron… Hermes acercó su frágil cuerpo, cada vez más al de Antonio, hasta lograr sentir su varonil y duro sexo. No obstante, se detuvo al percibir una lágrima que bajaba por aquella pálida mejilla.
—No hay porqué llorar, mi querido amor, siempre estaré aquí —le dijo.
—Siempre, Hermes, siempre. ¡Sabandija Mentirosa! Si ya te estás pudriendo, y yo aquí temblando de frío junto a tu cuerpo muerto.
—No… no me grites. ¿Acaso yo tengo la culpa de estar así? desde hace dos noches no he logrado ser el mismo, estoy congelado, inerte, seco. Me duele aquí, justo aquí, en el pecho. ¡Arde! como si me quemara completamente por dentro. ¡Ayúdame, por favor, Ayúdame! —Antonio no responde; ante aquellas palabras, lo soltó bruscamente.
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Antonio se hallaba de pie, al lado de la puerta principal; era una casa de aspecto abandonado, heredada de sus abuelos paternos. Fumaba un cigarro, inhalando el humo cruelmente. Un hombre de aspecto misterioso llevaba puesto un sombrero que cubría parte de su cara y un gabán que le tapaba el cuerpo. En la mano izquierda,sostenía un puñal manchado de sangre yobservaba a Antonio, oculto en la oscuridad que daba la atmosfera grisácea que la tormenta había dejado. Antonio advirtió, instantes después, la presencia de aquel hombre, que parecía un espectro. Lanzó el cigarro con fuerza al otro lado del andén sin dejar de mirar aquella figura desdibujada, que, en vano, se esforzó por identificar. Llamó su atención cómo aquella mezcla de agua sucia con sangre, empezó a transformarse mientras bajaba por la calle; abrió sus ojos como si fueran a salirse de su órbita; en el centro de su pecho los latidos se hicieron más fuertes; desesperado, buscó de dónde provenía la sangre, hasta que sus ojos chocaron con la mano izquierda de aquel hombre, en la cual sostenía un cuchillo: de este objeto afilado y largo resbalaban gotas de sangre con tanta autoridad,como si brotaran del cuello de una cabra recién degollada.
RIN…RIN…RIN…RIN…RIN
El teléfono nuevamente; Antonio escucha la voz de Hermes desde el otro lado de la casa.
—¿No vas a contestar, Antonio?… ¡Maldito cobarde!
Antonio no responde; no pudo hablar. Con aquel sonido infernal, su cuerpo quedó inmóvil y sintió como sus cuerdas vocales perdieron su función. El tiempo se detuvo por un instante; cual huracán, una ventisca pasó arrasando con todo lo que halló en su camino y, deprisa, el hombre se movió hacia Antonio con tal velocidad, que lo único que sintió fue el puñal penetrando en sus costillas…
Su grito retumbó en toda la casa: despertó angustiado, con el cuerpo y rostro cubierto de sudor, la respiración agitada, el corazón latiendo rápidamente como si tuviese taquicardia. Toc, toc; escuchó que alguien llamó a la puerta. Levantó con dificultad de la cama su cuerpo, sin casi aliento alguno, caminó hacia la sala, como sonámbulo sin rumbo; miró a su alrededor, una luz tenue entraba por la ventana de la habitación. Transitó por un pasillo largo y estrecho, llegó hasta la puerta principal de la casa, y prendió la lámpara.
—¿Quién es? —Preguntó.
—Soy yo, querido… —Era Carmen, la hermana de Hermes; una mujer extremadamente flaca, desaliñada, igual de alta que su hermano
En un tono poco audible, pregunta:
—¿Estás listo?
Antonio hace un esfuerzo para escucharla. Por unos segundos, intentó discernir el motivo de su presencia.
RIN… RIN… RIN… RIN… RIN
Miró el teléfono; la escena le era familiar, como viviendo un déjà vu. Nuevamente, sintió cómo temblaba su cuerpo; después de unos segundos, se decidió a contestar, y caminó despacio hacia una de las esquinas de la sala, hasta la mesa.
