José María arrancó a correr, asustado, casi inválido, sus piernas casi se partían, sus 65 años le pasaron por la mente, no duró mucho, no valían tanto la pena. No avanzó más de diez metros cuando la primera bala entró por su espalda y salió por su pecho, estaba cerca a la casa se doña Pancha, con la mano-sangre sobre la casa dio unos pasos dejando huella de la guerra y la muerte en el pueblo y la muerte en el hogar.
El comandante de la brigada levantó la botella de ron que tenía en la mano y gritó ¡Salud!, todas sus carnes se movían repulsivas y su poder conferido por las armas también. El hombre convertido en bestia ya medio prendo y con la sevicia desprendida en sus ojos bebió un trago de la botella y ordenó que destaparan más, que sacaran más ron de la tienda, que todos en el pueblo debían celebrar junto a ellos, fue y buscó a doña Rosalba, la esposa de José María y le dio un trago y ella con el corazón lleno de lágrimas tomó un sorbo que le supo a mierda y sangre, cuando llegó a su estómago se convirtió en el recuerdo de José: sudoroso, desesperado, con el cuerpo lleno de temblores, muerto. Un recuerdo de mierda y sangre.
Aquí nadie era de ningún bando, nadie tenía partido ni lo quería tener porque eso ha sido la causa de la violencia en este país, nadie se metía con nadie, ni en política. Ninguno de nosotros tenía cuartel y mucho menos armas para defenderse de nadie, solo nos dedicamos a cosechar coca y pancoger todo para vivir, porque eso es lo que hoy la tierra nos regala, sin embargo, la guerrilla y los paras se habían apostado aquí y tenían en la cabeza el cuento que ayudábamos a los unos o a los otros y eso en esta tierra no pasaba, aunque nos hicieron creer a nosotros mismos que cada vecino era un enemigo y que esta situación ocurría entre la propia familia.
Esa mañana desde muy temprano todos estábamos arrodillados y en una fila, incluyendo niños y ancianos, también Marisela una jovencita de unos veintidós años que estaba embarazada.
Ella fue la siguiente, La pasaron al frente y la dejaron de pie, la miraron de arriba abajo, todos ebrios y asquerosos, a estos tipos no les importaba nada, no les importaba la vida, no les importaba la muerte, solo les importaba satisfacer sus placeres enfermos que son vergonzosos, que el diablo debe castigar. Yo miraba el cielo y pedía algo de humanidad, pero el cielo estaba cerrado y toldado de lágrimas, bajé la cabeza y miré a mi alrededor pedí que el diablo existiera para ellos, como para nosotros.
Marisela estaba temblando, sudorosa y el comandante gritaba a los cuatro vientos porque estaba ahí:
-Su noviecito es de las FARC y ya que no está en el pueblo alguien tiene que pagar. El mensaje es claro, si ustedes colaboran con esos “perros” están colaborando con la insurgencia, están delinquiendo y nosotros vinimos aquí a purificar la zona, a limpiar esta tierra de delincuentes- y el de uniforme militar, “fariano” o “paraco”, puso la bayoneta en el suelo.
Marisela de rodillas pedía piedad por ella, su hijo, su marido, su pueblo. El comandante la miró como a nada, pidió la botella de ron, se la trajeron y bebió un largo trago que se le escurrió por el roto de la boca y cayó sobre la asustada muchacha, luego le pasó la botella y le pidió que bebiera, ella entre el susto tomó un trago corto pensando en su esposo y en su hijo, volvió a ver como se desplomaba el cuerpo de José María y en la pared de doña Pancha vio la huella de la violencia que en quién sabe cuántos años va a desaparecer. Echó una mirada al pueblo y a su familia porque en este pueblo todos emparentaban de algún modo y sin darse cuenta se terminaban casando entre parientes.
La muchacha despertó con un puntapié en su vientre que le dolió a todos en el pueblo, le dijeron perra y puta mientras la golpeaba un monstruo de seis pies y ella sentía como que las fuerzas se le iban, pero se agarró el vientre y lo cubrió con sus brazos y empezó a patalear desde el piso como para que no le pegaran, pero esto emocionaba más al monstruo y golpeaba con más fuerza, con más pies. Marisela no derramó una lágrima hasta que murió con el bebé.
Los “cerdos” rieron y siguieron emborrachándose con la violencia. El aire estaba cargado de dolor y alcohol. Los otros pobladores a los que obligaron a beber arrodillados mientras miraban como caían los “guerrilleros” el trago no los embriagaba ni perdían sus sentidos, sino que les permitió sentir la agonía de Marisela por partida doble y oler ese aire cargado de dolor y sangre. Bajaron sus cabezas y dejaron escurrir algunas oraciones envueltas en lágrimas.
Arrodillados y destruidos miramos hacia arriba, como si buscáramos a Dios, pero en cambio nos encontramos con una capa de concreto que estaba toldada de lágrimas.
¿Nos miramos a los ojos
y nos preguntamos si acaso iban a parar?
Por, Andrés Borrero
elmegafonoalternativo@gmail.com
Sobre el Autor
Periodista. Nacido en el año de 1994 en Bogota. Se ha interesado en la cultura y la gestión de la misma. Actualmente trabaja en CEPALC en un programa dedicado a la literatura y la difusión de escritores jóvenes.