—Aló.
—¡Hola, Antonio! —Lo saludó una voz exhausta.
—¡Hola… Hermes!, ¿cómo estás?, ¿Por qué no has venido a casa? Te he esperado estos últimos días.
—¿Cómo?… Hace dos días te llamé, con el último aliento que me quedaba… ¿Te acuerdas?… ¿Te acuerdas que te dije que estaba muriendo? Me apuñalaron en el pecho varias veces, para robarme… Antonio… Antonio, ¿sigues allí? Ayúdame…—Antonio no respondió; un nudo en la garganta ahogaba su voz. Sujetó con ambas manos el teléfono y, con toda la fuerza que le quedaba, lo arrojó contra la pared.
Toc, toc, toc… De nuevo, Carmen llamó a la puerta; Antonio se encontraba tendido en el suelo, meciendo su cuerpo de adelante hacia atrás, de adelante hacia atrás, de adelante hacia atrás, con la mirada perdida, sin reaccionar a su llamado. Una mano le tocó el hombro: «¡Amor, levántate!», le dijo Hermes, dando su mejor sonrisa. Antonio lo miró, secó con la manga de la camisa las lágrimas que bajaban por sus mejillas. Aferrándose al desnudo y congelado cuerpo de Hermes, se incorporó:«Ponte algo, no quiero verte más desnudo»… «Mi bata está por aquí, en algún lugar del cuarto», le dijo Antonio, apretando fuertemente sus manos. Hermes vuelve a mirarlo con aquella mirada de lástima: «Vamos, Carmen te espera… Se hace tarde para el entierro», le dijo, mientras lo sostenía con su cuerpo.
—¿Cuál entierro? —respondió Antonio, con los ojos abiertos; la sorpresa en su rostro era evidente. Carmen volvió a llamar a la puerta; Antonio abrió, la ve frente a él vestida de luto.
—¿Cómo estás? —preguntó ella, en tono compasivo.
—Bien, normal —sonrió.
—No parece, te ves igual o peor que yo…
Sin atenderla, Antonio tomó su chaqueta, para salir; permaneció un momento de pie mirando hacia la sala, mientras Carmen, algo preocupada, lo contempló calladamente. Vio a Hermes con su bata puesta, acostado en el sofá, sosteniendo una copa de vino —¡Amor, aquí te espero hasta que llegues! —Antonio cerró la puerta.
─ ¿Qué quieres hacer? ─Le dijo Antonio a Carmen, mientras la agarraba del brazo.
Reseña del Autor
Mi nombre es Débora Isabel Galindo, tengo 35 años de edad, nací en Buga Valle, y fui criada en Bogotá a partir de los 4 años. Soltera, independiente, y, amante de los gatos.
Soy Magistra en Psicología clínica con énfasis Psicoanalítico, de la Universidad Javeriana, actualmente docente de la Universidad Cooperativa de Colombia. Especialista en Creación Narrativa de la Universidad Central. Dirijo un proyecto en las cárceles Picota y Modelo titulado: “La Poesía como herramienta terapéutica” Me desempeñó como co-investigadora en la Línea de Investigación titulada: “Iniciativas Sociales de Paz en Colombia” en la Universidad Cooperativa. En el 2015, fueron publicados dos artículos científicos, el primero en la revista de Psicoanálisis titulado: “La Psicología y los grupos de trabajo, alternativa de organización de los sujetos para la paz” y en la revista de Los Libertadores, Tesis Psicológica: “Grupalidad: un camino al lado de los otros como potencial de sanación psíquica” Participé en el taller de poesía en el Fondo de Cultura Gabriel García Márquez, dirigido por el poeta Federico Diaz-Granados. Gané el tercer premio en el concurso de poesía: Nidia Erika Bautista, con el poema: “El Aroma de las Mujeres Desaparecidas” 2016.
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Revisó: Roger A. Sanguino (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)
El banquete
La noche del desastre, el señor Strauss se sentía indispuesto. Difícilmente pudo llegar al pequeño espacio que aún quedaba libre en el baño donde un espejo amarillento le proyectó la imagen de alguien en extremo pálido y delgado, con la piel manchada y poblada de caminitos prematuros.
La noche del desastre, el señor Strauss se sentía indispuesto. Difícilmente pudo llegar al pequeño espacio que aún quedaba libre en el baño donde un espejo amarillento le proyectó la imagen de alguien en extremo pálido y delgado, con la piel manchada y poblada de caminitos prematuros.
Era viudo desde hacía más de diez años y a raíz de aquella pérdida, su único hijo se había radicado en el exterior, no sin antes suplicarle que se marchara con él, a lo que el obstinado señor se había negado de forma contundente. El abatido joven no tuvo otra alternativa que dejarlo allí y depositar religiosamente el dinero para sus gastos mensuales.
Desde entonces, y como sucedáneo inconsciente de la felicidad perdida, el señor Strauss había comenzado a traer a su casa artículos que encontraba por la calle y que habían sido catalogados por sus antiguos dueños como inservibles. Inicialmente, trajo un antiguo sillón con la convicción de que era posible repararlo. Luego fueron llegando otras sillas y sillones con la tapicería hecha trizas, porcelanas y jarrones rotos, muñecas descabezadas y toda suerte de juguetes inútiles, todo ello considerado por él como “recuperable”.
En seguida llegó el turno a los periódicos, revistas y cajas de cartón. Por esos días, las campañas en pro del reciclaje abundaban en los medios, así que el señor Strauss sintió que estaba contribuyendo a salvar el planeta peligrosamente amenazado. Obviamente no se le escaparon los recipientes y empaques plásticos.
Durante los primeros años de su aventura ecológica, el señor Strauss mantuvo de alguna manera el control de la situación, pero con el tiempo, la obsesión por almacenar más y más cosas se convirtió en un problema para los vecinos. Por fuera, su casa parecía una más, pero al no tener la precaución de limpiar ciertos recipientes, los roedores y moscas merodeaban a su antojo el vecindario. Esta situación le valió no pocos enfrentamientos que incluso lo llevaron ante las autoridades. No obstante, logró salir siempre bien librado, argumentando que dentro de los límites de su casa podía hacer lo que mejor le viniera.
Los años transcurrieron en ese estado de tensión. El señor Strauss iba una vez al mes a retirar su dinero y comprar víveres, sin darse cuenta que compraba mucho más de lo que consumía. A estas alturas la casa había sido ocupada por completo por una absurda profusión de artículos de toda índole, haciendo casi imposible el acceso a espacios vitales como el baño o la cocina.
Sin embargo, él parecía no caer en cuenta de la grave situación. Todo, absolutamente todo había sido literalmente invadido por montañas y montañas de basura o, como él prefería llamarlo, sus recuperaciones. Apenas si quedaban algunas pequeñas cavidades a manera de ventanas para deslizarse de una estancia a otra. El antiguo sillón, primer testigo de la debacle, servía a su vez de cama, sala y comedor y como la ducha había sido ocupada por columnas de diarios viejos, el señor Strauss había olvidado la costumbre del agua y el jabón.
Esa noche, cuando pudo regresar por fin a la somera comodidad del sillón, luego de haber sorteado toda clase de obstáculos para servirse un poco de leche y de haber ahuyentado las ratas que convivían con él a sus anchas, sintió como si la casa hubiese sido arrancada de sus cimientos por una fuerza inconcebible: una brecha de casi un metro de ancho por cinco de profundidad dividió lo que antes fueron las áreas comunes, de las habitaciones. Hipnotizado, entreveía a través de la polvareda el correr de las ratas desorientadas que chocaban entre sí. Un segundo estruendo lo sumió en una oscuridad compacta. Desde fuera llegaban voces plañideras mezcladas con llanto de infantes y aullidos caninos. Se sintió mareado. Se aferró fuertemente al sillón tratando de sobreponerse al aturdimiento. Entonces permaneció allí, estremecido de frío e impotencia.
Pero si la noche había sido trágica, la mañana que no esconde nada dejo ver el desastre en toda su magnitud. El señor Strauss lanzó un grito de angustia al ver que parte de su casa había desaparecido por entre la grieta que creció asombrosamente al amparo de la oscuridad. Se incorporó como pudo y se dirigió a la calle abarrotada de escombros. Para qué describir un paisaje tan escabroso. Basta con decir que el terremoto había arrasado la población a la que el sueño había hecho aún más vulnerable, y que los pocos sobrevivientes volcaban ahora toda sus esperanzas en los rescatistas y sabuesos.
Pese a la desgracia, el señor Strauss ostentaba una felicidad insultante para quienes lo vieron escavar con uñas y dientes aquí y allá con tanta insistencia y tenacidad. Lo vieron apartar, sin ningún asomo de vergüenza o respeto, extremidades humanas que se interponían entre él y algún objeto material de su agrado. Lo vieron llevar hasta su casa derruida, que irónicamente resultó menos afectada que las demás, muchas de las pertenencias de los difuntos. Lo oyeron decir, ya en el colmo del paroxismo, que aquello era un verdadero banquete.
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Días después, el hijo del señor Strauss llegó al lugar casi desierto y se encontró con dos versiones sobre la muerte de su padre: una, que había fallecido sepultado por la basura acumulada en su casa y otra, que había salido ileso del terremoto, más no así del linchamiento.
Por, Marisella Zamora
Reseña del Autor
Marisella Zamora. Bogotá, 1977. Escritora en formación empírica y constante. Amante de la lluvia, los árboles, el verde y el gris. Atesoro la soledad que muchos rehúyen, aunque traiga consigo su espantoso silencio.
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Revisó: Roger A. (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)
El texto muestra una escritora ahí detrás, ¡la calidad es innegable!
El texto cautiva, invita a leer más de la obra de la mujer, es un cuento construido con simplicidad y no hay nada más complicado que escribir así, denota un excelente manejo del lenguaje y de los recursos literarios.
La historia del señor Strauss además de ser escrita con elegancia tiene el tamaño adecuado para contarla (pero en lo personal hubiera querido leer más), sin duda no sólo intenta contar una historia, efectivamente lo hace.
Creo que este es el tipo de literatura que siempre deleita leer y claro que la invitaría a que siga enviando textos, en lo personal será un placer leerlos.
La alegría de verte
Luego, al menor descuido contempló sus pies, los que serían su fijación y delirio esos y los futuros días y todos los que él podría compartir con ella y que ella, mostrara y con inocencia involuntaria, ocultaría al azar.
Introducción
Era un día normal, soleado, en un país minúsculo, atorado en polarización, ataviado de esperanza, y esclavo del consumo. Eduardo recibió el correo electrónico que le hacía referencia a una capacitación, esas de las empresas que sólo son un retraso en el día a día y la excusa para que un espléndido consultor sobreviva.
Lo abrió, leyó, validó las fechas, revisó el contenido de la capacitación… era sobre Liderazgo, calculó el tiempo y pensó: Una pérdida más de tiempo. Él había participado en tantos entrenamientos similares, pero éste hacía referencia a que valdría la pena, sin embargo, su incredulidad prevalecía.
Siempre creía que las empresas pierden el dinero en capacitaciones sin sentido… sin embargo, el correo planteaba que era obligatorio y que sería un programa de 4 módulos. Marcó la fecha en su calendario y continuó con sus tareas que, obviamente, valían mucho más la pena que la invitación recibida. Él, como un obediente plebeyo asintió con su cabeza en señal de obediencia.
Pasó el tiempo y se acercaba la fecha del famoso entrenamiento, mientras que en su compañía reinaba la incertidumbre, la desinformación y la zozobra por los muchos cambios organizativos que se estaban dando. Él pensaba: Cómo pueden llamarse líderes estos incircuncisos si ni siquiera pueden ser transparentes con sus colaboradores. Pero eso es el sistema. Pensaba él. Las empresas pregonan que la gente es el capital más valioso, pero no puede haber cosa más falsa como que la luna es de queso, se decía a sí mismo.
En medio de esta falta de consistencia Eduardo se dirigía al fatal día de su entrenamiento.
El Primer día
Eduardo se despertó como todos los días, se dirigió a la habitación de su hijo y le despertó, le ayudó a organizarse mientras su esposa se preparaba en medio de su mundo de rituales.
Él les vio irse a la escuela, quedó solo y se preguntaba por qué debía haber este tipo de entrenamientos, ¿predispuesto? Sí, él lo estaba y con justa razón, sería una pérdida de tiempo, pensaba
Se preparó, fiel a su rutina y con sus impulsos obsesivos compulsivos, logró con hidalguía vestirse y bajó a tomar el desayuno.
Condujo y llegó a su trabajo de manera mecánica y por inercia, pasó de largo su oficina y se dirigió a su cita con el hastío.
Llegó, se ubicó en la periferia fiel a su inclinación marginal y sus hábitos de vida. Pasaron los minutos y como un evento épico en su historia, entró ella. Y el mundo de Eduardo se transformó. La vio, la contempló. La alegría era el sentimiento que mejor describía su sensación, no importaba nada. Sin embargo, Eduardo jamás imaginó que ella caminaría hacia él para sentarse a su lado
Eduardo quiso suspender el tiempo esos días, no importaba el desperdicio de tiempo en ese entrenamiento, el disfrutaría de la compañía de ella y quería que no fueran dos días sino semanas enteras
Él le saludó, y disimuló su éxtasis. Vio sus manos con sus dedos largos y delgados, exquisitos y moldeados, sin pintura sus uñas, sin estar adulteradas de químicos. Tal cual, ver su naturaleza era una victoria, era un plus a su presencia
Luego, al menor descuido contempló sus pies, los que serían su fijación y delirio esos y los futuros días y todos los que él podría compartir con ella y que ella, mostrara y con inocencia involuntaria, ocultaría al azar.
Eduardo recuerda los pies de ella, con su talón libre, y sus dedos delgados, ella los cubría de color verde, y él pensaba cualquier color estaría bien para ella. Sólo deseaba que en su vida los zapatos cerrados no existieran para esa mujer.
Otro día
Eduardo llegó ese día, con latidos de un niño por su regalo. Él pensaba ya vendrá, hace mucho tiempo que no la veo. Él se había saltado la fecha de un entrenamiento por un viaje de vacaciones. Luego apareció ella.
Era ese abanico que refresca el rostro en pleno verano, ella se acercó a él y le saludo. Él no podía ocultar su sentimiento y una fuerza subversiva le obligaba a hacer una declaración, él le confesó: Me gusta verte.
Tres palabras que denotaban mil abecedarios en él, esas tres palabras que se multiplicaban para decir: eres una luz que enciende mi día, eres esa sal que sazona mi alimento diario, eres esa vela que disipa la noche, guardaré en mis ojos tu última mirada, y finalmente fuiste un cuento breve que leeré mil veces…
Uno de los últimos días
Eduardo estará en esa cita a las 4:00 p.m., él iría donde le dijeran, así fuera el otro lado del mundo, pero era en la cafetería.
Puntual y fiel a su rutina, llegó antes. Ansioso, la esperó, la divisó a lo lejos y se dijo: Ahí viene, no hay duda que ella es mi alegría.
Su vestido azul largo, sus pies elevados por sus zapatos, sus uñas en color naranja, sus manos blancas, sus dedos largos, sus uñas grises, toda ella era una verdad estallando en su rostro. Un crisol de colores alegres…
Se despidieron y se dijo a sí mismo: la mejor forma de acariciarte es escribirte.
Por, Alex Bonilla
FIN
Reseña del Autor
Alex Bonilla, es realmente Mario Fernández, amante de la literatura e imperfecto escritor de poesía.
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Revisó: Andrés Angulo Linares (Equipo Editor Narraciones Transeúntes)